La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 28, 2008

Escribir para disentir

A la salud de un par de periodistas con el ego más grande que una prensa rotativa


Hace un par de días me involucré en una larga discusión alrededor de una nota periodística de bastante baja calidad. Los argumentos y la temática de la nota son poco importantes, aunque hay que reconocer que se trataba de política nacional, en la que mi postura si bien no es del todo radical, sí que es bastante incomprensible para izquierdas, derechas y lamehuevismos incorporados.

Pero el punto aquí no es tanto la nota en sí tanto como el acto de escribir en este país. Conforme pasan los días, los meses, los años, sigo recibiendo palmaditas en la espalda y sugerencias en distintos ámbitos para dedicarme plenamente a este ejercicio, arte, oficio o modo de vida.

Y es que precisamente ahí radica mi reticencia al respecto.

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Sobre qué es escribir para mí, en realidad, y cómo es escribir en este y otros países, estrictamente, está erigido todo mi asco. Puedo decir que escribir para mí es un ejercicio, una evacuación necesaria de ideas: a veces en forma de un acto de seducción, a veces a manera de exorcizar la tristeza. No siempre lo mismo ni con la misma intensidad, ni con la misma línea lógica, ni con la misma temática.

Eso, para los efectos prácticos de escribir como oficio, sería un primer e insalvable problema.

Por otra parte está el periodismo, al que ya he dedicado un par de añitos escribiendo alguna que otra tontería sobre mi oficio actual, en pasquines empresariales de bastante poco interés para mí. Debo decir que era bastante sencillo. La nota periodística, la crónica, o cualquier texto que pueda construirse sobre cierta temática transitoria, como la realidad nacional o una película, es un ejercicio de escritura simple y no por ello menos interesante. Imagino que con los años uno descubre formas de hacerse el trabajo menos repetitivo, y que los buenos periodistas mutan hacia otras formas narrativas menos fútiles que el papel periódico, o las revistas que se apilan en las peluquerías. Y sin embargo, no todos lo hacen.

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Hay algo sobre escribir que sigue sin gustarme: El mundo de los escritores. Y no se me malentienda. Conozco ya muchos, y muchos de ellos grandes y consagrados. Casi todos ciertamente agradables para conversar sin que ello no implique siempre estar bajo un halo de superioridad moral que les otorga el hecho de que su dominio de las palabras es reconocido por las convenciones sociales de la época, y que por ello sus palabras cuentan más que las de un simple mortal. Es el síndrome del gurú, presente en todas partes, y que practican los médicos, los sacerdotes, los intelectuales, los pequeños mesías y todos aquellos grupos en los que ese "liderazgo" supone ser ejercido. En el caso de los escritores, sin embargo, es siempre un liderazgo constituido por materia muy ambigua. Porque un científico puede hacer grandes descubrimientos, un político provocar grandes cambios, un médico salvar muchas vidas, pero un escritor -curiosamente- lo único que puede hacer es escribir. Y el valor de lo que escribe está siempre otorgado por una maquinaria de hilos mucho más finos que los que ponen pedestales para casi cualquier otro arte u oficio.

Y todo esto ocurre, evidentemente, porque las palabras -como ya lo he dicho constantemente a lo largo de años- son las putas más suculentas y monumentales y perversas que nos han sido otorgadas -a todos- por la condición humana. Y es así que si las palabras son meretrices (sin ningún tipo connotación gesto misogínico, ya que la cualidad femenina de las palabras sólo es culpa de la lengua castellana, en mi caso), y entonces los escritores y las escritoras son los grandes padrotes de ese burdel.

Y aunque la subjetividad de la palabra debiera ser menor a la de una sinfonía, o de un acto dancístico o de cualquier guiño que insinúa significado sin reposar en signifcantes, en la realidad no es así: El Nóbel de unos es el imbécil de otros, y siempre existen las palabras correctas para demostrar y redemostrar lo cierto y lo falso de cualquier argumento. Ese miedo me abruma cuando pienso en escribir: el ruido. El ruido de las palabras mientras se leen. El ruido de la contradicción. El barullo interminable de los que aman y odian lo que dices o dejas de decir, y las disertaciones interminables sobre las comas y los puntos que faltaron para que la obra de tal o cual pudiera ser considerada magistral. A Mozart nadie le ponía comas y puntos sobre la partitura, ¿o sí? Ni siquiera al Buki. ¿Por qué es que con las palabras nos creemos todos capaces y nos ensañamos tanto frente a la urgencia del entendimiento?

