La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

agosto 06, 2011

No hay tal lugar: Desvariaciones sobre la utopía.

Algunas personas no entienden cómo es que alguien puede pasarlo muy bien cuando se sienta en la esquina de la vida y mira a la gente bailar-cantar-gozar, "a grito pelado". Esa es la razón fudamental por la que bichos raros como yo somos siempre acorralados y apuntados con el dedo en las fiestas. Desde las infantiles hasta las neo-adolescentes: "¿Pero es que Rigofredito no baila o por qué es que se la pasa ahí "milando como el chinito"? ¿Es que está triste o qué le pasa?

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Bueno, pues no. Breaking news: No siempre que Rigofredito coloca su culo en la silla de la esquina y se pone a pensar, es que Rigofredito anda triste. Menos cuando Rigofredito canta "jondamente" las mismas rolas que esos implacables jueces de Rigofredito andan bailando, y además lo hace sonrientemente. Es nomás, acaso, que Rigofredito no quiere o no sabe bailar. O que Rigofredito prefiere cantar (antagonista perenne del mariachi loco, que quiere bailar) y sin embargo, se la está pasando muy bien. Y ya vendría siendo hora de que todos dejemos en paz a Rigofredito: Si de verdad estuviese sufriendo irremediablemente, seguro que ya estaría en su casa o se habría abierto las venas en esa, su sillita de la esquina. Pero no: la realidad es que contemplar y envidiar silenciosamente la simpleza latente en la felicidad de otros, no siempre es un signo de amargura ni tampoco un voyeurismo pusilánime. ¿Qué no la belleza 'is in the eye of the beholder'? Pues bueno, bellos, ustedes déjense mirar que si no aquí nadie documenta un carajo para la posteridad...

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Varias veces estuve a punto de poner "Rigobertito" en lugar de "Rigofredito" en el párrafo anterior. Y -evidentemente- también podría poner "yo" en lugar de todo eso. Y no es que se me halle SIEMPRE en la silla de la esquina. Algún tiempo quizás sí, quizás era esa contemplación mi única forma de incorporarme a los rituales de felicidad de los otros. Algún tiempo, quizás, me sentía absolutamente imposibilitado -ya por pudor o por narcisismo- para levantarme de la silla y colaborar con el frenesí de los brincoteos. Hoy, francamente, puedo hacer lo que me plazca. Hay días que las ganas me obligan a levantarme desde temprana hora de la susodicha silla, y entonces nadie documenta pero todos gozamos por igual. Otros días, sin embargo, y quizás los más melalcohólicos de todos, prefiero mirar en pequeñas dosis, y luego ponerme a pensar. O a desear. O las dos cosas al mismo tiempo. Da igual, pues no es receta. (Las recetas, dijo Lu esta tarde, son incapaces de documentar lo espontáneo o lo fortuito. No se puede hacer otra cosa que asentir ante esa implacable verdad, y luego callar o ponerse a bailar, o todo lo contrario).

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Han sido días raros, estos últimos. Me he puesto a leer estas cosas que llevo escribiendo desde hace siete años, y honestamente no me reconozco en muchas partes. Más allá de la crítica atroz que siempre hago de mí mismo, el problema aquí no es de forma, sino de fondo. Es esto de no "escucharse" en la propia voz. Revivirla con la mente, pero sentirla ajena, de todos modos. Y así es como me siento hoy, y me sentí ayer, o me sentí ayer noche en mi silla de marca Rigofredito. Sorprendido quizás de algunas líneas, de algunos párrafos, de algunos momentos muy reconocibles de todo ello, pero -sobre todo- sorprendido de lo mucho que uno va cambiando bajo el caudal de los días y el flujo impostergable del tiempo: ¿De verdad ese soy yo? ¿De verdad apenas han pasado tan pocos años? ¿Será que esos pocos años en realidad son muchos?

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De vuelta en 2004 o 2005, recuerdo bien lo que pensaba -ideológicamente hablando- de estos ejercicios de exhibicionismo semántico que resultan ser los blogs (y hoy los tuiters más lo que se acumule en la semana). Me decía a mí mismo que estas cosas tendrían que funcionar como espejos en algún momento. Como lugares de la mente que se quedaban trazados -mal o bien- encima del tiempo. Y no me equivocaba ni tantito.

