La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

diciembre 29, 2007

Inocente palomita...

Y habría que mantener la prosa en un nivel ecuánime, dicen algunos.

Habría que hacerla parecer palabra plena, todo el tiempo.

Y habría que hacerle simular -cuando menos- un cierto nivel de autoentendimiento. De autoreferencialidad. De autocrítica autoinmune y autofrágil como autoendeble y como autocierta.

Habría que danzar -siempre simulando, aunque ni de lejos se sepa danzar ni tampoco otra cosa- (otra cosa parecida a simular).

Y habría que entonces

acaecer mirando.
***

Habría que describir y que narrar.

Habría que contener esa imberbe prosa en algún nivel serio y -por ello- algo apesadumbrado.

Habría que saber cómo es que si uno se suelta, junto con uno se van los cabales narradores y todas sus lindas intencionalidades.

Habría que escribirlo todo. Aunque fuera bajo riendas capaces de ser circunscritas, en oposición a ser escritas por el caos de toda vorágine -emocional casi siempre- y que nos deja, regularmente, confrotados -ojo frente a ojo- contra toda esa frágil marea que supone ser lo que nunca quisimos saber.

***

Habría que saber escribir una prosa que
aunque se sabe (y lo sabe)
siguiera siendo tenue.

Deletrear sobre el lienzo y sobre la amargura -sí-
aunque siempre enteros al final del llano.

Vanos, adustos, certeros, cobardes nombres para nuestras suturas: Sí. Perplejos. Pendejos.

Tercos e iracundos corralitos imperfectos.

Habría que poder ser manojos que amasijan
esos mansos y esos turbios y esos estúpidos días añejos
que a nuestro lado reposan,
florecen, atiborran,
y hasta encienden las nuestras
las esas,
lacónicas llamaradas de simios viejos.
***

Habría que saber escribir cómo es que nos dan los buenos días: Buenos días.
Y cómo nos dan las buenas tardes: Buenas tardes.
Y cómo se permiten -incluso- otorgarnos unas buenas noches: Buenas noches.

***
Y habría que saber narrar cómo es que luego se marchan sin nosotros.
(Sin los cerdos, sin los viejos, sin los tibios e incólumes maltrechos).

Y cómo nunca miran atrás. Ni detrás del hombro. Ni nada más.

***

Sí. Qué lindo sería escribirlo todo bajo la métrica sencilla de tener o no tener. Qué fácil dividirlo todo entre la sed y la saciedad, entre la asfixia y la bocanada de súbito aire. Aunque nomás no.

Cierta marejada que no escogiste siempre aparece -insulsa y simple- revoloteando por debajo de la pelea. Cierto momento te escoge a ti, en oposición a ese tú que podría escogerlo en otro punto de la esfera.

Sucedes. De lejos y de cerca. Y eres. Y luego rezongas y te revuelcas contra lo que eres.

***

Tu prosa permuta, transmuta, disfruta. Ya no se vuelca sobre un molde semitibio o semifrío. Ya no se esmera por mentir o por ser pesebre.

Te das los buenos días: Buenos días. Y quizás las buenas tardes: Buenas tardes.


Lo demás es misterio. Y bajo su capa te cobijas -aun si muerto- da lo mismo. Pues esta es la hora de callar como es la hora del abismo. Buenas noches -le dices- y te lanzas tras tus notas en silencio. Da lo mismo.
***

Otro día será, sin duda, tal y como otro serás tú mismo.

***



Inocente palomita, que te dejaste engañar...

diciembre 19, 2007

Tres años (Gulp)

Todo esto empezó un día que suponía ser de cierto diciembre. Un día terrible. Un día asqueroso y tremendo. Un día de soledad malograda. Un día de podredumbre manifiesta. Un mal día, dejémoslo así. Un muy mal día.

Y tal como el mismísimo nombre de este post lo dice: Son tres años.

Y de tres años tengo que hablar. Tres años que son -y parecen- muchos más.

Tal como los que siempre me calculan por arriba de mis verdaderos años.

Treinta y cinco. Treinta y nueve. Treinta y cuatro, más dos de garantía. Tres años, cumple este blog. Y tres años yo me propongo describir.

***

Empezó todo como un escape para cierto dolor. Un dolor horrendo y sin palabras. Unas ganas repugnantes para sacar lo mal habido. Un estiércol del 2004. Ese 2004: El mismo del tsunami y de los adioses sin demora. El mismo del hasta nunca y el buenos días que vino después. El del dolor de la levedad. El de la levedad adolorida. Ese 2004 que ya se ve tan lejano como su padecimiento.

***

Vino Tijuana como una cura. Una cura con sabor a Tijuana. Tijuana, la vendehuevos. Tijuana, la inescrutable. Luego la franca buena onda de Mónica y de Manuel. Los ojos de Judith, la música del Zacas. Tijuana, mi amor. Me enamoré por siempre de Tijuana, desde entonces. Y ya la he vuelto a visitar. Y ya la volveré.

Tijuana es noble: Siempre me guarda una sorpresa.


***

Y aunque el dolor siguió, la cura me vino muy bien. Casi perpleja. Casi sabia.

Volví a un hogar que no era mío, y besé unas carnes que no me esperaban. Me mantuve firme ante los arrebatos y los oleajes de las playas tijuanenses, chaqueteras y grandiosas, para que el mundo luego me mostrase misericordia.

Y la tuve. La retuve. Tanto, que ese fue un primer año de blog y un primer año de historias. Un ejercicio que se volvió adictivo, un amasijo de palabras que -de repente- ya tenían escucha. Y dije, e hice, tuve y mantuve, supe y olvidé. Gocé de mi maremoto como nadie. Me volví adicto del ejercicio, al punto que -tres años después- lo sigo practicando. Sin lectores, con lectores. Despreocupado. Tijuana fue el gran destapón, y desde Tijuana mi vida cambió de una vez por todas.

***

Y llegó el año siguiente, y me tuve que inventar una nueva historia. Poco a poco. Sin prisas y sin malas palabras.

Segundo año me trajo amor. El amor de alguien que amé mucho. Alguien que me mantuvo vivo por largos meses, a pesar de su propia necedad. Y amé y amé, y dije y dije, y luego llegó alguien más, y con todo y mi estupidez, seguí amando. Y luego vino la traición, y seguí amando igual. Y luego la calma. Y seguí amando también. Y luego, las historias inesperadas, y seguí amando y mamando y ejercitando mi necedad de la peor y más autocomplaciente forma. Y luego me sorprendí de aquel nombre que nació el primer año. Autocomplaciente. Sí. Ahora lo entendía más que nunca.

***

Amé mucho aquel segundo año. Pero tampoco demasiado. Lo suficiente nada más, aunque me costara la vida. Tal y como me costó al final del día.


***

Ahora hablaré de tercer año.

Tercer año ha sido raro. No puedo ni siquiera etiquetarlo. No puedo ni ponerle nombre. Raro es para todo lo que tengo.

Raro es para lo que me alcanzan los dichos.

***

Y raro ha seguido: Frugal en la primavera, caluroso mientras el verano, y luego seco y frío. Seco y frío el otoño del tercer año. O casi. Quién sabe.

Eso sí: no siempre. Siempre hay un invierno que nos plaga de sorpresas.

***

Yno me quejo. Hoy sé lo que digo, digo lo que sé. Y cuando no lo digo, o no lo sé, me lo callo.

Finalmente aprendí a hacerlo.
Amar el silencio.

Lección número 1.

***

Y así como -según yo- vivo y aprendo, llega una orquídea desparpajada e irredenta.

Y me saluda, me da un beso en los morros y luego, tranquilita, me pregunta (sin preguntar):

¿Habría que demostrar nuestro bien-estar?

¿Habría que evidenciar la estupidez de los muchos otros que viven -con toda calma- sobre el colchón idiota que tal imbecilidad deja reposar por encima de sí misma?

¿Tendríamos que caminar esos siete pasos, y hacerles saber cuán pendejos están por creer ciegamente en lo que sea?

¿Podríamos vivir de mejor y más frugal manera si sólo abrazáramos el silencio?

¿Callarnos y pernoctar es tan válido como el perpetuo detestamiento?

***

Ah, balanza traicionera. Porque la vida siempre es f(x). Y no sólo f(x). Es más: La vida es todavía más cabrona. Es más un f(x) + f(y). Y no sólo eso. Es todavía más cabrona. Es aún más un f(x) + f(y) * f(z)= f(xyz).

Es decir:

Un yo que se levanta como lo levante el día, más un otro que se levanta como lo ha levantado el día, multiplicado por la resultante de una historia que entre uno y otro se cuentan o se saben -ambos- en las entrañas de ese mismísimo día.

Ergo, odiar no sirve de nada. Y amar tampoco. Y situarse en el medio (ese justo e irreal medio de la igualmente irreal balanza (y que resulta tan cómodo y tan falaz) tampoco es postura veraz o verosímil.

Tomar partido es siempre una equivocación. Pero -sin duda- es peor equivocación el pretender no tomarlo. El asumirse imparcial, seco, tibio y quizás inmortal: Porque ahí, sobre el vértice, en mitad del puente, entre un extremo y el otro, el impávido siempre muere sin saber lo que es morder o ser mordido. Y convencido de su ecuanimidad, termina siendo maldito por la falta de hallazgos que supone la fragilísima objetividad que siempre pretende. Y tibio es, como tibio se muere.


Y cuando la vida se presenta, otra vez, lo despoja de toda razón.

***

Sí, guapita, la vida es como Fidel Castro. La realidad también. Ambas cenan, y se van. Todas cenan, y -chin- luego se van.

***
Cosa de uno es subirse o no subirse en ese tren. Como también cosa de uno es pagar o desdeñar -luego- las invariables consecuencias.

***

Pero qué fortuna (me digo). Tu camino alrededor de la cuadra sigue su rumbo. Y cada vez te enteras de más. Y cada vez te sigo esperando, mientras transito -al mismo tiempo- sobre el mío.

***

Acá estoy: no te azotes: Mañana es mañana, y en los próximos 15 minutos lo desciframos. O no. O quién sabe. Pero no hay mayor problema.


De 15 en 15 nos vamos. Y que vengan:


Bring them on!



Salud. Y "felices" tres años para esta chingadera de blog. Con todo y las huestes de asqueados que a diario chingan y lo desprecian.


Who cares.

Este lugar inhóspito me sirve pa saber de mí,

y con eso me basta hasta la próxima luna llena.



Salud.

diciembre 11, 2007

Ú-ne-te a los op-ti-mis-tas. Y a Huit-zi-lo-poch-tli y a Tez-ca-tli-po-ca....( Y si no, ¡Qué poca güey!)

Hace apenas pocos días que no escribo en este espacio. Aun cuando quiero escribir acerca de pincherremil cosas.

