La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

marzo 21, 2009

Es cara musa. (Disculpa en siete tiempos)

"...the time to hesitate is through. No time to wallow in the mire..."
"Light my fire", The Doors.


I.

Suponer musas implica suponer inspiración. Suponer inspiración necesariamente implica suponer creación, creatividad o arte -quizás incipiente o quizás genuino y oriundo de los fondos más intestinales del alma- pero supone, desde donde se le mire, algún resultado de semejante "musografía". Suponer esa relación biunívoca (y muchas veces también equívoca) implica la posibilidad de un retrato: la musa multicolor que se adjudica ese carácter inspirador, y el retratista -(a)normalmente perturbado- que se atreve a trazar el pedestal y el caballete. El lienzo y el pincel, siempre limitado por sus propios demonios, pero que ineludiblemente dibuja -siempre a posteriori y en franca y subjetiva interpretación- aquello que mira con unos ojos que toma prestados de las deidades y los arquetipos que gobiernan el mundo de las ideas. Así se pintan, al parecer, los óleos del tiempo presente. Y sin embargo, suponer que alguien pinta es suponer que dice algo. Y tanto peca quien dibuja el mar como quien se asume tan grande como el mar mismo. Y pecar, en mi mundo de entelequias ineludibles, es lo que le otorga sabor a la vida. Y más aún si uno peca de querer concebir el mar en ciertos ojos (o ciertas musas). O quien peca de mirar el mar en alguien. O quien peca de retratar el mar en cualquier fotograma (y si no me creen, pregúntenle a Palomar (Italo Calvino, 1984).

II.
Resulta caro arrejuntarse con semejante dialéctica. Siempre hay facturas inesperadas, cobros indebidos, quejas sin fundamento. Y es que mientras el retratista dibuja, la musa se deconstruye en cada trazo. Pedazo a pedazo la musa transita desde la utopía hasta el lienzo. Y en ocasiones el lienzo no es lo suficientemente grande, o lo suficientemente fuerte o lo suficientemente lienzo para soportar el tamaño de semejantes ideas. Y en otras, las más, es el pintor el que carece de colores y de palabras. O simplemente transcurre al mismo tiempo en el que dibuja a la musa que, mientras es dibujada, se despoja de su cascarón idílico, cacho a cacho, y entonces, al momento de trazar las últimas pinceladas, la musa no lo es más, y bajo esa piel de torbellinos aparece un esqueleto tan frágil como las propias suposiciones primigenias del autor. Y entonces, aturdido por la cualidad humana de su diosa, el pintor se descalabra en el camino, y acaba por ser más leal al lienzo, o al pincel, o a sus propios ojos, que a la musa misma. Débil, pusilánime y trastocado, se enamora de sus propias figuras en lugar de atesorar el poder de aquello que fue capaz de originarlas. Condición terriblemente humana: Uno suele amar más al amor mismo, que al objeto filosófico que lo provoca.

III.
Me ha pasado ya en varias ocasiones: Hallarme entusiasmadísimo con una fantasía que recubre la piel de una mujer de carne y hueso. Sabiendo de antemano que si no se come uno la carne, como dirían las abuelitas, no hay postre. Y entonces deconstruyendo a la musa en pedacitos de palabras. Haciéndola en frases inesperadas. Recreándola en oraciones que podrían hacerla tiritar un momentito. Atesorando esa capacidad de hacer temblar cualquier cosa. Y luego, muchas veces sin siquiera llegar al entremés, viendo a la musa partir forever and ever. Luego de alguna confesión impostergable. O tras un par de apariciones del demonio cavernícola. O incluso luego de una "confrontación" "pseudorealista" con esa "pseudorealidad" que todos -siempre- suponemos. (¿Y qué no "realidad" es siempre un término subjetivizado hasta el hartazgo?).

IV.
Solía culpar a la musa, hace -lo que parece- mucho tiempo. Pensaba que la musa no era tal, y que tras verla en plena desnudez emocional -o cagando a las 6 de la mañana- perdía todo su encanto, y entonces, finalmente, no era tan musa como yo creía. Luego, ejercitando una autocrítica que muchos creen imposible en mí, salté hacia el otro lado. Culpé al pintor, o sea a mí, y lo culpé porque es muy fácil saberse insoportable y tóxico, siempre y cuando uno se esmere en serlo. Deduje que toda esa desacralización de mis musas era culpa mía y solo mía. Me supuse un "desmusificador" -valga el terminajo- capaz de convertir en carbón podrido al más extático diamante de su majestad la reina de Inglaterra. Un Rey Midas travestido e invertido. Un sátiro capaz de convertir en mierda el oro, o la poesía en canciones frenéticas de alguna banda sinaloense de medio pelo. Y persistí, abrazado a esa firme y egocéntrica idea, hasta que caí en cuenta de que semejante poder le es ajeno a cualquier hombre. Y que yo, por muy superlativo que quisiera sentirme respecto a cualquier cosa, soy realmente eso: un hombre que es un homínido que es un primate sobre-evolucionado y diosificado pendejamente a partir de palabras e intestinos. Un ser tan equívoco y vulnerable como cualquier otro. Un edificio malhecho de palabras e historias e histerias, y sonidos guturales y gases -nada nobles- que brotan cuando por la tarde me tomo la libertad de ingerir camarones crudos sin estar igualmente crudo y despedazado por mi estilo de vida. Un pinche humano (demasiado humano, snifzschie) incapaz de romper una coraza cualquiera. Ni siquiera de albanene, salvo cuando la coraza no es tal, o cuando su contenido es menos alba y más nene. Capaz de derribar murallas cuando las murallas son un juego. Y un juego es siempre de dos (o más).