Sin embargo, nunca preví lo inmensamente distinto que me sentiría en tan poco rato. Imaginaba escenarios mucho más longevos: Leer tus tonterías entrando a la tercera edad -tal vez- y sintiendo una suerte de empatía y ternura por ese personaje que eras apenas entrado en los veinte. Craso error. Ni tan longeva la lectura, ni tan empática la interpretación, ni tan entrado en los nada como hubiera querido: Simplemente resulta igual a leer algo que escribe OTRA persona. Y aunque si bien se dice que científicamente se cambia enteramente de células cada siete años y que -en términos prácticos- se es otra persona, yo hasta hace muy poco pensaba que esas eran exageraciones y que "en el core, en el núcleo de la personalidad (o del alma, si se prefería) la gente seguía siendo siempre la misma". Y no es tanto así. Al menos, no para mí.

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Van casi siete años desde que inicié este ejercicio. No importa si mi lectura de ese espacio temporal es cualitativa o cuantitativa. Me queda claro que -también- año con año escribí menos hasta llegar a los puntos de incipiente compromiso que caracterizan a los últimos tiempos de este blog. Pero no es "lo tupido, sino lo duro", debo decir. Hace seis años quizás escribía toneladas de epifanías desechables cada semana, todas ellas medianamente homogéneas. Hoy tal vez escribo tres por año, y sin embargo, cada una más heterogénea que la otra y absolutamente alejada de aquellas originales de entonces. Y no es que se trate de una sensación de "total pérdida de sentido" la que me aturde ahora, aun cuando bien podría describirla así, sino de un terror fundamentadísimo de sentirme tan distinto a mí mismo. Eso es lo que me inquieta. Eso es lo que me coloca en mi propia silla en el rincón, y dispuesto a mirarme hacer lo que antes ocurría sin que la voluntad interviniese siquiera.


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Me queda claro que este ya es un texto muy largo. Y que muy probablemente nadie lo habrá leído hasta aquí y que sin duda me lo estoy escribiendo mucho más a mí mismo que a esa fantasía de otredad a quien le escribía hace siete años. Importa un carajo, en verdad. Tengo que admitir lo distinto que me siento a mí. Y sin embargo, tengo que admitir también lo parecido que me sigo sintiendo a algunas obsoletas entelequias que me escribí unas cuantas veces, yo solito: "El amor es el trayecto". Esa la primera y que sigue siendo única e indivisible en mi vida. "Cortadita de papel": La segunda y quizás la más importante de todas. La que admite que el dolor propio, por más pendejo y pusilánime, siempre duele más que todo el dolor ajeno que las palabras permitan o no permitan imaginar. "Laberintos", por último: La terrorífica noción de que hay cosas que sólo haciéndolas ocurren, por más que las pensemos o nos empeñemos en decirlas poéticamente o con chilaquiles encima.

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Hace unos días discutía con alguien respecto a la pertinencia del ciberactivismo, o de las palabras, vaya, por encima de las acciones. Él me decía que las palabras siempre son pertinentes y las reflexiones siempre son válidas y se agradecen. Tengo que estar de acuerdo, pero también en desacuerdo. Pues si bien atesoro todo aquello que nos mueva a cuestionarnos y a sentirnos en duda -como buen admirador de Descartes- también me queda claro que el capitalismo y la globalización mediática tienen un propósito maquiavélico y subyacente: El de perdernos en laberintos ajenos. El de fragmentar la retórica para hacerla aparentar mejor y más útil de lo que verdaderamente es. El de marearnos a punta de sueños y utopías. Posibilidades y entelequias. El lenguaje operando en contra de la evolución, irónicamente. Aquello que nos trajo hasta aquí, será también lo que nos hunda en las infinitas posibilidades del momento que no ha de llegar. La u-topía. Etimológicamente: no hay tal lugar. Y de veras, chavos, no lo hay.

Ni siquiera dentro de lo que uno creería que es -precisamente- uno mismo.


Snif.