Pero la vida me retiene. Dispone de mí.

Y entonces, claudico a mi supuestas epifanías (desechables). Y luego encuentro las palabras ya dichas.

Y luego las pongo.

Punto y aparte.

Silencio...





Hurt (Reznor/Cash)


I hurt myself today,
to see if I still feel.
I focus on the pain,
the only thing that's real.


The needle tears a hole,
the old familiar sting.
Try to kill it all away,
but I remember
everything:


What have I become?
My sweetest friend.
Everyone I know,
goes away, in the end.

And you could have it all,
my empire of dirt.
I will let you down,
I will make you hurt.

If I could start again
a million miles away:
I would kill myself.

I wear this crown of shit,
upon my liar's chair.
Full of broken thoughts,
I cannot repair.

Beneath the stains of time,
the feelings disappear.
You are someone else.
I am still right here.

What have i become?
My sweetest friend.
Everyone i know
goes away

in the end.

And you could have it all,
my empire of dirt.
I would let you down,
I would make you hurt.

If I could start again
a million miles away:
I would kill myself.

XXX


Sin más que decir, mejor me callo.

noviembre 28, 2007

El perfume agridulce del terror.

Porque no hay terror más horrorífico que el de morirse sobre el tintero. Morirse pequeñamente, como en el amor, como en el orgasmo, o morirse largo y absoluto, como cuando se acaba la historia y la vida sigue (¿sigue?) en el mundo de los otros.

Desde niño me ha intrigado terriblemente el asunto de la otredad y -de paso- el asunto de las palabras. ¿Cómo saber si mi rojo es el rojo del otro? ¿Cómo saber si mi azul, es el azul del mundo o el mismo que las fotografías cuentan desde el mundo que se pinta desde la estratósfera? ¿Cómo comprender cualquier cosa acerca de ese "otro" sin ese idioma que -en algún punto de la evolución- se hiperdesarrolló hasta lo que hoy tenemos frente a nuestra vida diaria? El grito lejano del que vende tamales oaxaqueños, la grabación mundana que se repite y se repite sobre las ondas radiofónicas, el mensaje compuesto de un anuncio televisivo cruel y eficiente. ¿Cómo saber si ese rojo es mi rojo o el de otros? ¿Qué carajos importa, si la gente sigue comprando la roja cocacola y el azul vodka y la verde idea de que el mundo se está muriendo? Las palabras no han resuelto nada, pero sin duda cumplen su deber cuando se les paga y se les manipula lo suficiente. Como buenas y complacientes putas. Putas, putas palabras. Una epifanía desechable y desechada a lo pendejo.

Pero entonces me aburro absurdamente ante los jerarquizadores de la experiencia: Esos que suponen que sólo tal o cual manera de experimentar y expresar lo que se experimenta es mejor -o peor- en una escala que sólo ellos conocen. Esos que dicen que el amor (y no sólo lo dicen, sino que lo gritan: EL AMOOOOOR) no precisa palabras, y que además, las palabras no valen nada, y que todo lo importante puede ser transmitido sin ellas. Y todo esto te lo dicen usando lentas y rápidas, y suaves y duras, y tontas o -quizás- brillantes palabritas vestidas de lentejuelas y albedríos. Y luego se erigen y se erectan como líderes de la noche, y te traen de congal en congal hasta el punto en donde ya no pueden rebatir, pero sí deben irse para cumplir sus propias expectativas sexuales con alguna treintona que traían como parte del show, y que ahora reclama su parte del pastel.

Entonces llegamos al punto en el que las palabras son putas, sí, pero también lo único que hay para cruzar medianamente esa frontera que divide al uno del otro. Meretrices romanas para unos, ficheras insaciables y obesas para otro, aun cuando -en mitad del puente- resuelven diferencias irreconciliables entre mi rojo y el rojo del otro y del mundo. Prostitutas de la lógica y de la manipulación, tal vez, pero ladrillos o grandes bloques de concreto que construyen el entendimiento entre una gente y otra gente. Y entonces, en comunión sacra, les construímos un altar a las meretrices. María Magdalena levanta su corrupta mano derecha y pide la palabra: Y la palabra es ella. Se hace. Es el verbo. EL verbo. El que genera el mundo, el gran verbo génesis de todo y que -quizás entonces- no era tan prostituible como lo ha vuelto la industrialización y la modernidad.

Sin embargo, la cuestión que me incomodaba desde niño sigue siendo la misma. Sigo sin saber si mi rojo es tu rojo. El rojo del otro. El rojo de todos. Sigo igual de indefenso en la oscuridad de las palabras que tan fieramente me pretenden aliviar de mi miedo a morir sobre el tintero. Quizás porque ahora tengo más miedo que antes, quizás porque morir siempre ha sido igual de terrorífico, o quizás porque no sé si de verdad el mundo se acaba cuando me acabe yo. Cuando las luces se apaguen. When the music's over. Turn out the lights...

Puede parecer una inconsistencia: Las palabras, como sin duda saben que pienso casi todos los que me conocen hasta el tuétano, son -para mí- las más grandes putas al servicio del mejor postor, pastor, poeta o puritano, payaso o prestanombres. Las palabras han crecido, junto y gracias al hombre, y se han convertido en su desgracia y su fortuna. En su motor y su desazón. En su camino y en su retirada incondicional.

Pero eso -si el mundo de verdad proseguirá cuando me haya muerto, y todo esto no es una especie de simulador en tiempo real de una cierta realidad que cada vez es más endeble- no tiene la menor importancia. Tengo prisa y terror de congratularme o de no poder hacerlo. Quiero conocer a esos otros que tienen palabras tan distintas que en lugar de ser ficheras de la doctores, son geishas de algún fino burdel de Kyoto. Quiero comer esa comida, beber esos licores, oler esos sabores, y palpar esas vendimias. Quiero irme. Quiero irme pronto. Pero no del mundo, sólo de aquí. De donde ya todo está claro y es más que conocido. De aquí, de mi lugar de siempre.

En camino hacia otros lados, más resuelto que nunca y con más prisa de la que jamás me conocí. Pues no sé si mi vida tenga una cuenta más pequeña de la que daba por sentada. Ni tampoco si me alcance ese poco -o mucho- pedazo de tiempo, para encender una vela en el país de las maravillas.

Ni sé dónde está, ni cómo llegar. Sólo me queda claro que debo ir a dar una vuelta. Una vuelta alrededor de la cuadra.

¿Ves, guapita? No sólo eras tú. Era también una historia para mí. Es.


Así que, pase lo que pase, me voy pal monte buscando guayaba.


Que tenga sabor, que tenga vendo.


Salud.

noviembre 22, 2007

Súbitos reconocimientos (Epifanías desechables II)

Hay veces en las que, sin esperarlo, la vida sencillamente te reclama que te levantes y defiendas tu punto de vista. Puede tratarse de un momento vago en el que te encuentras con quien fue tu amor de hace 10 años, casi por casualidad -y aunque no creas en ella (la casualidad, no tu amor de entonces)- te dediques luego, con toda la paciencia y el cariño adeudado (ese que todavía guardabas en una pequeña cajita) a cerrar esas heridas que se habían quedado medio sangrantes cuando no tenías manera de zurcirlas y continuar tranquilamente con tu camino hacia la muerte.

Y así como esas, hay otras miles de formas. Por ejemplo años de dolor o por ejemplo, mejor, ciertos días en los que un pequeño guijarro -el mismo que alguna vez te causó terribles comezones- se atreve a mandarte un correo tan mustio e improbable, que sencillamente tienes que hacer una pequeña lista y aderezarla con un poco de tu verdad. Luego entonces, le dejas claro de dónde provenía todo tu desprecio, y le permites irse de tu corazón, suavemente y tal vez ataviado con todas esas pequeñas minucias verbales que has fraguado durante todo el tiempo en que te mantuviste en silencio. Y cuando ese silencio rompe en forma de una ola, tsunami narcisista y perfectamente perverso, escribes una carta sucinta y convincente, dejando claro todo, y no poniendo a un lado ninguna de las pequeñas cosas que te asediaron durante todo ese tiempo de mutis irresoluta. El resultado final: Catarsis absoluta aunque también absolutoria. Nada más que decir aparte de todo lo dicho. Y entonces respiras hondo, sonríes ante la débil respuesta, y continúas -irremediablemente- tu camino hacia la muerte.

Y en todas estas súbitas reconocencias, actos de bravura o de analidad expulsiva, o momentos nada metafóricos en los que ponemos ciertas cosas afuera y resolvemos (o tratamos de) lo que antaño parecía irresoluble, no hay un ápice de verdad involucrada. Al menos de esa verdad a la que el mundo parece colgarse y que debe, por obra y gracia del sí y solo si, ser absoluta. Pero que es una verdad amputada y parcial como la subjetividad. Un pedazo autocomplaciente de cada una de las nuestras verdades que operamos frente a lo que nos gusta o que nos duele. Sólo una reconstrucción que, sin embargo, duele. Después, tras del dolor, tras la condena, y más aún, tras la penitencia, todos proseguimos irremisiblemente ese: nuestro largo (o corto) camino hacia la muerte.

Pero esa es nuestra condena: No podemos quejarnos. La condena que supone ser alguien y no todos al mismo tiempo y -además- dentro de nuestra conciencia o nuestra voluntad. Es sencillamente la condena que supone la individualidad humana, la subjetividad epistemológica, el momento invariable que -a cada momento- vivimos (valga la r.). Es el cuadrilátero de nuestras vidas y que, para dolor de muchos, no resulta ser prime time ni mucho menos pay per view en ningún canal de TV que conozcamos en esta tierra (aunque podría decirse que la vida humana es sólo el simulador mediático de alguna otra civilización sobrehumana, pero esa es carne de otro matadero).

Lo real es que en el ring, sobre el ring, bajo el ring, todos somos iguales. Adoloridos de nuestras minucias, o "verdaderamente" adoloridos de aquello que es digno de llamarse dolor frente a los estándares del mundo. Cortadita de papel, creo que dije una vez. Siempre imbécil pero siempre -también- más dolorosa que todos los niños hambrientos que mueren ahora y ahora y ahora en alguna parte más desafortunada que seguro existe en el mundo. Y mientras, todos los demás, buscamos un buen analgésico o un buen antibiótico o una buena distracción. Y entonces, insólitamente, continuamos necios (ya que nada mejor podemos hacer) nuestro camino hacia la muerte.

Es por eso que no pretendo gran cosa. No pretendo decir lo que seduzca a mil musas, a menos que lo pretenda de verdad, y que conozca, por ende, a mil musas dignas de ser musas según mi propia cortadita de papel. Y no pretendo tampoco escaparme de la verdad (esa sí, absoluta) de mi propia muerte. Y mucho menos hacerlo a través de palabritas (putas, putitas) que me hagan sentir mejor mientras -de cualquier manera- me siga muriendo (a menos que necesite sentirme mejor y decida creer que no me estoy muriendo, como todos).

