Tener un blog es casi como dirigir un zoológico de sandeces. Domesticar las ganas de desgañitarse contra algo, o de verdad hacerlo. Decir tímidamente lo que debiera gritarse hasta el punto de que brotasen pelos de los propios dientes. Tener un blog es un acto de constricción. Y al mismo tiempo es esculpir una hermosa basinica. Abandonarse ante el margen de error. Dudar de los meteorólogos. Escribir cualquier escupitajo insulso justo en el centro del mar de la sordera. Dudar de uno mismo. Créerse cualquier cosa. Oscilar. Oscilar en público. Desnudarse al compás del aplauso o el estupor agreste de cualquier multitud. Renunciar al pudor de no ser siempre incólume y certero. Trastabillar sonriendo. Tropezarse sin sentir verguenza de agitar los brazos en busca de equilibrio. Arrepentirse sin remedio viable. Vivir en voz alta.
Tomemos un simple ejemplo: En mi última oleada de espontaneidades blogueras, me percataba en público sobre mi afición por el olvido. Discernia toda una serie de sincronicidades: etílicas, sí, pero no por ello menos ciertas. Libros y cuentos y música y continuidades imaginarias, una tras otra, todas y cada una, hambrientas o saciadas de olvido. Olvidar siempre conviene. Olvidar reinventa. Permite. Nos devuelve a un principio casi siempre pulcro. Prepara el terreno de los recomienzos comodinos. Expía de toda culpa. Redunda siempre en lo posible y no en lo inconcluso. Asciende.
Pero luego sobrevinieron las consecuencias. Me olvidé de lo olvidado. Dejé mi blog. Dejé mi ascensión y mi proceso optimista. Persistí en lo cómodamente grisaceo que es no decir nada. Abracé mi propio exilio-no-exilio. Olvidado lo olvidado, siempre hay chance para rehacerlo todo. Y lo intenté. Y fracasé de nuevo. No sé cómo es que me topé con mis propias palabras (quisiera no, quisiera sí), pero lo cierto es que a pesar de toda convicción, retorné sin remedio a mis embrollos. Hasta las propias metahistorias tienen cupo limitado: No se puede olvidar que se olvidó lo olvidado. El pleonasmo se cristaliza, inmisericorde, y cobra la forma de un recordatorio acuchillante y perpetuo. Cero chances. Bienvenido a la repetición.
Otra vuelta de esas tuercas que no ceden tregua. Respira: Es hora de condenarse.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
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