La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

septiembre 16, 2014

Los ojos de los niños

Para N. que lo es todo


Cada vez que miraba los ojos de los niños, pensaba en personas resplandecientes. No le importaban ni su excesiva euforia ni su atención tan voluble como las nubes. Le intrigaba lograr verse en esos mismos ojos que miraba. A veces lo conseguía: con niños más bien danzarines y preguntones. Pero con aquellos que ya asomaban las raíces de la melancolía, le costaba mucho más trabajo. ¿Y es que acaso el tránsito entre la infancia y el olvido pasaba –precisamente—por perder la cualidad danzarina del asombro? ¿Y si la razón por la que los adultos ya no le intrigaban tanto era la misma por la que se sentía tan perdido y en añoranza de la magia que él mismo había perdido hasta ese día?

Nunca supo la respuesta a tales preguntas.

“Nadie la sabe” –se consolaba con disciplinada constancia—

Pero no lo sabía de cierto. No era rotunda esa noción ni tampoco pesaba como un yunque de plomo esa convencida resignación que lo alejaba de su propia capacidad para abrazar las delicias. Ya no tenía esos ojos de niño –y eso sí que lo sabía bien- ni tampoco era capaz de convencerse de que ese camellón en la calle monólogo que hoy le suponía Amsterdam, era un bosque profuso y encantado por hechizos tan diversos como los incontables olores que solamente los perros que por ahí transitaban a diario –atados o no, salvajes o no, domésticos o no tanto- sabían con total certeza:  Ya no eran suyos ni los olores ni los ojos. Ya no era suyo nada sino un profundo vacío incapaz de delirar sin sentir pudor o maravillarse sin sentirse estúpido.

Pero entonces la diosa ironía caminaba en círculos concéntricos junto a él, sobre esa misma calle, y le recordaba que un hipódromo no hace carrera, ni que por el simple hecho de repetir la operación se perfeccionaban los resultados en la vida.

Mientras tanto, él paladeaba el recuerdo de cómo cada vez que abordaba ese camellón, cuando niño, lo hacía de un modo distinto. Sin importar lo que hubiese alrededor suyo: fueran las jacarandas vanidosas que asomaban sus ojos en los albores de marzo o abril, o los bares y restaurantes que nacían, crecían se multiplicaban y morían debajo de sus flores purpúreas. Todo era nuevo, todo el tiempo. Todo era una epopeya en cuanto la puerta de casa se abría, y de la mano de papá o mamá o nadie –preferentemente— comenzaba la circunnavegación terrestre una tarde después de la otra.

Ni siquiera cuando estuvo bien entrado en sus otoños logró dejar de extrañar el tiempo en que las estaciones eran prescindibles, delicadas o sólo imperceptibles y absurdas. Amanecer y atardecer eran simplemente un desparramado jugo de naranjas y moras que se confundía dentro del cielo agrietado de una ciudad desconocida. El presente era perpetuo y todo –TODO- era tan eterno como el próximo juego.

Ojalá sólo hubiera sido eso lo que le laceraba en forma de misterio y duda. Ojalá que nunca hubiera sentido que haber gozado era un peso inerte de otros días. Días que -como un tormento- lo obligaban a querer volver a cierta embriaguez inocente que tuvo -había tenido- su propósito y sentido sólo cuando era un niño, y nunca más.

De haber sido así, quizás habría logrado jugar a ser el mismo todo el tiempo que fuera necesario para –en Fantasía- arañar entonces la felicidad y arrancarle esas tiritas de certidumbre que tanto le satisfacían cuando viejo.

En el invierno de la vida, todas las epifanías llegan mientras se caga, se come, se fornica o se duerme. Y como tantas veces sucede que muchas (o todas) esas antiguas aventuras se practican bajo el tempo de la automatización y la prisa, él dirigió sus baterías a descubrir un momento incapaz de ser asido: ¿Cuándo es que se abandona la mirada de la sorpresa para adoptar entonces la de la aceptación social? ¿Cuándo se deja de ser niño para entonces jugar el juego de desear o ser deseados? ¿Cuándo se intercambia la felicidad por el dinero, la vida por el trabajo y la libertad por el yugo de los hábitos?

Todos esos años que dedicó a la cartografía de la desilusión resultaron tan estériles como las montañas que no llevan dentro el magma de la mutación. Nunca supo recordar el momento preciso que lo llevó de la absorta y funámbula infancia a la desorientada-mas-luego-convencida madurez (y que mientras moría también le olía como a una forma muy sutil de putrefacción y resignada rendición).

El mapa de los días que logró trazar bajo toda esa lluvia de alfileres y semillas podría –quizás, tal vez- ser de científico interés para algunos de los más connotados criptógrafos del ahora.

Se asemeja al dibujo que sigue:




Sin embargo, acreditados grafólogos han desistido de toda decodificación de semejantes trazos puesto que no ofrecen origen visible como tampoco destino palpable. Y a estas personas les repugnan las ideas caóticas tanto como las grafías que no parecen apuntar a ningún lado.

Podría argumentarse que su vida fue un desperdicio. Una eterna persecución del fantasma de tiempos mejores que nunca fueron en realidad. La perpetua percepción de purezas perennes que poco parecerían posibles.

Un sinfín de pes.

Una apología a la nostalgia que se resiste a ser melancolía pero que sucumbe a la resignación.

Un abuelo más: convencido de que su primer fantasía es la única que vale y que por tanto declara una guerra absurda contra todas las fascinaciones venideras para quedarse con ninguna.



En el reloj del invierno, las manecillas marcaron las diez menos setenta y ocho años. Los más complacientes dirán que vivió lo suficiente.

Pero él, mientras moría, supo que muchas cosas vendrían después de su fallecimiento. Todas ajenas. Todas sin él. Todas lejanas a involucrarle.


Pero muchas. 

Muchas al fin: Como las flores en el camellón.


"De poder olerlas ahora mismo -se dijo