Por eso, y sólo por eso, es que no creo en la perpetuidad o en la permanencia de las cosas o las ideas. Y por eso desprecio la tibia necesidad de asirse a una verdad que siempre es verdad a medias. Y sólo por eso, y nada más, es que amo por segundos, o por minutos, o por horas cuando soy congraciado con la suficiente capacidad. Y entonces, por lo mismo, es por lo que abogo por mi derecho a la eterna autocomplacencia. Y abogo por ser autocomplaciente: Por vivir un hedonismo cínico aunque -curioso, hay que decirlo- también responsable. Un hedonismo en intervalos. Honesto pero implacable. Furioso cuando debe (y a veces cuando no), y luego tranquilo, cuando le hace falta. Aunque nunca, eso sí, en detrimento de los demás. Aun si siempre -SIEMPRE- pretende ser constante. Y así pervivo, adalid del ser masturbatorio y apesadumbrado, así, yo también prosigo, insensatamente, tenue o salvaje, breve o voraz, tibio o sintomático sobre el camino -el único- camino que hay: Mi camino, insalvable, hacia la muerte.

Ya nos veremos. Mientras tanto, sólo me queda decir, tal y como hace mucho que no lo hacía,


Salud.

noviembre 11, 2007

El Perfume (que nunca olió Spencer Tunick)

El Perfume. La primera gota y la última. El principio y el fin de todo.



Hace ya varios meses, cuando Spencer Tunick pasó por el zócalo capitalino y otros lugares bien "in" como la casa de Frida, y que se dedicó a hacer su ya multipremiado show, muchos de mis amigos me recriminaron la infinita hueva que me daba toda la parafernalia mediática que se construyó alrededor del encueramiento masivo y de la mismísima propuesta artística del señor. Para ellos, estas fotos que lo han hecho tan rico y famoso son verdaderas muestras del contraste entre la urbanidad y la desnudez, entre lo tecnificado y lo elemental, entre lo artificioso y lo real. Y sí, en cierta manera las fotos de Tunick se pueden interpretar así. O de mil y un otras formas. Y uno puede, con todo derecho, ir corriendo a encuerarse a las 5 de la mañana pa complacer al susodicho o puede no ir. Mi punto es que en el arte, la fórmula aburre y mata toda posible intencionalidad. Y repetirla una y otra vez, a mi modo de ver, termina por hacer de un "gran artista" un gran mono amaestrado para complacer siempre al mismo público, y ganarse sus moneditas (o sus monedotas) como premio.

Es así que me dio bastante hueva toda esa euforia alrededor de Tunick y sus clichés glorificados. Y esta noche, cuando acabo de terminar de ver "Perfume: historia de un asesino", no pude dejar de pensar, por motivos que no revelaré para no estropear la película a quienes no la hayan podido ver, en Tunick y sus maquetas como una gran contraposición a la maravilla visual que presenta esta refinadísima adaptación de la novela de Patrick Suskind y que con una maestria inusual recrea Tom Tykwer (Lola Rennt, La princesa y el guerrero, Heaven, entre otras joyas). Heredero de la narrativa visual de Kieslowski, uno de sus grandes ídolos, y de la impecabilidad fotográfica de Tarkovski, este alemán se consagra como uno de los grandes al llevar a la pantalla grande una de las novelas que muy pocos se habían atrevido a siquiera tocar, dada su impecable pero difícil narrativa y su florilogio de imágenes olfativas que, para llevarse al cine, presentaban un reto gigantesco a cualquiera de estos valientes aventurados.

"Cada perfume tiene 3 notas, y cada nota tiene 4 tiempos o esencias. La primer nota es la que te deja el perfume los primeros minutos. La segunda se extiende durante algunas horas, y la tercera por los días que vienen. Cuenta la leyenda que en la tumba de un faraón encontraron un perfume que al abrirlo, luego de miles de años, todavía despidió un aroma. Este perfume tenía 13, y no 12 elementos. Y dicen que ese último elemento, esa última nota, fue la que hizo que durante un minuto, todos los hombres de la tierra se sintieran en el paraíso..."


Dustin Hoffman, como casi siempre, excelso. Sin demeritar el impresionante papel que hace Ben Whishaw como Grenouille, y el resto del elenco, fruto de un casting prodigioso.


Y Tykwer lo hace de maravilla. Intenso, valiente, convencional por momentos, aunque básicamente por las propias necesidad de la narrativa, y maravillosamente mágico en muchos otros, este brillante cineasta despedaza cada una de los olores que Suskind describe con esa genial pluma que tuvo (a pesar de ser, en muchos sentidos, un escritor de One-hit-wonder que -quizás por la propia genialidad con la que empezó- ha sufrido para editar otro libro de esas proporciones. Pero aquí les es hecha toda justicia posible, y lo que parecía un reto infernal y una predecible ñoñez cinematográfica que haría pedazos la novela, se convirtió en un poema épico acerca de los olores del amor, del odio, del instinto asesino y de la ternura que se respira hasta en los poros de quien podría ser catalogado como un desquiciado serial killer.

"¿Cómo se puede capturar un perfume, maestro? ¿Cómo se puede capturar la esencia de alguien?"


No es que los elementos de esta novela sean particularmente novedosos: un antihéroe, una historia de muerte y amor, una tragedia con todos sus elementos aderezada por una cantidad de olores digna de cualquier mercado de flores y animales muertos. Y eso no es siquiera pertinente, porque esas historias son las que nos mueven y nos conmueven desde hace varias decenas de siglos, y son las que siguen dándole significado al mundo. Aquí lo valioso es el poder y la magia que descienden desde la pantalla y hasta nuestras narices. Lo implacable que resulta la verdad del asesino y el deseo que lo mueve a matar y a perfurmarse en el intento. La fantasmagórica mezcla de imágenes luminosas y oscuras, el impresionante casting y la belleza inmutable de cada personaje y de cada una de las pequeñas historias que forman este cuento.

Porque el perfume no está ni debe estar sólo en manos de los amos de lo convencional, y porque hay sabuesos que pueden olerte a kilómetros...


Si algo pudiera recriminársele a esta película, es únicamente el título -que hasta parece hecho en México- pero que seguramente tuvo que ver con las manos sucias (y apestosas) de algún industrial del cine, o de los derechos de autor. Por lo demás, esta es sin duda la mejor película hecha en 2006 que me haya tocado ver, llevándose de calle a todas las muy buenas cintas que me tocó ver este año. Y lo único que realmente podría haberle faltado, cayó fuera del ámbito de poder del buen Tom Tykwer: hacerla una película rasca-huele.

No todo se puede, je.


Incluyo algunos fotogramas gloriosos, todos con el debido copyright de su estudio y del realizador.

Cómprenla, réntenla, véanla. Me huele a que les gustará.

Piedras. Piedras húmedas. Madera. Musgo. Un árbol. Una manzana en el suelo. Muchas manzanas. Cada olor tiene muchas notas, y cada quién busca -de algún modo- encontrar el propio.



Y dedicadas al "maestro" Tunick...unas cuántas imágenes que sí cuentan una historia, y no se repiten sin sentido. Éxtasis divino. Amén:





¿Y esa canasta...dónde la he visto antes?











noviembre 09, 2007

Gringo feelings (for gringos)

It's all about Aura, as it has been for the past 4 months.

It's funny because no one understands why on earth my world happens to be so broken right now. The gentle part is I don't really "have" to give an explanation on that. I can be broken just because. And I can stay broken just because my just because is good enough. But there are some people that can't take a no for an answer. So them, and only them, have been the ones who had been making me work my ass this very hard. But I don't really blame them, not really. And that's because humans, way more often than they'd like to, tend to become annoying, and blamy, and way too fucking needy for useless explanations like those we could ever deploy when it comes to your death, my dear Aura.

So it's almost around christmas, yeah, but they're not even trying to give us a happy new year. They wanna know why (can you fucking imagine?), but -if that wasn't uncomfortable enough- they also wanna know who. I keep telling them that there is no why and -obviously- there is also no fuckin whom. But not only they don't believe me. They also dare to get fucking angry, and they start getting suspicious about the details and the fine print of your death, which is -i dare to say- the stupidest thing they could have landed their fucking asses upon. It's kind of understandable, i gotta say, and that's mostly because losing you and having you being on the dead side of this universe was something i -myself- didn't really believe in until i realized you were really gone, and there was nothing i could fucking do about it.

So, they got angry. They started with this jerk-off point of view about you being dead for some reason. Then, they started blaming people. Frank, at first, then Fabiola, then Frank, then themselves, then Frank again -whatever- until then, they couldn't live with themselves. And they started blaming the very same people for that self-inflicted reality. How lame. How pityful. How stupid.

But this is not what i wanted to say in the first place. I only wanted to spit out my anger, my hatred, my profound despise for the so-called reason some assholes name as God. There is no fucking god, and there is no fucking reason for anything. And if there was any fucking reason -the same that is very unlikely to exist, but that still has a lot of followers and lamos behind it- i wouldn't hesitate to call it CRUEL. If God is a concept -like John Lennon said- he's a very cruel one. He doesn't know shit about life or justice. He's just there -fragile as any other asshole who has to live through this life- and therefore he doesn't have the slightest fucking clue about anything. He fucking sucks. As we all do. He fucking sucks, and then, he dies.

I might be exaggerating. I might be wrong. The thing is: I don't give a fucking damn. I'm sure this is happening. I'm sure you're not here anymore. And I'm sure Frank is grieving -and he's doing it in the greatest fucking way there is to grieve: regardless of the pain, strongly around dignity- yet, you're not here, and this is fucking happening.

It's all gone. We're all doomed to this fucking not-so-happy-ending which happens to be death. And there's nothing we can do about it.

I think, and i re-think, and I fucking re-re-think about a mild solution. There is none. It's all gone. You're gone. We're gone. And yet -but only maybe- we'll meet again.

And even if certainly hope so, i sincerely doubt it. I think you're long gone. And i'm gonna be the same.

No matter what we think, or what we do. Life's not giving any payback time.


So I better stick around, as much as I can, and if i kiss anyone back, i better not feel regretful.

Cuz life -this life at least- is all about one chance.

So seize the day. If you can.




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"Estos son mis principios. Si no te gustan, bueno, tengo otros" Groucho Marx.

noviembre 06, 2007

La posibilidad del espejo.

"Entiendo lo que dices.
Y es que el hombre se muestra ocultando,
mientras la mujer se oculta mostrando..."

F.


