La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

noviembre 20, 2009

Division Bells (post largo, sesudo y lleno de Luz y Fuerza, je)

Pueden creerlo: Soy de izquierda total pero no desprecio absolutamente la liquidación de Luz y Fuerza del Centro.

Durante años, LyFC había sido una verdadera carga personal: para mí y para los míos. Meses de cobros irrisorios (3500 por bimestre en casas de 12 focos, por ejemplo). Cortes arbitrarios, departamentos vaciados por caseros abusivos y coludidos con la empresa, vaya: Una verdadera monserga por donde se le vea.

Y sé perfectamente que no era yo el único. A mi medianamente humilde edificio en la colonia Juárez -al mismo tiempo que a mí- le llegaban recibos de 30,000 pesos por una minúscula bomba de agua plus 10 focos que alumbraban el largo camino de 4 pisos que compone toda la inconmensurable construcción. Tomó muchas horas de queja y demostración, además de 6 horas de arresto personal en los separos de la delegación Cuauhtémoc, para que la extinta compañía de luz y fuerza del centro nos dejara de chingar alevosa y redomadamente. Nada padre, si me preguntan a mí, que pasé (y pagué) por un arresto ilegal, sin deberla ni temerla.

Es así que mi postura -no la personal, sí la política- poco tiene que ver con mi desprecio profundo y absoluto de la susodicha empresa. Al día de hoy, para colmo, yo les debo 5,032 pesos. Tres bimestres de 200 pesos y uno -misterioso- de 4,400 pesos (cobrados en tarifa de alto consumo, por los huevos de quien sabe quien).

Sobra decir que nunca les voy a pagar semejante cantidad. Probablemente robe el medidor o me haga absolutamente pendejo cuando -en el año 5000- la CFE se tome el tiempo para cobrarme tales fortunas que yo -por supuesto- desconoceré absolutamente. Y sin embargo, no comulgo con la liquidación de tan infernal empresa. Y no lo hago por razones tan válidas como las que llevaron a Felipe Calderón a despachársela: Y es que no me da la gana.

Las cifras son sumamente ambiguas: Algunos afirman que LyFC implicaba cerca de 60,000 empleados formales (y probablemente chingonomil informales). Si semejante cifra fuese cierta, hoy hay 300,000 individuos que -de un día para el otro- se quedaron sin ingreso-alimento-comodidades-etcetcetcétera. Y por más que yo desprecié, desprecie o aún despreciaría a la empresa que les daba de comer, no puedo sentirme feliz ante semejante despojo.

Y es que hay que entender cosas muy simples: Primero que nada, la maniobra política. Y es que a pesar de que el sindicato de LyFC ha sido por demás voluble desde que "vio la luz", es innegable que en la presente década ha sido un elemento sindical beligerante y contestatario frente a los gobiernos panistas que nos han "dirigido" desde el 2000.

Y, segundo, es innegable que el panismo federalizado ha buscado -por cielo, mar y tierra- una manera de regolpear (y digo "re" porque suficiente se ha golpeado a sí mismo) al gobierno "izquierdista" de Marcelo Ebrard. Incapaces de nulificar a la ciudad por la vía presupuestal, todo parece indicar que los brillantísimos panistas contemporáneos han optado por generar 300,000 paupérrimos más (a través de esos 60,000 despidos), con el afán de delinear un clima de caos y confrontación que -por la vía de su siempre bien entretejida estrategia de medios (y esto lo digo con mucho conocimiento de causa)- pretenden "zarandear" y cosechar: Todo en la forma de la indignación popular que generan las satanizadas marchas y todos esos "ladrones" que "pretenden cobrar 1500 pesos a cada familia", según los últimos espots que el gobierno federal sigue pautando frenéticamente para justificar la desaparición de LyFC.

Un eunuco como yo no puede sino situarse en el justo y comodino medio de toda esta estratagema Macartista. Pero por más que lo hago, y por más que recuerdo las arbitrariedades de las que fui víctima gracias a esa pinche empresucha protopriísta, no me queda otra postura que la de sentirme aterrado ante el panorama palpable: No habrá marcha atrás whatsoever. LyFC nunca más operará el suministro de la pseudociudad más grande del mundo. Y sin embargo, difícilmente esto significará una mejora en el servicio que los usuarios finales recibimos.

