Siempre me ha cagado la madre la moralidad. Incluso la ética. Ni modo. Si me creo medianamente honesto tengo que decirlo: El bien y el mal son dos pendejadas que me importan un carajo. Y así ha sido por siempre. No puedo evitar la roña que me producen los juicios morales. "Cada quien es cada cual, y baja las escaleras como puede".
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Llevo unos cuantos meses escuchando un discurso que se autosupone cierto. Lo he escuchado con atención. He aprendido de él. En poquísimas palabras, propone el simple pero difícil hecho de que ser "feliz" es una elección. Me lo he creído. He optado por ser feliz, a pesar de mis obstáculos de carácter. Y a ratos, curiosamente, me ha resultado bien pero bien eficaz. Gracias.
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La felicidad que propone tal discurso, supone creer que el individualismo es la forma correcta de enfrentarse a la vida. Y aun así, me lo sigo creyendo. He olvidado mi antiquísimo comunismo insalvable. He olvidado mis ganas de ser gregario y social. Ya no creo en una sociedad organizada con plena justicia, y que pretenda construir felicidad colectiva. He desterrado todas esas pachequeces multitudinarias. Mal o bien. Bien o mal.
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Me he comprado tal boleto. Ya no creo en un mundo capaz de organizarse para no ser aniquilado por sí mismo. Creo, ahora mismo, que mi deber es elegir ser feliz, yo mismo, y nada más. Elegir ser feliz y dar lo más que pueda a quienes quieran tomarlo. Recibir lo mejor de quienes quieran o puedan dármelo. Ya no me importa si la aniquilación de la "sociedad" que "conocemos" realmente sucede. O si pudiera suceder. Así de lejos he llegado en mi renovada ingenuidad.
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Lo que no creo, ni de broma, es que el ser humano, y más específicamente, el ser humano recién nacido, resulte ser una página en blanco, lista para llenarse por sus progenitores. Es una enorme pendejada el creer que un hijo es como un disco duro nuevo, listo para ser llenado de recientes y sofisticados programas incorruptibles. Incluso si son buenos programas. Vale madres. Un hijo no es una posesión. De hecho, normalmente es un dolor de cabeza al que sin embargo se le ama invariablemente. Y pocos padres realmente aguantan que sus hijos no vivan lo que ellos han predestinado en sus cabecitas desde el principio. Así sea la más enorme de las libertades. Tremenda pendejada. Cada quien es cada cual, y baja las escaleras como puede.
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Pero hay algo que sí poseemos, todos, desde niños. Y eso es nuestra propia e indivisible conciencia de ser. Ni pedo. Ojalá pudiéramos simplemente apagarla por un rato, cada que nos incomoda, y luego volverla a prender. Pero ni pedo: No can Do. E incluso, si lo pensamos bien, y sin sonar (para nada) a provida, hay algo que evidentemente nos hace posibles: Y eso es la dicotomía. La dualidad. Los extremos vueltos naturaleza, oséase: El ying y el yang, el espermatozoide juguetón en los jardines del óvulo expectante. Dos que hacen uno. Uno a partir de dos. Ni modo, así es el mundo. De ahí venimos todos. Quejas y/o reclamaciones llamar al departamento de Dios. En las promociones no hay devolución. Aviso importante: El interfón no sirve. Gritar tampoco. Le rogamos que contacte al webmaster si recibe una respuesta.
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No nacemos en blanco. Nacemos ojetes. Y nacemos deseosos también. No todo es mal pedo. Pero por muy "horrible" que nos parezca, y no quiero sonar culturoso al citar a esos autores mamucos, hay que decir que nacemos capaces de odiar y de amar y de etcétera, comprobado a muchos niveles y por muchísimos estudiosos. La ojetez primigenia e innata es materia comprobada. También el gusto por las caricias y los apapachos. Todo es real. Más real que nada. Nacemos, más que nada, golosos y envidiosos. Nacemos con una impronta que sí resulta imborrable, aunque no determinante. Nadie ha nacido siendo una página en blanco. Ni nacerá jamás. Ex nihilo nihil (chango dixit): Nada proviene de nada.