Mi mundo es un ser metamórfico y vasto. Una posibilidad interpretativa que ha cambiado en formas tan disímiles como carnosa ha sido mi aproximación hacia él. Alguna vez, en un pasado remoto y hoy lleno de nostalgia melancólica, se trató de un lugar sencillo donde caminar un par de kilómetros para llegar a la escuela era una aventura capaz de engendrar un millar de ficciones despreocupadas y carentes de todo estrés. Un lugar en el que (casi) todos los niños viven: lejos del hartazgo y la desesperanza. Adyacente a una fantasía cúbica y desinteresada, en la que la aventura era el camino -no el propósito- y por ello aquel recóndito sonido de las manadas de vacas, pajarillos y hojas multiformes que se dejaban danzar al ritmo del viento era todo lo que hacía falta para significar cada día como una única e indivisible epopeya que apenas tejía el rumbo de la que vendría al día siguiente.

***
Pero como acabo de decir, mi mundo (o sea, ese yo que mira y pretende que su mundo es suyo) no se detuvo ahí, aún cuando mi nostalgia sí lo hizo. Las vacas se esfumaron cual si mártires del viento. El camino a la escuela dejó de ser, lenta e inexorablemente, una proeza diaria colmada de fantasía, y la vida -en general- cambió de forma, y de nombre y apellidos una vez tras la siguiente. Y conforme los deseos y sus consecuentes ansiedades se volvían más y más complejos, yo dejé de ser un niño y transité hacia el inminente estadio de la adultez implacable. Y como en un cuento de Michael Ende, sólo que inacabado, me vi convertido en un adulto aterrorizado por la grisaciedad de su envoltura y sus deberes. Un hortelano angustioso y adulterado por la necesidad de vivir y sobrevivir. Todo eso mientras lejos de mi propia capacidad de maravillarme y sonreír. De callarme para ser escuchado. De saberme para dejar de ser sabido.

***

Y entonces ese mundo rehilete; ese mundo trompo; ese mundo de dragones que mugían como vacas inmutables pero -claro- amenazantes en función de mi fantasía, se volvió otra y otra y otra cosa. Una cosa nueva, cada vez, pero ya sin que mirarla ni sentirla significaran una nueva y cotidiana afrenta. Una geografía política de cierta sociedad en la que me tocó crecer. Y como -justamente- hacerse adulto no es otra cosa que "adulterarse", la levedad se marchó en azcuas y comenzaron a erigirse los fetiches y los problemas de un "hombre" que dejó de ser constructo y empezó a ser estatuilla. Un "hombre" como quien dice "un adulto". Un graduado de la pureza de esos años leves y ludicobundos que supone ser la infancia. Y es justo hasta ese momento cuando las cosas adquieren un carácter irremisible y determinante, y la vida deja de ser juego para dar paso a una seriedad cruel y atroz. Un malvavisco que se convierte en lápida, podría decirse, y entonces ya no se puede tener esa tranquilidad inherente a lo que somos cuando podemos ser niños, y cada paso que damos implica una renuncia inexpugnable a todo aquello que ya no podremos ser, ni siquiera en sueños.

***


Hoy miro todo esto con ojos recién lavados. Con la tranquilidad que me brinda el poder de saber. O de saber que no sé nada y no tener pavor de ser Socrático. La herramienta indesdeñable de atreverse a mirar ese espejo que casi todos niegan y prefieren evitar. Y que no es un espejo de mano donde podemos retocar nuestras pestañas. Ni un espejo de pasada donde podemos congratularnos de nuestra propia mirada. El espejo de Alicia, el espejo humeante. Nierika: el pozo de los deseos que deseamos no desear. El nido de las paradojas, el ojo huracanado de los miembros de la soledad. Hoy miro cómo mi mundo ha cambiado frente a mis ojos y -por ende- frente al espejo. Y entonces decido no asustarme, sino asir valientemente mi cobardía, y enfrentarme a ella con toda la capacidad medieval que mis armaduras intelectuales y asombrosas me proveen gracias a la biología. Porque no me congratulo de mis pruebas psicométricas o de mis capacidades académicas, o siquiera de mis hallazgos narcisistas y poderosamente racionalizantes. No me siento origen de mis pensamientos, pero sí destino de mis decisiones. Y es en ellas en las que reparo, asustado de mi propia capacidad para el enredo, y dispuesto a desanudarla -sean o no un lacaniano nudo borromeo que no tiene pies ni cabeza- pero que, finalmente, obstaculizan mi capacidad de sentir placer que no sea malsano, amor que no sea entelequia, y dolor que no sea demonio que -a fuerza de mi propia capacidad para encontrar nombres inútiles para las cosas- termine siendo poderosamente mitológico y truculento, y que entonces gane siempre la batalla y acabe por hacerme daño y -entonces- pasar días y meses en un lamento insulso e insolente que contamina con altos decibeles mi propia posibilidad para cambiar. Cambiar de rumbo. Hacerme otro, como un niño, y hacer -por ende- que mi mundo sea también otro, y perpetuar la espiral ascendente de mi crecimiento Hegeliano.

***

Este es un texto que estoy segurísimo que nadie va a leer. O al menos nadie a quien no tenga que leérselo a fuerza de chingadazos seductores. Ocurrirá, seguramente, que al llegar a la tercera frase, un 99.9% de quienes visitan asiduamente este lugar lo encontrarán inexplicable y aburrido. Impenetrable o quizás estúpido y culturoso. La diferencia aquí, es que no pretendo que nadie lo lea, ni lo subo a este blog para presentarme apetitoso e interesante para los ojos de nadie. Una mera asunción de mi propia mortalidad es la que me obliga a no guardarlo entre los cajones virtuales de mi computadora, sino hacerlo público para el aburrimiento de muchos. Y es que hoy fui a lavarme los ojos, las manos y el corazón. Y durante tres importantísimas horas, compartí mi mayor e insoportable profundidad con un hombre que es mucho más capaz que yo para entenderla y luego hacerla pedazos. Y en ese acto de autoestima masoquista asumí y RE-asumí la importancia de conocer y RE-conocerse a uno mismo. Y de que un espejito mágico no sólo es argumento para un perdurable cuento infantil, sino también una incalculable herramienta para no hacerse pendejo por deporte o por el puro placer de transitar en la autodestrucción sin otro obstáculo que las inmensas crudas físicas y morales que eso a mí me produce. Y entonces asumí, con toda la minúscula humildad de la que soy capaz, que eso es justamente lo que ahora mismo me falta. Me falta ver la falta, aquí y afuera, y recordar que de la falta es de lo que está hecho el mundo. Ese: el metamórfico. El imperecedero. El que continuará sin siquiera titubear cuando todos nos hayamos ido, y al que poco o nada le importarán nuestras más profundas debilidades.

***

Pero ya no importa más. Hoy, valientemente, y como todo buen cobarde que se atreve y se da cuenta de que lo es, me atreví a mirarme en el espejo más cabrón que conozco. Uno que no soy yo y que no refleja mi conformidad y mis presunciones racionales o narcisistas. Hoy me planté frente al espejo de los espejos, el espejo infinito que se pone frente al espejo y entonces refleja el único infinito que somos capaces de ver en la comodidad de nuestra casa -o en este caso- de nuestro ser, y entonces comencé a hablar conmigo. Y hablé como hace mucho tiempo que no lo hacía. Quizás como nunca. En completa y franca asunción de mi desnudez, y con la absoluta comodidad del que no espera milagros ni respuestas fáciles. Y el espejo me respondió, sabio y generoso, duro pero con absoluto tacto y prudencia. Y ese no es un espejo de los que mienten, o al menos no cuando se les pregunta con la suficiente fuerza y entonces se les dice:


- ¿Espejito, espejito, cuál es la peor mentira del mundo?
- Sencillo pero tremendo, amo y señor de tu propia podredumbre aunque también de tu belleza. La peor mentira del mundo no es del mundo. Es tuya. Y es la que no sólo se supone, sino la que se sabe a sí misma, y que -además- se enuncia como verdad.

Y entonces esa incipiente -aunque brillante- Caperucita-Robin Hood-Príncipe Valiente-Pulgarcito-Jack el Destripador y demás amasijo de arquetipos tuvo que callarse. Porque a ciertos espejos sólo puede hacérseles una pregunta cada vez. Y mientras más viejo se hace uno, menos días son las veces, y menos veces otorgan los días.



Aunque sin embargo, todo siga moviéndose...

noviembre 04, 2007

Día de muertos.

Hace 7 años que murió mi padre. Y pronto serán ocho. De aquel tiempo recuerdo muy poco. Recuerdo que tenía más de 3 años sin verlo, y que nunca me hubiera imaginado que tendría que mirarlo moribundo (ni menos muerto). y más en aquellos tiempos tan imbéciles como resulta tener 20 años.

No repetiré -pues ya lo he dicho en este lugar- los pormenores de su muerte tan temprana, ni tampoco asumiré que fue ninguna tragedia. Digamos que desde el día en que se fue, aprendí a estar aquí sin él. Y no deambulo por el mundo buscando ninguna misericordia, ni colgándome de su fatídico destino para justificar las malas decisiones que tomo en el mío.

Hoy sólo quiero congratularme de haber logrado encontrar la canción que tocaron en su funeral. Una canción de Arturo Castro -alias desconocido- y que -no sabía- fue interpretada por José José en alguno de sus muy pinches álbumes.

Y navegué entre la bruma de esos tiempos, de esas horas. Y traté de acordarme de otra cosa que no fuera la ironía final, la lluvia cabrona y no solicitada.

Recordaba sólo estrofas, estragos, miembros deshechos de aquella crucifixión. Pero no recordaba la canción, pues nunca la escuché de su boca.

Eso sí: Ví llorar a sus más fieles amigos, a lágrimas incontenibles, mienras cantaban los párrafos que hoy me ha tomado más de dos horas descifrar en Google.

Y es tal como la recuerdo. O quizás más dura. Una canción completamente fincada en la desesperanza y su consecuente ironía. Una más de las malas coincidencias que supone vivir, pero que se hacen buenas cuando alguien las narra íntimamente, y deja escuchar a los demás.

Pero ya. Hasta aquí llega mi acto de evacuación. Hasta aquí llega mi capacidad de hablar sobre el tipo que me posibilitó vivir. Aquí terminan mis interpretaciones y comienza lo fortuito.

(Es curioso, debo decir: En un mundo tan repleto de respuestas, tan saturado de información y tan dispuesto a las revisitas, esta canción apenas aparece en un par de resultados.

Y es bellísima, sí. Como también bello podría ser detestarla.

Se las dejo. Me costó un par de largas horas encontrarla. Aunque al final, apareció.


"Cuantas veces hemos estado juntos

y he deseado que empiece a llover,
cuantas tardes hemos estado solos
y he deseado que empiece a llover.

