La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

abril 29, 2008

Vuelta en U.

Ya se hizo muy tarde. El lodo corporativo hasta el cogote, la prostitución permanente de las ideas, el inequívoco acercamiento a los treinta años y la gente -las hermanas, los perros, los cachorros o quienes queden- todos peleando por una vida que no existe. Nada es en serio cuando te percatas de que la muerte sí es inminente.

Así que señores, señoritas: Golpe de timón. No más telenovela del canal dos. ¿Es necesario sufrir para sentir la vida? La intensidad también puede guardarse en el vientre de la mujercita más católica de su cuadra. La fortaleza puede estar bien escondida en un hombre de cristal. El mundo y sus apariencias me tienen, oficialmente, sin cuidado.


Así que adiós a mi trabajo corporativo. Adiós a las dádivas que pretendo seguirle dando al sistema, y sobre todo adiós a mi hermanita, la que se volvió loca de un día para otro, y que me dejó varado sin saber pa dónde hacerme.

Y ni siquiera se podría llamar traición, porque para traicionar algo tendrías que haber creído en ello.


Ciao silla, ciao lámpara, ciao protocolo y etiqueta. A la chingada con todo. Si me buscan estaré aprendiendo a cocinar pan y terminando mis deberes literarios.


El recreo comienza en ocho meses. Espérate a que suene la campana.

abril 25, 2008

Política y fruslerías.

Que encontrarán aquí. Nada más qué decir.


Salvo gracias, pinche perro laico. Chingón comentario. ¿Ya invítame a tu blog, no, cabrón?


Salud.

abril 16, 2008

Una vaca voladora.

Soy una vaca voladora. O, mejor dicho, un buey volador. Porque siempre existe esa extraña disyuntiva entre lo fácil y lo difícil. Y porque la gente siempre suele equiparar lo fácil a lo bueno y lo difícil a lo intolerable. Entonces, siguiendo ese tren de pensamiento, reparo en las muchas veces que se me ha señalado como una persona difícil de leer, cerrada, intransigente y misteriosa. Alguien de quien no se sabe lo que siente, aunque se sepa lo que piensa. Y llegado ese punto me decido a romper violentamente ese ridículo caparazón de seda intelectual que todo lo enturbia, para que entonces brote desde mí ese pequeño gran monstruo volador, variopinto en blanco y negro, con orejas peludas y pezuñas mal cortadas, y que mugiendo sobre el cielo en turno, cante escandalosamente su sinfonía de incoherencias musicales sobre los grises prados de la ciudad más turbia del aire.

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Ya luego me agito, vaca que revolotea sobre los patios y las azoteas, y principalmente en la delegación Cuauhtémoc, quizás porque le gustan sus casas antiguas y sus vecindades llenas de historias y de amores y de rabias. Vaca muda a ratos y luego mugiente al punto de la irresponsabilidad. Volando bajo, gritando alto, cagando fuerte y a inefables toneladas, pues no tiene miedo de que la miren volar, o que le digan vaca, o que le llamen buey, o que el mismísimo hecho de atravesar -a vuelo desparpajado- y en mitad de la ciudad, produzca en los testigos el más cruel de los brotes de locura que un hombre sin esperanzas pueda tener.

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Esta calidad de mamífero volador me ha proporcionado innumerables problemas e incontables excusas. Lo primero por razones obvias: Nadie entiende a los mamíferos que vuelan y la gente que no entiende suele ponerse intolerante y acusatoria. Lo segundo por fortuna: y es que vale más haber dicho lo dicho, en pleno vuelo y a tambor mugiente, que resguardarlo paranóicamente en esa valija llena de preguntas que uno suele llevarse hasta la muerte. Preferí, y prefiero, pues, volar como una vaca digna de sus trayectorias, a quedarme en tierra firme y anclado como un poste de teléfonos, sin otro propósito que el de hacer colgar de mí los cables y las comunicaciones que otros tienen para otros otros. Complejo pero simple: Más vale vaca en el cielo, que mudo en el asfalto.

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Una más de las virtudes de nosotros y nosotras, las vacas voladoras, es que los tibios suelen alejarse inmediatamente de nuestro tráfico aereo. Sobajados e indignados por nuestra falta de pudor, y luego de arremeter con palos, balas y resorteras que jamás alcanzan la altura de nuestras travesías, terminan por hundirse en sus covachas y sus propios e insulsos molinos de viento. Padrotes, vividores, guarros y mediastintas: Todos toman su lado de la trinchera cuando en el medio de un embotellamiento en el periférico, nosotras las vacas sencillamente abandonamos nuestros cuerpos materiales y ocupamos nuestras astronaves lácteas para atravesar el ruido y la desesperación que a todos los demás aturde. Una puerta se abre, otra se cierra, y en mitad del cielo nos sentamos a jugar una partida de poker, ajedrez, twister o sencillamente a beber una copa y conversar enfurruñados sobre cualquier nube. Por debajo de nosotros respira agitadamente un mundo de agrios vendedores de sus vidas que envidiosos levantan la vista, nos miran mirarlos, y luego reparan de vuelta en el horizonte o en los neumáticos del afligido que tienen enfrente. Y con el placer que invoca el mirarlos de reojo, nuestra "vacanal" aérea sigue su camino. Ay, pobrecillos. Si tan sólo supieran volar sin temor a ser vacas.
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Pero no todo es tan sencillo para nuestro gremio vacuno y volador: Y es que el amor es igual de ruin con quienes vuelan disfrazados de astronautas, como con aquellos que no requerimos de trajes espaciales o mascarillas de oxígeno para recobrar el sentido. Pues entre vacas opera un tácito e implícito voto que a pesar de hacernos fuertes, nos segrega: Somos hermandad y como hermandad vivimos siempre con las ubres por delante. Nunca entre vacas nos otorgamos el confort de amarnos de forma monogámica, y nunca una vaca podrá ser dueña de otra vaca. Pastores y moluscos hacen fila en los andamios que el sindicato tiene ya dispuestos desde tiempos inmemoriales. Y es responsabilidad de cada vaca el encontrar su designio propio, tal como lo es el aprender a amar a quienes no necesariamente son vacas, aunque también vuelen.

Y en ese punto es donde ocurren siempre las tragedias. Cada vez que miras al cielo y ves a una vaca desplomarse súbitamente de entre las nubes, es porque se ha enamorado de algún prado o de alguna pavura que se ha convertido en su motivo. Y así es como a diario suceden dichas tragedias: vacas mueren y matan, caen y provocan maremotos, duelen o son dolidas por otros, pero -definitivamente- abandonan el cielo. Y es que no todos los hombres son de carne, ni todas las tardes se puede aprender a flotar libremente.

Pero, más difícil aún, muy pocas veces en la historia ha podido registrarse fehacientemente el hecho de que una vaca voladora, por muy grande, muy ruidosa o muy despierta, haya aprendido a dejar de volar, o a dejar de quererlo. Y en ese punto, hombres, guiñapos y vacas somos todos iguales: Bajo una libertad que es solo una. Encerrados en nuestro propósito y en nuestras posibilidades. Seguros de saber volar, pero inciertos sobre si el mundo ofrece, todas las veces, una real y acolchonada pista de aterrizaje.