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Y lo peor, lo más románticamente ingenuo, lo más tiernamente insulso y pacheco, es creer que de verdad existe una forma infalible para educar a todos esos niños potenciales para evitar que en algún momento sean envidiosos, descorteses y malévolos. O para evitar cualquier cosa. Tal recetita no existe. No hay forma, humanamente posible, en la que se pueda evitar que los propios hijos la caguen. Cagarla es parte de la vida. Ser malo también. Ser lindo y bueno lo mismo. Sólo para algunos afortunados, esa experiencia agridulce de la vida facilita cierto aprendizaje. Pero, eso sí, en todos conforma la verdadera identidad. A punta de besos y chingadazos, la vida nos esculpe. Cariño y rigor, como decía un gran amigo.
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He ahí la gran diferencia: Creer en lo que uno finalmente es y vivir de acuerdo a los deseos propios, resulta, evidentemente, una gran virtud. Una virtud que, nota al pie, yo mismo conocí hace relativamente poco. Y agradezco enormemente a quien entonces me la enseñó. Ya me hacía falta dejar de vivir mi vida en términos comparativos. O peor aun, alrededor de las mujeres que circulaban en mi entorno. Qué bendición es encontrar refugio en uno mismo. Eso que ni qué. No hay otra fe válida, sólo es real la que uno se profesa a sí mismo. (y a veces a los que ama)
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Pero esa seguridad, esa creencia, esa coherencia que hay que tener con uno mismo, no significa nada más que eso. Eso mismo. Coherencia con lo propio. Amor a lo que se es, mal o bien, y amor a lo que se tiene. No más. Y no profetizar. No andar queriendo convencer a nadie de que uno se ama a sí mismo. Pues no es deber de nadie el andar promulgando lo bien que se siente tener fe en lo que se es. Aun si tampoco está mal decirlo.
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En síntesis: No hace la menor diferencia. Lo cantes o no lo cantes, tu amor propio es sólo tuyo. De nadie más. Y a nadie realmente le importa. Por eso es propio. Sólo tuyo. Nomás de uno.
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Para terminar, y dedicado a los que realmente leen hasta el final de mis recientemente intragables posts, concluyo lo siguiente: El amor propio, la auto-seguridad (o self assureness, como rara vez bien dicen los gringos), no es más que eso mismo. Amarse a uno. Cambiar los ojos con los que uno ve al mundo (y por ende, cambiar al propio mundo). Decidir ser feliz a pesar de todo lo que pasa, o gracias a ello. Gozar porque se quiere realmente gozar. Y olvidarse de utopías grandiosas y universales. Dedicarse a vivir el escaso tiempo que realmente se tiene, en lugar de querer hacérselo notar a los otros. Amar a quien se deja. Dejarse amar por los que realmente saben cómo. Nada más y nada menos (como si fuera realmente fácil)
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Y que nadie me venga con más revoluciones sociales. Que nadie se atreva a esperanzarse con que la humanidad realmente será capaz de una solución equitativa, tarde o temprano, y mucho menos con que dicha solución puede partir del amor propio de los pocos individuos que se atreven a sentirlo. Y aunque así fuera, es decir, aun si la humanidad tuviera en ese amor propio o en esa individualidad consciente, cualquier salida verdaderamente sensata de su embrollo, no hay que olvidar que sí existe el poder. Y mucho menos debiera olvidarse que el poder lo ejercen, hoy por hoy, los más insensibles de todos. Los más crueles. Los menos interesados en que la gente se ame a sí misma. Too bad.
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Para finalizar, ahora sí, digo sólo una cosa: Vale verga. Vale verga quién tenga el poder político. Vale verga si existe la objetividad. Si de verdad hay un parámetro para lo "bueno y bello" o para lo "malo y feo". Vale verga si el capital trasnacional es el verdadero soberano del mundo. Vale verga lo estúpido que acabó siendo Fox, o lo hijo de puta que siempre fue Bush. No somos gracias a ellos. Somos simplemente lo que elegimos ser. Es así: Serlo o morir. Vivir la pequeña felicidad, la pequeña amargura, de cuando en cuando, o dolerse por lo fijo e ineluctable que resulta "el mundo" allá afuera. Opto por lo primero. Y muy a pesar de que me duela lo aleatoria que resulta la desigualdad social.
Por eso es que hoy sólo puedo decir salud. Adiós. Gracias.
Aunque mañana me queje de mil tonterías.
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Así somos los humanos, Mafalda.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
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