Es que la lluvia en la tarde
llena el ambiente de romanticismo
y sería una locura que al momento
de tenerte en mis brazos
comenzará la lluvia a caer.

Mi deseo jamás se ha cumplido,
el que hace llover jamás me escuchó
como todo lo que tiene un principio
también tiene un final.

Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras
lejos de mi
empezó a llover.


Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras
lejos de mi
empezó a llover"


Sí, lugar común. Frase hecha tras frase hecha. Pero lo curioso, digo, es que no exista un sólo archivo que con esta canción me haga la vida más tranquila.

Si alguien se lo encuentra, o tiene el LP, avísenme. Pronto habrá un memorial para mi padre. Y quisiera estar listo.


O no importa. Lo que importa es siempre vivo.

octubre 30, 2007

Porque no es tan obvio como parece... (Manifiesto de la desesperanza)

Este post está inspirado en un camión de basura al que no me dio tiempo de tomarle una foto. Plagado de mierda y de basureros embarrados hasta el cuello con nuestros desperdicios, no reparaba en tener una estampa enorme, en el parabrisas frontal, y que rezaba: "VAMOS CON JESÚS"

Y sí, este post también está en el
blog político, y que Groucho me salve...


***
Para todos los que nos sabemos de izquierda (porque aquí siempre se trata de una convicción inamovible -y que a veces se cuenta entre las pocas CONVICCIONES que algunos tenemos-) la cuestión no está en quién tiene o no tiene la razón, ni mucho menos entre quién nos dará más o menos en términos políticos de "calidad de vida". La respuesta siempre es una y la conocemos: Somos de izquierda porque la izquierda es la postura lógica. O porque quizás la culpa -en un único acto de sapiencia y gratitud- nos hace saber que el mundo y sus bondades no pueden repartirse del modo en que se hace hoy en día. No es justicia mientras somos unos pocos los que, en detrimento de los muchos, llevamos una vida apenas decente y justificable.

***
No. En la izquierda están los de izquierda. Y los de izquierda no tienen muchas alternativas, ni tampoco mucho margen de maniobras. La ecuación que nos define es tan sencilla como dificultosa le resulta a quienes siguen creyendo que acumular capital les garantiza el futuro del mundo. Una sencilla división: Arriba: los recursos del mundo. Todos, sin diferenciación. Todos, sin fronteras ni garantías. Abajo: las personas. La población que compone este planeta singular y caótico. Todas ellas: las ricas y las pobres, las paupérrimas y las moribundas, las plurales y las singulares. ¿El cociente? Todavía positivo. Porque todavía el mundo alcanza para todos, y quizás de muy buena forma. A pesar de contarnos en los rangos de los 6,500 millones, el mundo sigue teniendo suficiente para que podamos comer. Todos, no unos cuantos. Mucho, no unas migajas. Con la debida sobriedad de algunos. Sin la palpable desesperación de los que cada minuto se mueren de inanición, de sed o de injusticia.

Para todos hay. Es sólo que los que llevan las riendas del mundo no lo quieren así.

***
Día a día habemos muchos, entre la izquierda, que nos vemos señalados por los débiles de corazón. ¿Cómo te atreves a comer si tanto te duelen los que no comen? ¿Cómo te atreves a sufrir si te he visto sonreír, codo a codo, en los eventos "chic" en los que semanalmente concurrimos? ¿Cómo se te ocurre abogar por los moribundos, si no te cuentas entre ellos?

Todas esas preguntas retóricas construyen el gran puente del sofisma en el que viven quienes no pueden -o no quieren- darse cuenta. Todos los hombres son mortales. Todos los hombres requieren comer para vivir. Si no comes, no opinas, porque estás muerto. Y si estás muerto, no te escuchamos, porque yo soy un mortal con más tiempo en mi carnet. Patrañas individualistas. Mierda en los ojos de quienes eligen no mirar pero sí señalar con una saña terrorífica. Y, peor aún, resulta que por el otro lado, la popa del barco, el lado ciego del vehículo, la retaguardia de la nave interestelar, hay un mundo que se nos viene encima vertiginosamente. El mundo que se seca y que se muere. El mundo que sobreexplotamos y a la vez desechamos todos los días. El agua que se termina y que en cualquier esquina alguien tira y escupe, desde el extremo de la manguera, para lavar las manchas de su banqueta, o para regar las flores in vitro que mantiene en su balcón, en cualquier ciudad alejada del hambre inminente, o de la sed devastadora, sin que le pasen por la cabeza todas esas gargantas que desfallecen en mitad del Sahara pues no tienen una gota para beber.

***
Y digamos que es posible escaparse del sofisma. Digamos que se puede sobrevivir y también hablar de los casi muertos. Digamos que nuestro punto es tomado en serio, y que no requiere credenciales para validarse frente a los ojos de todos aquellos a quienes nada les importa más allá de su condominio y la plusvalía de sus bienes raíces. Pensemos en esa izquierda, casi diminuta, y que montada en una comodidad, larga como mansión o minúscula como quincena tercermundista, se atreve a mirar fuera de la burbuja.


The Constant Gardener:

"We can't save the world, you know that. We cannot help them all." le dice el marido a su mujer arrebatada.
"But THESE two we can help, right now. Let's take them home. It's 40 miles away. It's going to take them an entire day to get there..." -ella replica-
Luego él acelera su Land Rover, en mitad del camino entre Nairobi y cualquier parte. Y la decepciona para siempre, al punto que -cuando ella es asesinada- él no tiene idea de quién era, ni qué estaba haciendo en mitad del África bronca, junto a él.

***
Y así es como opera. Todo el tiempo. Los de izquierda con su premisa y con su sensación de tener la razón. De estar en lo cierto. De creer en algo que es supuestamente obvio, pero que todos los demás no entienden por sí mismo. Incapaces de mirar a esos otros, que son muchos y muy distintos, pero que no razonan ni comprenden ni construyen sus paisajes del mismo modo en que la ingenuidad izquierdista construye los suyos. Y para colmo, están los que suponen que la conciencia social tiene grados y niveles, y que la conmiseración es mesurable al punto de que el enemigo es aquel que no tiene tantas medallas como uno. Si no has vivido en la miseria, tres puntos menos. Si no has tomado un rifle y soñado con la rebelión, seis puntos menos. Si no has besado las mejillas de una anciana paupérrima en la sierra gorda de Querétaro, diez puntos menos. Tú no perteneces aquí. Vete con los otros.

***
Mientras tanto, hoy en Orange County conviven agraciados muchos de aquellos "otros". Sentados, martini en mano, a la orilla de alguna terraza de 360 grados. Gratuito su placer que reposa en la esquina de su burbuja veleidosa: pues todavía son los verdaderos acomodados amos del mundo. Los grandes ciegos. Los que suponen que en 20 años cenarán sus muchos billetes de 100 dólares, cocinados al vapor que la muchedumbre podrida les deje y que comerán cual espinacas de un cruel marino tuerto. Un Popeye que no sabe nada de nada. Sin motivos que se hallen más allá de los bonitos prados del campo de golf que quizás dentro de 20 años estará secándose o sumergido bajo el agua que el Océano Atlántico, en franca revolución, le esté regalando cinco metros por encima de cada condominio que hoy multiplica su valor en Palm Beach.

Trillonarios predecibles, lagartos lineales, jugando al Monopoly unos con otros, y seguros de que la grotesca acumulación de riqueza con la que han sido bendecidos, ya por nacimiento o por la gracia de los últimos 50 años de libre mercado, les servirá como protección contra los éxodos que el hambre, la sequía y el calentamiento global con forma de más hambre y huracanes, habrán de trasladar a esos millones de desposeídos -hoy dispersos- pero que pronto ridiculizarán las puertas de los que hoy son paraísos casi personales.

Y sin embargo, mientras el rigor de la naturaleza no sea suficientemente drástico, estos maniquíes maniqueos de la plusvalía no sólo no moverán un dedo, sino que seguirán gobernando el dinero, y de paso harán lo mismo con los gobernantes del mundo, a nivel casi general. Patrocinarán nuevos jabones en polvo -pero eso sí- con Aloe Vera para que las manos permanezcan intactas, y límpidas barras de jabón que huelan a Lavanda (L número 5 de Johnson y Johnson). Además, habrá gimnasios subacuáticos y restaurantes anaeróbicos que, 800 metros por encima de la realidad, en la punta de la torre de concreto que está por terminarse en Dubai, o cualquier otra, mirarán hacia abajo con la incredulidad que caracteriza a quienes apuestan por la existencia de lo permanente.

No, el calentamiento global no existe. La hambruna todavía es problema de los hambrientos. Y la lista de Forbes sigue siendo la pista sobre la que hay que correr. Hay que romper el récord. Récord mundial. Marca universal para el desdén.

***
Estadísticamente, los amos del mundo se resumen en unos cuantos miles. Con una precisión tenebrosa, el imperialismo que los arcaícos Marx y Engels predecían hace 150 años, hoy es una realidad en la que quinientasytantas familias controlan el 60% del PIB mundial. Y mientras algunos mueren de hambre y otros de franco aburrimiento, cierta clase impredecible pulsa en el medio de quienes verdaderamente tienen en su manos el rumbo de la historia.

Pues, como siempre, y por obra y gracia de la imperfección democrática, es la superviviente clase media la que en el mundo occidental tiene el poder tácito y la palabra palpable que podría corregir -o reforzar- el destino de la humanidad como colectividad política.

La misma clase media que defiende con todas sus pezuñas esos pequeños logros de comodidad que ostenta frente a los desposeídos. La misma clase mierda que resulta ser el mayor mercado de todo el marketing del mundo. El target máximo de los publicistas, los publirrelacionistas, los bares, la urbanidad y todos los placeres de occidente juntos.

Porque los ricos, los verdaderamente ricos, no se mezclan ni con vinagre ni con aceite. Viven un mundo aparte.
Esas peleas las dejan para los que no están en ningún lado de la trinchera. Nacos con potencial. Ricos en declive.

En el justo medio, llana se ve la pista de ese circo romano donde los leones híbridos de la mercadotecnia están siempre dispuestos a perseguir, ajustar o engullir la voluntad de esas minorías-mayoritarias, ilustradas y pendejas, pero que acaban por ser las depositarias de esos votos definitorios que construyen el poder de la "democracia".

Demogracia. Jo, qué gracia.