V.
Me pregunto si entonces debiera realmente disculparme con mi pasado para poder -verdaderamente- abrazar ese futuro menos "odiante" al que pretendo perseguir. Me cuestiono la validez de disculparme por ser el "yo mismo" que he sido antes, con el puro afán de satisfacer un reclamo -probablemente válido- de alguien que ha sido afectado por las mismas (malibuenas) decisiones que me llevan a teclear esto mismo que estoy tecleando ahorita. O lo que escribí hace una semana, movido por la certeza de que la vida se termina casi siempre abruptamente y que es mejor estar preparado para sentirse un dos por ciento menos insatisfecho a no hacer nada en lo absoluto. Ahora, cuando estoy consciente de que debo desterrar cualquier odio a sabiendas de que es una inversión estúpida y que casi siempre acaba en los terrenos de la cartera vencida. Ahora, cuando sé que probablemente amé todo aquello que (digo que) odio y que perseverar sobre esa fantasía es tan absurdo como tejer sombreros para los lápices y las plumas. Estúpido, irrelevante, tan inútil como amar el amor y las propias ideas, en lugar de amar a las personas y sus siempre impredecibles maneras de torcer el destino, para "bien"(mal) o para "mal"(bien).

VI.
Es así que entonces accedo y lo digo a pulmón abierto (si no es que lo dije antes y muchas veces, porque finalmente sé que soy un animal de perdones, perdonzotes y perdoncitos): Lo siento. Quienquiera que sea el remitente. Quienquiera que sea el próximo afectado. Quienquiera que termine siendo la próxima persona al la que "insulte, ponga "apodos" y confronte con la que -según yo- sea su "realidad". Lo siento y de verdad, lo siento muchísimo. Siento y resiento todo aquello que pueda haber calado en su cualidad de musa, primero, y de persona, segundo pero importantísimo. Me reconozco visceral e impertinente. Y reconozco, también, que casi nunca suelo arrepentirme de la lógica impertinencia que represento al (tratar de) ser yo mismo. Normalmente, mi cruda moral ocurre cuando permanezo autista y me pierdo de la fiesta (en lugar de arruinarla). Pero hoy, a sabiendas de que ciertamente he contribuido a hacer mierda algunos minutos de ciertas "musas", me arrepiento por ello. Y pido un gran y verdadero perdón.

VII.
Pero que quede claro: No pido perdón por haber retratado o bebido de ningún arroyo de fantasías sempiternas y pendejas. No pido perdón por ser yo mismo salvo cuando eso haya limitado el "ser yo mismo" de otros. No pido perdón por retratar, mal o bien, cosa alguna. Ni pido perdón por los arrebatos o las impertinencias per se. No puedo renegar de mis vísceras ni de mis entrañas. No puedo ahogarme en la noción de que "debí haber sido prudente" cuando no lo fui. Pido perdón a la musa y a la cara -carísima- factura que le significó serlo. Pido perdón a su piel y a sus tripas. Pido perdón a sus ojos -probablemente tan bellos como el musismo lo requiere- por no haber pintádola bien, en primera, o por haberle arrebatado demasiada belleza platónica, en segunda. Pido perdón por cualquier ridículo que no haya sido el mío. Pido perdón por no entender, en determinado momento, que no todos viven en mi propio timing y por creer estúpidamente que lo hacían. Pido perdón por los besos dados o no dados, a tiempo o a destiempo. Y pido perdón por lo que venga. Pues ya sé que aunque hoy me quedan claras muchas cosas, también estoy conciente de que asumir avances implica recibir nuevos riesgos. Y que por eso el último amor y la última musa (o ambos, cuando aplica), es siempre el más difícil. El más desgastante. El más tremebundo.

Porque, como diría Vito Corleone o los mismísimos Sopranos, "Once when I thought I was out, they pulled me back in".




Y seguramente, muy a pesar de mí, volveré a equivocarme. Y perdón por eso, también.


Salud.

marzo 10, 2009

Reminder

Sobre el último hálito de mi padre extinto, creí jurar.

Pensaba entonces, bajo las pestañas de un casi niño de 20 años, cómo es que odiar cualquier cosa no tiene mayor sentido.

Juraba, sobre el cuerpo yermo de un padre agonizante -el mío- que no malgastaría otro minuto odiando cual si hubiera una oportunidad de repetirlo todo.


Sobra decir que mis promesas se esfumaron tan pronto como la memoria. Volví a odiar -sí- y volví también a jurar sobre otros cuerpos igualmente yermos.

Me confieso estúpido y repetitivo. Memorioso pero igualmente falaz.


No sé a dónde me llevará la vida. Rectifico: Sí sé. Terminaré muriendo. Yermo o súbito. Tácito o cínico. Muerto, al fin y al cabo.

Hay días que imagino cómo será el último aliento. Hay días, también, en que no me doy tiempo.

Acontezco. Luego la memoria me asalta.

Recuerdo que es fútil odiar, tomarse en serio, respirar.


Hay tantos perdones que quisiera pedir.


Y tantos otros que ya no me acuerdo...


Prosigamos, pues: Ya sabemos que morir es lo único cierto.