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Porque es posible. Con las palabras es "posible" entender y que cualquiera nos entienda si las decimos o las escribimos correctamente (vaya joda). Entonces, ante la duda, la gente arremete contra libros, escritores, interlocutores, periodistas...vienen las discusiones y otra vez los ruidos y las romerías y...yo termino por decir basta. De pronto en pronto, se antoja callar un rato. Callar y morder, besarse, follar, coger o no coger, pero dejar de hablar, pensar, verbalizarlo todo...

En ese mundo del escritor nacional, del periodista nacional, del "artista" nacional, todo funciona igual -o peor- que en la normalidad. Escriben para sí mismos. Es una orgía de caníbales que se van comiendo, felizmente y los unos a los otros, en pedacitos. "Señor", "Maestro", "Excelentísimo su último libro" - "Igualmente". Es como ver a los senadores convertirse en diputados -y viceversa- cada 6 años. Siempre las mismas caras, los mismos libros, las mismas ideas. Algunos verdaderamente geniales. Otros viviendo de olerle los pedos a los geniales. Algunos geniales felices de tener un séquito de huelepedos para cuando necesitan escribir algo mediocre, sin que nadie recrimine nada. El cuento -literalmente- de nunca acabar.

Yo prefiero disentir con todo eso. Disentir con los periodistas, con el establishment del escritor wanna-be y con el establishment de las vacas sagradas. Por eso, y no por otra cosa, jamás ingresé a la facultad de letras y pretendí que me interesaban las conferencias sobre gramemas perdidos. La vida académica, la ostentación, el uso de la palabra con el puro afán de convertirse en gurú, o hacerse de un séquito de arpias y gusarapos, me parece un afán somnífero y por demás arrogante. Pocos escritores que conozco escriben porque lo necesitan. E incluso, dentro de ese grupo, hay algunos que lo necesitan por motivos también ulteriores. Disiento entonces. Me dejo escribir en paz. Escribir y publicar, afortunadamente, no son la misma cosa. Publicar, quizás como John Twelve Hawks o como Pessoa o como Traven, je, podría ser interesante. Perdido en la neblina. Escupiéndole ilusiones al mundo. Jugando al espejismo.

Si no, francamente, prefiero seguir haciendo lo que me place. Y que venga un buen amigo a recoger el disco duro el día que muera en el intento.


Salud.

octubre 16, 2008

El puente al vacío...

Así se le denomina a un proyecto que Sarah Palin desmadró en Alaska. Y es que mientras más viejo me hago, y ahora que me acerco peligrosamente a cumplir 30 añitos, me convenzo más de que la política global es precisamente eso: Un pinche puente que no lleva a ninguna puta parte.

No comprendo. No logro entender la mentalidad del capital (porque el capital es un ente que vive, piensa, respira y se alimenta de hombres, mujeres y niños). Pero no hablaré de esto aquí, sino que lo dejaré todo en mi blog político.

Por el momento me encuentro en total esclavitud labora y con una desazón frente al mundo que no me cura nada. Quizás debería enamorarme, je. Pero ps al parecer ya le tengo mucha tolerancia a esa droga del amor. Ya no me pone, snif.


Nos vemos en el bló político. Hoy tengo ganas de despotricar.

octubre 02, 2008

2 de Octubre

No se olvida.

El avión comienza a aterrizar. Alivio. El sonido del enorme aparato con ruedas que permite que esta bestia de acero y anti natura pueda caer "suavemente" sobre toneladas de asfalto dispuestas para ello. Luego la vuelta parabólica: el momento extraño en el que alguien anuncia en el altavoz que la aeronave se dispone a descender, y sin embargo asciende abruptamente para encontrar su trayectoria hacia el suelo. Quizás ese sea el primer recuerdo que tengo de los aviones. Esas bestias de acero y algoritmos que simbolizan tan bien nuestra condición de animales capaces de modificar nuestro entorno violentamente.

Entonces el avión asciende porque tiene que bajar. Toma el control el piloto humano, demasiado humano, y a brinquitos coloca la nariz del aeroplano en donde tiene que estar. Jala el timón y el avión sube. Nivela el timón y el avión se detiene en el aire, como una gacela a punto de ser herida de muerte. Y luego, después de ese funerario instante que se congela en las nubes, pulsa el piloto los botones correspondientes y los alerones se encargan de hacer bajar a la gran gaviota sin alma hasta los adentros más centrales del cruel basurero de la humanidad: Y cómo amo a mi ciudad tiradero.