***
He ahí la pelea. En esa clase media que es más mieda que media. Clasemiederos. Clasemierderos. Defensores de migajas. Cortesanos que se comen lo que sus monarcas dejan caer por las comisuras de sus bocas de muérdago podrido. Débiles de mente, débiles de corazón, débiles de ansia porque el ansia sube y baja como sale y entra una pastilla de viagra. Drogados, dormidos, entretenidos. Depositarios de los cuentos y de los albedríos. Pusilánimes vástagos que por el hecho de no sentir hambre ya se creen saciados. Y peor aun: también creen saciado al mundo. Heces sin remedio. Antenas repetidoras de cualquier discurso capaz de alimentar la desmemoria. Desmemoriados por ende. Padres e hijos del olvido. Carentes de coherencias más grandes que las que otorgan los monosílabos. Padrotes de la justicia. Putas de sus propias carencias. Incapaces. Amputados. Muertos aún más que los muertos. Empequeñecidos.

***
Ese es el cazo en donde se cuecen la verdad, dura e implacable como el hambre de los hambrientos, junto con la conformidad y la transigencia que -víctimas de tantos leones- se deshacen al primer hervor y sin mirar las consecuencias. Y ahí es donde algunos que vivimos en esa -diminuta- izquierda tenemos que desdoblarnos y resplandecer para seguir vivos, meritorios de algo mejor que el malvivir o la hambruna, y desesperanzados observadores del mundo de malvavisco que a lado nuestro pasa y pasa, todos los días. Ese es el campo de batalla. No el de Miami, Manhattan o Santa Fé. No el de Palermo, Palermo Hollywood o las Lomas de Chapultepec. No tiene caso predicar el hambre entre los hambrientos, ni la saciedad entre los satisfechos dentro de tanta insatisfacción. Ninguno escuchará la voz del verdadero mundo, al menos no ahora, antes de que el pseudoequilibrio se rompa y no haya otra cosa que masacres y desgracias sobre el piso del planeta. La batalla está entre quienes tienen oídos pero eligen no escuchar. Con los que tienen nombre pero prefieren callárselo. Entre aquellos que todavía es posible conmover y conmoverse sin pecar de tramposos ni llamarlos superfluos.

***
La historia, hasta hoy, parece confirmar que la sinrazón que Thomas Hobbes suponía como punto de partida del hombre, ese "Estado Natural" de cavernícolas hambrientos y mierderos, se ha traducido, con mucha sofisticación -hay que decirlo- en estas razones a medias que la sociedad y el mundo viven como axiomas en su vida. Somos seres envidiosos y repulsivos por naturaleza, y este cuento positivista que entre Smith, Keynes, Churchill, Stalin y Nixon nos ha sido vomitado encima, es el único camino-profecía para el que -además- ya tenemos un final ultradescrito y apocalíptico. El Mad Max y no el Blade Runner. El 12 Monos y no el Star Wars. El nuevo planeta Marte, desértico e inescrutable, en lugar de la sociedad armónica y progresista que el poder del lenguaje podría ayudarnos a crear.

***
Nací hace 28 años. No sé cuántos me queden. Al ritmo que llevo, quizás sean unos pocos, o quizás no (pues la vida sigue dando sorpresas, a pesar de nosotros). Dudo que si la raza humana logra (y va muy bien) extinguirse, toda esta historia y estas imágenes y estas computadoras pudieran ser entendidas por la próxima raza dominante. Es decir, no creo en la perpetuidad, y mucho menos en la de nuestra historia como especie parte del universo. Y por eso apelo a quienes escuchen, a quienes quieren o quieran escuchar. A quienes se atrevan a tomarse medio segundo en este medio clasemierdero como resulta ser el blog: Si no somos nosotros, ni no es aquí, si no es ahora, el mundo probablemente acabará extinto y sin remedio. Hagamos algo. Lo que podamos. Lo que nos dé la gana. Pero algo. Convencer a un amigo no es tan difícil. Convencer a un inmune puede lograrse. Pero convencerse a uno mismo es lo más importante.

***
Yo ya estoy. ¿Quién se apunta conmigo?

octubre 26, 2007

La tragedia implícita.

Mientras más lo pienso, más me doy cuenta. Mientras más trato de asirlo entre las palmas de mis manos, más se desvanece, como una vil mariposa de humo, como una mosca negra en la visión de casi todos. Como la realidad, que parece estar ahí y luego no lo parece y se difumina, y se intercala suave o abruptamente con la materia que compone el absurdo.

Vivimos una fantasía multicolor y una realidad biotecnológica como ninguna otra. Nuestros cuerpos son maquinarias, sin lugar a dudas, pero lo son a un nivel de perfección (e imperfección y fragilidad, de repente) como ninguna otra que hayamos logrado replicar hasta el momento. Y es que hay días que me levanto considerando cómo es que la biología humana parece estar tan fríamente calculada. Cómo es que esta maquinaria de órganos, fluidos e impulsos eléctricos es capaz de encontrar significados y recrearse a sí misma en ficciones tan deliciosas como trágico resulta el siempre predecible final de todo lo que vive: la muerte. Cómo es que podemos hacer poesía, sentir poesía, amar a otros, poseer y ser poseídos por el deseo más cárnico que una rebanadora, y al mismo tiempo terminar todos muertos y reciclados en los panteones de una historia que casi nadie cuenta. Cómo es que yo soy yo. Y eso es lo que me ha pasado en las últimas semanas. Esa sensación en la que, estando solo, de pronto me percibo a miles de niveles de distancia. Ese yo que mastica un taco, que besa a una mujer, que llora por la muerte o por la incertidumbre, sencillamente no soy yo del todo. Es un blackout terrorífico pero que se ha dejado suceder varias veces en los últimos meses de mi vida. ¿Estoy aquí de verdad? ¿Soy yo el que mira, el que dice esto, el que transita de la papelería hasta la oficina que malgasta mis horas?

Esta noche hablábamos de la educación y sus deficiencias utópicas. De cómo resulta fallido el argumento de enviar a un niño a cualquier "escuela", léase: lugar con el carnet que sustenta la capacidad de proveer "educación" que no es otra cosa que un extracto del amasijo de convenciones sociales que cada país cree que es. Y por milésima vez en mi vida, repetí mi terror con respecto a eso, y que no es "tener hijos", pues he conocido mujeres con las que podría replicar la especie sin mayor problema. Es el hecho de sentirme completamente inseguro e incapaz de llevarlos por la misma vía, o por cualquier otra mejor, de aquella por la que fuimos llevados casi todos los que aquí, en el siglo XXI, concurrimos irremediablemente: La escuela. ¿Cuál escuela? ¿En qué lugar cabrían mis hijos, si todo lo que soy se contrapone a la convención social que las escuelas posmodernas tratan de inyectar en sus alumnos? ¿Cómo podría dejarlos en manos de los perros, los verdaderos perros, y dejar que los volviesen temerosos de sí mismos, de los otros, del olvido, del fracaso y de todos los fantasmas que la vida occidental se ha dedicado a erigir en nuestro nombre?

No. No tengo miedo del hombre ni de la mujer. No tengo miedo de occidente y no podria tener miedo de oriente, porque sencillamente no le conozco. Es otra cosa. Otro sistema racional que escapa a las palabras que ahora mismo escribo. Tengo miedo de esta necesidad de miedo. De esta necesidad de tragedia que parece significar todo lo que hacemos de este lado del abismo. Los médicos ya no quieren ser médicos. Ya no interesa curar, ya no interesa ser mejores. Todo se acomoda en pos de hacer dinero, y mientras más enfermos, mejor es la paga. Todo es cuestión de buscar el sufrimiento y hacerse insensible a él. Encontrarle utilidad al dolor ajeno. Restarle importancia a los hallazgos, a las epifanías, a los logros de cada uno de los robots biológicos que conviven con nosotros. Pues hay que sobrevivir. Y por cada uno que sobrevive, tendrá que haber esos otros que no prevalezcan. Tragedia implícita. Terror facturable. Miseria que no soy capaz de recrear, al menos no con una sonrisa en el rostro.


Yo no miro ni espero nada del mundo. Bueno, sí lo miro, como todos lo miramos. Pero no espero nada que no sea capaz de darme. Cuando el mundo me contradice, he aprendido a aguantar, como si se tratara de un ring de boxeo, y esperar el próximo asalto, o el momento en el que sin ninguna vergüenza pueda disponerme a tirar la toalla. No pretendo más ajustar la realidad a mi script, sino que, mientras puedo, trato de ajustar mi script a la realidad lo más posible. Y entiendo que hay una tragedia implícita. Entiendo que en el África mueren muchos más de los que viven. Entiendo que en mi cuadra apenas sobreviven los que pueden, y que en la siguiente sucede lo contrario. Mas no me peleo con lo irrevocable. Porque no puedo, porque dicha pelea es estéril y no acarrea otra cosa que tristeza e incertidumbre. Y sin embargo, se mueve.

Creo en el chance que supone morir en el intento. Creo en la posibilidad de posibilitar y hacer de esta maquinaría biológica lo mejor que me sea posible. Creo en ciertas sonrisas, en ciertas voces, en ciertas palabras. Y creo en el descrédito y en el desazón, pero también creo en la luz y en la euforia. En la oportunidad que supone desalojar a las palabras y reubicar los sentidos. Y que venga. Y que venga aún más.

Ya no quiero cambiar el mundo. Pero mientra el mundo logre cambiarme, minuto a minuto, me doy por satisfecho.

Sin culpa. Sin miedo. Por siempre.

octubre 20, 2007

Decir nada.

Y es que decir nada es todo lo que se puede hacer. Decir la misma nada, una y otra vez. Buscarle nuevas y más seductoras curvas a las mismas caderas que te han hipnotizado desde siempre. Escuchar a Paté de Fuá, un grupo tan lleno de clichés como su propio nombre, pero que es vasto como una geografía que ningún Google Earth sería capaz de llenar.

Y es que cuando entras a Paté de Fuá, rompes viento derecho hasta topar con pared. Ahí, las farolas son francesas, casi parisinas, gardelianas, si se puede decir. Y luego la tarantela. Una curva y estás a 300 kilómetros, entre los Puccinis y los arrabiatos. Más luego los linyeras te llevan por buen camino. El camino del que no tiene camino, pero que sabe gozar todos y cada uno de los trayectos.

Y gracias al vicio, al sacrificio, a las muñecas y a las colegialas. Gracias a Yayo Gonzáles y -por supuesto- al virtuosísimo Guillermo Perata, director musical y debrayador oficial de cualquier instrumento musical que le hayan acomodado frente al rostro en los pasados treinta y pico de años. Un ser sin ego, pero que toca el mejor tango, el mejor jazz, y el mejor todo que se haya producido en décadas.

Y salud por la geografía. La vasta geografía. El enorme y delicioso silencio que, previo al aplauso, sólo Paté de Fuá sabe producir en sus escuchas. Y que vengan muchos más.






Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del Talar
junto a las vias, van los linyeras
llevando como el caracol la casa a cuestas y al azar
van los gitanos todos los dias..
Ellos no saben de dolor y en cada boca hay un cantar
y a gritos dicen sus alegrias indiferentes al amor
y en el eterno trajinar, ellos desechan melancolía.
Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del Talar
van los linyeras todos los dias
y al pasar se oye un peon entonar esta cancion:

Linyera soy, corro el mundo
y no se donde voy,
linyera soy, lo que gano
lo gasto, lo doy.
No se llorar, ni en la vida
deseo triunfar...
No tengo norte, no tengo guia...
para mi, todo es igual..

octubre 17, 2007

Sicko (Michael Moore, 2007)






















Tengo que admitir que hasta antes de la ceremonia del óscar del 2003 (parecen tantos miles de años, sin embargo) no tenía la más puta idea de quién era el señor Michael Moore. Y a pesar de que en el año 2000, e incluso en el 96, y todavía aún en el 92, seguía de una forma un tanto enferma las elecciones de un país que finalmente ni conozco y que me vale rotundamente verga (a.k.a. Estados Unidos), tengo que conceder que no fue hasta después de ver Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002) y posteriormente Fahrenheit 9/11 que me convertí en un verdadero anglófono preocupado y políticamente cuasiactivo con respecto al imperio americano que tan poco me importa, pero que tanto resulta incidir en mi vida y en la de tantos que conozco. (Si no me creen, pregúntele a la internet).

Luego de presenciar en vivo y a todo color ESTE acto de huevos



Y mirar cómo la mitad de la sala le abucheaba, mientras la otra mitad no podía hacer otra cosa más que admirar su valentía, me convertí irremediablemente en un acérrimo fanático de su manera "americana" de mirar el "mundo" ""americano"" (las doble comillas son a propósito).

Tras de esto, decidí mejorar radicalmente mi manejo del idioma inglés, y lo conseguí. Tras de esto, decidí involucrarme activamente en el espectro político gringo, cuando menos para poder presenciar lo que para el resto del mundo resulta inverosímil: ¿Cómo una sociedad tan rica en recursos humanos, económicos, militares y productivos, puede ser tan manipulable e iletrada a la vez? ¿Cómo es que en 2004, aun después del maravilloso despliegue de este señor Moore y su avasallante documental, las elecciones generales resultaron tan cómodamente favorables para el lunático que hoy todos -incluyendo a los gringos- desprecian públicamente?

Es así que debo declararme un fanático irremisible de Michael Moore. Y no me importa si es millonario, billonario o trillonario. Menos ahora, 3 horas después de haber pagado los incipientes 5 dólares que en México cuesta ver su más reciente trabajo. Y menos aún cuando he leído los varios libros que respaldan su punto de vista, y que permiten ver al Moore que sus películas respaldan pero también ocultan. A ese "god damned commie son of a bitch" (maldito comunista hijo de puta) que realmente es, pero que, sin embargo, tiene más fe en su país que la que muchos de sus correligionarios y detractores podrían tener luego de once vidas.

Sicko podría catalogarse como "un documental más" de este poderoso realizador, a pesar de que su temática principal no está realmente dirigida a otro público que no sea el estadounidense que resulta directamente perjudicado por la realidad que plantea. Debo decirlo: Un par de buenos amigos se aventuraron a ver Sicko hace menos de una semana, y cometieron el imperdonable pecado (y es que yo no lo he cometido ni siquiera con Critters, o cosas peores) de salirse de la sala aburridos por su propia desentendimiento de la trama. Sin embargo, hoy, hoy que fui a ver ansiosamente esta nueva película del único gringo mediático y huevudo que conozco, nadie salió de la sala. Todo fue anonadamiento. Todo fue estupefacción.

A grandes rasgos, Sicko es un documental que habla de lo inverosímil que resulta la inequidad y los sistemas que operan alrededor del servicio médico en el país más rico del mundo. Un sinfín de historias terroríficas, siempre aderezadas por la ironía de Moore, pero no por ello menos trágicas, desfilan ante los estupefactos ojos de un país con dos grandes sistemas de salud cuasipúblicos, pero que llevan años expuestos a la presión de ser privatizados porque -según nos dicen- eso los hará mejores.

Es así que durante un par de horas, quizás un poquito más, Moore evidencia el sinfín de ridiculeces que rodean al sistema de salud de la "Land of the free" (Tierra de los libres), y cómo es que mueren, empeoran y joden las estadísticas mundiales todos aquellos desafortunados que resultan excluídos por el propio sistema, y que no pueden hacerse ni siquiera de unas cuantas píldoras por menos de unos cuantos miles de dólares, día con día.

Su planteamiento, desde el punto de vista "americano", es de lo más pertinente: Todo el mundo desarrollado de occidente descansa sus sistemas de salud sobre planteamientos gratuitos y universales, con excepción de Estados Unidos. Y no es por nada que los propios indicadores de la inmensa mayoría de organismos internacionales dedicados a medir los estándares de salud en el mundo "desarrollado" ubiquen a Norteamérica en el último lugar de sus inequívocos índices.

En su ya característico estilo, Moore nos lleva a través de las historias de muchos de los despechados por la seguridad médica privatizada que opera en su país, para luego cuestionarse -retóricamente- las maneras en las que el resto del mundo lidia con la enfermedad, especialmente entre los países industrializados. La respuesta, aunque predecible, resulta devastadora a los ojos de los muchos americanos que están acostumbrados a ver morir a los suyos por falta de dinero y/o condiciones para ser beneficiarios del seguro médico que año con año pagan: Francia y su impoluto sistema de salud. Inglaterra y su NHS, quizás el mejor del mundo. Canadá, con su escasa población, pero con un sistema solidario que nunca deja atrás a los caídos por la enfermedad.

Sicko es, indudablemente, y como lo confirman las propias críticas internas, el mejor documental que Michael Moore ha realizado hasta ahora. Primero, porque no conlleva ninguna agenda política evidente, como la que tuvo -aun si acertadamente- Fahrenheit 9/11. Segundo, porque plantea un problema real e inverosímil: La inmensa debilidad sanitaria del país más rico del mundo. Tercero, porque expone sus argumentos con una sencillez que resulta preclara e incuestionable. Estamos seguros de que Fahrenheit 9/11 tenía el propósito unánime de desprestigiar a cierto imbécil que muchos ya sabíamos que lo era. Sin embargo, para aquellos fieles a la cultura del miedo, aquel documental no fue otra cosa que un montón de información aderezada muy bien puesta en contra de quien sólo ha hecho daño a su país y a la humanidad entera: George W. Bush. Sin embargo, Sicko habla de aquellos problemas que no sólo atañen a la porción pseudoliberal de la sociedad americana. Sicko habla de lo patético que resulta morirse por desdén en un país en donde sobra -a creces- el dinero. Y sin hablar del grandioso final, he de decir que Michael Moore se ganó un respeto aún más colosal gracias a lo que hizo por aquellos que entrevistó en algún momento, y luego llevó hasta donde sí los tratarían como seres humanos. Digno de lágrimas -sí- pero también de misterio.

Y tratándose de los mexicanos, Sicko habla también de lo patético que resulta todo el esfuerzo político que ciertos actores se desviven por hacer en aras de privatizar la ya de por si escueta seguridad social que tenemos. Y viene Alan Greenspan, y viene Serra Puche, y viene cualquier otro muerto político en vida, y nos dice que nuestro sistema de salud sólo podrá sobrevivir si se privatiza. Mentira. Mentira redonda. Y aunque no lo fuera, es preferible esperar 18 horas en un hospital de la Secretaría de Salud, a volverse peones desesperanzados que -sin siquiera la mitad de los salarios primermundistas- tengan que enfrentar la ridícula realidad de ser desestimados por sus propias aseguradoras. Y luego morir en el intento.

Sicko es perfecta para quienes conocen de geopolítica. Sicko es interesante para quienes se involucran con los problemas reales de la sociedad industrial. Pero claro, Sicko es infame y aburrida, intolerable y repetitiva, densa y pendeja, para todos los que prefieren no saber, y que sólo se enteran una vez que están dentro del féretro.

Gran película. Gran realizador. Y que vengan más de estas.

octubre 11, 2007

Poetas de probeta.

Para quienes gusten ponerse el saco.


Vomito por deporte a quienes se enfundan en el traje del poeta. Y no me refiero a los estudiantes universitarios, ya de letras o de cualquier cosa parecida, que con total romanticismo consideran a la poesía como un concurso de acumulación de palabras complejas y eminentemente musicales. Nah, ellos son inofensivos. Después de los 4 o 6 años de mala educación institucionalizada, las noches sin dormir, los años de aprenderse el alfabeto fonético, las reglas gramaticales y lenguas más muertas que la de García Lorca, suelen salir del establo educativo con una actitud bastante más doméstica o con una megalomanía galopante que los hace muy fáciles de distinguir de entre la fauna intelectualoide local.

Nah, por poetas me refiero más a los que viven con un halo profético en la mochila. Dispuestos a sacar su pequeño cuchillo de mantequilla y mirarte ferozmente, mientras de su boca supura un aliento a ron que sólo sus mujeres les soportan. Luego se abalanzan sobre ti y a dentelladas de hormiga pretenden mostrarte como ellos no se creen poetas, ni se llaman poetas, sino que lo son. Y para ello habrán de seducir a tu mujer, violar a tus hijos o contarte la historia más inverosímil del mundo con una frialdad expresiva digna de un betabel cocido.

En la cotidianidad, suelen ser maestros del disfraz. Incluso hasta el punto de engañarse a sí mismos durante ocho horas al día, y de verdad "SER" -en un sentido histriónico profundo como, ja, Al Pacino- ese gutierritos de los números, la publicidad, las cuentas y la vida empresarial que impresiona a propios y extraños por su increíble capacidad para no decir nada en muchas palabras. Luego llegan a casa, y su escueto sueldo -que dispendian en tabaco, alcohol, putas y otros muchos vicios orales, nasales o anales- les permite guardar una cava discreta de la que se cuelgan las restantes horas de su día, y tras la séptima ronda -la metamórfica- y luego de escribir muchos versos buenos o malos, comienzan a babear sobre la mesa y a perder esa humildad con la que se embalsaman todas las mañanas. Ahí se proclaman poetas. Profetas de probeta. Maestros, gurús y hechiceros del lenguaje. Hombres irresistibles que se merecen un mundo mejor al del gris departamento, la misma mujer de diario y la triste realidad del anonimato literario al que están sujetos porque nadie los ha "descubierto" de verdad.