Soy un animal de arrebatos e incongruencias. Detesto volar, pero adoro ver el mundo desde arriba. Me aterroriza morir, pero también me desgasta enormemente vivir la vida, desmenuzarla como buen obsesivo, descubrirme imbécil a cada paso, aprender a reírme de mí mismo, y luego de cada aterrizaje, bajar del avión y caminar a ras del mundo.

Hace poco, en mi absoluta adicción televisiva, me topé con un gran parlamento en cierta serie gringa de cuyo nombre prefiero no acordarme. Una mujer de fe, herida por las circunstancias, le decía a un hombre de razones, herido también, pero por sí mismo:

Dr. Gregory House: They're out there: doctors, lawyers, postal workers. Some of them doing great, some of them doing lousy. Are you going to base your whole life on who you got stuck in a room with? (Están allá afuera: doctores, abogados, carteros. Algunos haciendo algo grandioso, algunos haciendo cosas horrendas. ¿Piensas basar toda tu vida sobre aquellos con quienes te toca estar atascada en una habitación?)

Eve: I'm going to base this moment on who I'm stuck in a room with. It's what life is. It's a series of rooms and who we get stuck in those rooms with, adds up to what our lives are. (Voy a basar este momento en quien resulta estar atascado en esta habitación conmigo. Eso es la vida: una serie de habitaciones. Y con quien resultamos estar atascados en ellas, añade sentido a lo que nuestras vidas son)

Un continuo de habitaciones. Una habitación tras otra. Primero la cama, el cuarto, luego la madrugada, el taxi, luego la fría y espantosa sala de cualquier aeropuerto, el aeropuerto. Después la espera, la espera en sí misma, la mujer de enfrente rascándose la nalga, el hombre al final de la fila y su desesperación. Después la escalera, las escaleras, luego el aeroplano, el viejo aeroplano bimotor en el que regalan un mal periódico acompañado de cacahuates. Y así. Así todo lo demás. Una habitación detrás de la otra, luego de la otra, debajo de la otra. Un edificio universal, repleto de pasadizos, plagado de chimeneas, atestado de cuartos que parecen ratoneras sin salida. Eso y después los demás. Los otros hamsters de la ecuación. Las otras ratas. Y los científicos que nadie ve, que nadie conoce, que nadie compra. Los que lo miran todo y toman notas. Los que le brindan esperanzas a esos afortunados que saben sentir fe. Los que llenan de rabia a todos los que los consideramos o inexistentes o sencillamente crueles. Cosa que no importa. Pues esa habitación -la de la duda aderezada con sensación de abandono- es sólo otra de la que podríamos o podemos sencillamente salir. O en la que podemos encontrarnos a otro habitante, casualmente, y entonces fundar una isla desierta, para después solamente persistir en compañía.

Hoy es 2 de octubre. Hace veintitantos días que no escribo nada que no sean conclusiones y moralejas comerciales para un estudio de mercado de proporciones molestas. Esa ha sido mi habitación hasta hoy, cuando aterrizó mi pequeño aeroplano de juguete, y pude salir de ese lugar para volver al mío. Y hoy, me vengo dando cuenta, es 2 de octubre. No se olvida. Y no se olvida porque las paredes siguen cubiertas de sangre y de amnesia. Porque la habitación se torna roja y amanece. Apenas amanece. Mi habitación marca las 7 con 30 minutos.

40 años después de aquella habitación negra y roja, viene llegando mi aeroplano de vuelta a la vida y a la realidad. Yo no padezco de amnesia. Ni siquiera me olvido de lo que no me tocó vivir. Pero recuerdo la sangre y -sobre todo- la sangre que acompaña a las habitaciones de la verdad. Del justo reclamo. Del sacrificio.

Mi junta final es a las doce del día. Una habitación de trámite luego del pasado mes de reclusión. Inmediatamente me dirigiré a Tlatelolco. Y caminaré los caminos que trazaron esos extintos habitantes. Y recordaré porqué amo a mi ciudad. Y recordaré porqué odio a mi país. Y luego me sentiré satisfecho, por un instante muy parecido al del avión que se dispone a descender, para entonces volver. Volver a casa.

Y volver, pusilánime y sin remedio, a mi habitación.

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