Y sí. De pronto ya no son hombres o mujeres con ganas de decir algo sin la constricción que les supone la prosa. Ya no son huerfanitos en busca de amor, o antenas parabólicas de imágenes rabiosas que se les cuelan hasta los dedos, sobre el papel, y hasta la orilla de la cama. Ya no quieren seducir a nadie más que a sí mismos, y bautizarse merecedores, grandiosos, dignos de algo mejor que toda la mierda que cosechan. Y es ahí en donde he sacado mi preciosa cámara polaroid imaginaria, y tomado muchas fotografías de estos seres tan simpáticos como patéticos resultan a la hora de llorar o de dormir. Llamaradas de petate, dirían algunos. Que se prenden, brillan, apestan y huyen cíclicamente, hasta llegar a algún nuevo lugar donde la admiración de unos poquitos les signifique la posibilidad de reinventarse. Y una y otra vez reinventan el mismo personaje, con las mismas huellas, con el mismo olor y la misma y recurrente necesidad de impresionar a los otros para sentirse un poco mejores.

Tengo un álbum completo, un museo de estas gárgolas de ceniza, incapaces de la lealtad y la hermandad como pocas, pero claro, imponentes pedazos de roca siempre que se les mire desde la calle y hasta la punta del altar que se han autoerigido. Me gusta verlas un rato. Me gusta reconocerlas, escuchar lo poco bueno que tienen que dar y saber de antemano que habrán de dar un coletazo traicionero en el momento en el que encuentren un espacio más amplio y profundo, en el que a la medianoche se salgan de su piel de piedra, y puedan seguirse dedicando a volar en círculos por la ciudad gótica que sus palabras oscuras y tremendas viven para describir.

Lo malo, claro está, es que tal como las palomas, estas gárgolas de humo también cagan. Y por eso es mucho mejor mirarlas en las páginas del álbum, que reparar en ellas, atónitos de boca abierta, mientras defecan por encima de tu cabeza.

No hay nada malo en ser sólo un ser humano. Pusilánime, cursi, lastimero, fuerte, seguro o audaz, cualquier cosa. Pues no es la prosa la que constriñe el lenguaje, sino la mitología. Y uno nunca será capaz de escribirse su propia leyenda, a menos que su ceguera sea tal que le impida ver todo lo demás que hay en el mundo. Que es vasto.

Basta.

septiembre 22, 2007

El mundo humeante

En el blog político hay mucho más. Aquí sólo descansan mis horas.

Llegan los días en los que todo carece de sentido. Las horas que por más que se acumulen, no logran importarnos. Los minutos de humo en los que nuestra insaciable y prontuita brevedad impera, y todo lo que no huele a ella, acaba por desvanecerse entre las venas de un perfume inacabado o mal llamado intenso, mismo para el que la vida es un acertijo prescindible y liviano, y todo lo que a ella se asemeja puede trazarse dentro del mismo perímetro de aburrimiento en el que concurren todas las cosas.

Llegan esos días, y no llegan. Están, y no sólo eso: lo hacen con un enfatismo digno de los dioses y de los cataclismos. Ocurren segundos que no se cuentan, y que sin desparpajo alguno transcurren, discurren y se escurren entre los dedos de una esperanza tan vana como los desechos que de los días nos dejan los impregnados de la desmemoria. Olvidados están aquellos de quienes puede tranquilamente olvidarse. Y no existe más culpa que la que impulsa el aburrimiento de quienes se nombran cansados de vivir, y luego viven para lo mismo.

Así es como llega aquel segundo de ingravidez en el que una cabeza desmemoriada se encuentra a sí misma, mirando el retrete de un baño de segunda. Y así es como todos concurrimos, cada quien con sus instantes, en los pliegos más enjutos de nuestras ganas. Luego, mirando sin mirar, orinamos largamente sobre la piscina de silencio que descansa frente a nuestros ojos. Y pensamos sobre aquellos que están medio piso abajo y descarnados, en plena pasión, tercos e ignotos: pero eso sí, vociferando. Este mundo es mundo porque bajo sus cobijas crepita una sociedad con creces.

Humeantes tarabillas que explican nuestro hastío: Soles dentro de las horas, dentro de los días, dentro de los mares.

Sílabas idiotas y ausentes, carne para el humo: argumentos insulsos que repican como campanas en un pueblo donde no les escucha nadie.

Así es como pervive esta sociedad humeante. Este mundo humeante. Esta caldera de sinfonías inconclusas, perversa y solidaria, geométrica y difusa. Esto no es nada sino todo. Y todo no es más que un apellido que se le pone a lo profundo. Demonio sin dios. Carne sin deber ni latifundios: Restringidas las manzanas, las horas y los días.



¿Libres? Libres nada más los que se salvan del gerundio.

septiembre 19, 2007

22 años después...

Para los que murieron engullidos por la tierra.
Y para quienes quedaron muertos o vivos, sobre de ella.
Y claro, para Italo Calvino, también.



No hablaré, pues el año pasado ya lo hice, acerca de las ventanas que gruñían y de los edificios que bailoteaban con violencia. Ya he contado la historia de esa bruma, y de cómo esa mañana quedó tatuada en mi futura y sólida neurosis, para siempre. Y de las calles, los niños y los muertos ya han escrito mucho mejores plumas que la que humildemente aquí se desliza, nuevamente en un 19 de septiembre, para rendir homenaje al día en que nuestro país se quebró, y a los muertos que acompañaron, como es costumbre, a nuestra catártica desgracia.

Es el hecho mágico de que las paredes hayan decidido caerse a las 7:09 de la mañana (aunque cada quien, como siempre en México, tiene una estadística distinta) lo que hoy me ha despertado en el paladar. No fueron los 8.2 o 7.9 grados Richter, que en nuestra experiencia vivencial, son tan iguales entre sí como un baile estrepitoso lo es de otro un poco más estrepitoso. No es lo curiosamente simbólico que resulta el hecho de que hayan sido las paredes y las casas, eso, es decir, aquello que oculta lo que hay en su interior y nos resguarda de la intemperie, lo que haya decidido caerse de una vez por todas, llevándose la sangre que hubiera de llevarse en el proceso, y dejando expuesta a una república desnuda, sin su toga de mentiras y concreto.

Aquí, donde nadie se dice la verdad. En un país fundamentado en la mentira y la necesidad hipócrita de parecer mejor de lo que es. De simular. Una república de empresarios, un prostíbulo de señoritas, una mesa redonda de caballeros especialistas en la usura y el deshonor: México trató de sacudirse a sí mismo de encima, infructuosamente. México se despertó temprano, y puntual llegó a la cita con su purga indiscriminada, pago sangriento de la posibilidad de cambiar. Y México no contaba con que cada mexicano lleva una hora distinta en su reloj, y que la estadística sería uno más de los territorios chuscos y torpes en los que la sociedad se movería en adelante. ¿Eran las 7.09 o las 7.11? ¿Fueron 10,000 o 200,000 mil los que murieron? ¿Fueron 2 o fueron 80 los millones de vidas las que acabarían siendo impulsadas irremediablemente hacia una adultez prematura?

México se sacudió las paredes para poder verse a sí mismo. Y cuando el espejo de una sociedad solidaria reflejó, bajo el cielo oscurecido de la ciudad -cubierta con la bruma de los muertos, los moribundos y los indiferentes- una realidad hipócrita y poco agradable, México se regodeó en la solidaridad de sus pobres, volcados en las calles y removiendo piedra a piedra sus edificios. Porque son los ricos y los pudientes dueños de las microondas y de las letras los que hoy se jactan de la "solidaridad" que nació en ese México, sí, pero fueron mayoritariamente los pobres, y más aún, los MÁS pobres los que se arrastraron por debajo de las piedras para hurgar en la tragedia, sabuesos de una esperanza que -de paso- los redimiera también de su desesperada situación social. Y al menos mediáticamente, y sin ningún afán de brillar, consiguieron salvarse del escarnio y ayudar desinteresadamente a los que pudieron ser ayudados.

Pero nadie lo dice, nadie lo habla: Como en cualquier tragedia familiar, el 19 de Septiembre de 1985 está idealizado como un día de dolor y de bondad. Enterrado bajo la consigna de un silencio políticamente correcto. Y todas las consecuencias políticas y sociales de ese terremoto están siempre bajo una cortina de autoindulgencia que -incluso 22 años después- sigue sirviendo de pedestal para que los miserables de facto, ergo, los políticos, hablen frente a los paupérrimos de condición, y en franco atole con el dedo les alaben (y de paso lo hagan consigo mismos) su condición de "mexicanos solidarios".

Solidarios. Solidaridad. Por alguna razón o por otra, esa palabra es una de las más huecas que puede pronunciar un mexicano. Salvo cuando el interlocutor se refiere a ese día de 1985, la solidaridad es un concepto vacío en la república de la simulación. A la solidaridad se le ha conferido una doble intención, una deshonestidad inherente e incuestionable, un velo de maldad y perversión que sólo las aguas benditas del 85 logran lavar una vez al año. Y es que con esa Solidaridad se construyeron los primeros ladrillos de la maquinaría que nos gobierna hoy en día, y que halló en 1988 su verdadero nacimiento, cuando el humo del temor y la vanagloria de los "solidarios" encontró su oportunidad para hacerse con el poder y terminar de enterrar a México.
Desde entonces, son muchos más los muros. Las ciudad ha reconstruido gran parte de lo que había dejado expuesta su desnudez, y sólo algunos mausoleos del abandono permanecen en pie, en esquinas de Arcos de Belén o casas inclinadas de la Roma en las que el tiempo se detuvo y sus habitantes se quedaron para siempre desnudos frente al frío de la indiferencia política.

La ciudad ha encontrado y erigido sus nuevos tapujos, y aquellos daminificados que no alcanzaron lugar en la lista siguen llorando sus pérdidas, hundidos en organizaciones vecinales y sociales que ya no tienen otra viabilidad que la de darles consuelo y autoayuda. El país se ha volcado apoyando esta nueva "solidaridad institucional" que supone ver por uno mismo y carecer de cualquier viso de memoria histórica o conciencia social por ser "estériles y trasnochados enconos", y ahora hay que ver "hacia delante".

Este México lindo celebra la tragedia del 85, cada año, y siempre ocurre apenas tres días después de que, en una de las fiestas más hipócritas que la constitución prevee, sus presidentes suban hasta lo alto de un balcón virreinal y griten que este amasijo de desigualdad social, amnesia histórica y ultraje económico que resulta ser nuestro país debe vivir. Que viva. Que viva. Que viva.

Y así, a pesar de que como individuo siempre he ubicado el 19 de septiembre de 1985 como el día en que empezó a terminarse mi infancia (que apenas comenzaba), no puedo sino asombrarme de pensar cómo es que, a partir de ese momento, México se ha dedicado a comprar vestidos, parches y ropitas que cubran las heridas de aquella tragedia, en lugar de enfrentar su desnudez de una vez por todas, y dejar de vivir bajo la tierra.




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