¿Por qué lo digo? Muy sencillo: Hasta la noche de hoy, mi edificio estuvo en penumbras durante siete días. Aunque no "en penumbras" propiamente. Déjenme explicarles: La corriente que brota del cableado subterráneo que cuadricula el centro histórico del Distrito Federal, es muy diferente a todas las demás. Aquí no hay postes ni cables colgantes a todo lo largo de las calles. Acá la luz llega desde debajo de la tierra y -en teoría- es trifásica. Esto quiere decir que tres gordos cables alimentan cada local y cada casa y cada edificio de la zona. Y cada cual alimenta una serie de viviendas, comercios o complejos luminosos, según sea el caso.

Bueno, pues resulta que hace una semana se quemó (o tal parece) un par de cables que alimentaba mi edificio. Por ende, dos terceras partes de los departamentos quedaron en penumbras, sin contar con que la bomba de agua se quedó igualmente jodida por lo mismo. Las quejas brotaron y brotaron desde el primer minuto (tengo vecinos que repelan, gracias a dios). Y pasaron siete días y dos docenas de quejas para que la nueva y renovada cuadrilla de operaciones de la súper CFE pudiera descifrar -y resolver- el susodicho problema.

Todo esto no tiene otro propósito que el de denunciar la estupidez operativa de nuestro puñetero gobierno: Y es que quizás a mí no me habría importunado mayormente un recambio radical de LyFC, hecho por las razones correctas, y operado con la sensatez necesaria. Pero vaya que me emputa que un presidentito enclenque se tome la libertad de disolver a la empresa que se encarga de suministrar la luz de 30 millones de personas sin otra previsión operativa que la de montar un "call center" tan ineficiente y ridículo como la propia empresa que le dio la gana disolver. Y es que es sintomático...

Es esa clara y precisa falta de previsión y eficiencia la que nos tiene como nos tiene. Gobiernos estúpidos pasan y se suceden, uno sobre otro, y la culpa siempre la tiene -mediáticamente- el anterior. Y así ocurría, igualmente, con el PRI. Pues hay tantos PRIs como contextos globales. Y tantos delamadridistas como lopezportillistas los hubo en su momento. Siempre recargándose en la ineptitud del comandante anterior -de dientes pa'fuera- pero siempre abusando del ciudadano presente. Y -guess what?- siempre reeligiéndose con números insultantes. Y siempre evidenciando la falta de criterio de nuestra victimizada -y victimizante- ciudadanía.

Hoy llegó la luz y debería de estar feliz y contento. Y sí: de algún modo lo estoy. Pero no nací tan purasangre como para aguantar un antifaz y sí -yo sí puedo- al menos me jacto de poder ver más allá de mi propia nariz: Este decretito tiene destinatario, y el destinatario es la ciudad (nuclear y extendida), además de todos sus habitantes. Y más allá de lo que Marcelito Quebrard ha malhecho, tenemos también a Felipillo y sus huestes desesperadas por admiración, aunque sea sobrante.

Yo, que detesto con toda mi alma a LyFC, no puedo entregar mi admiración tan fácilmente. Pues quizás haya desaparecido una empresa vomitiva y deplorable de un plumazo, sí, pero lejos esto significa que la próxima será mejor.

Hoy llamé a su apreciable Call Center: Así, de entrada, les puedo decir que "el sistema" no sabía de una "colonia Juárez".

"Aquí están el monumento a Cuauhtémoc, a Colón, la Ciudadela y Bucareli. Incluida la Secretaría de Gobernación" -les respondí-
"A ver, deme su código postal, señor, por favor" -replicaron, muy modositos-
"06600" -dije, de memoria-
"No, señor. Ese código me aparece en la delegación Azcapotzalco, acá en el sistema..." -respondió la nueva empleada, confiando absolutamente en su "sistema"-

Sobra decir que al final (luego de media hora), encontraron la colonia en "el sistema". Y después de hora y media de palabritas y reclamos cortantes -mágicamente- volvió la luz luego de siete días. Dudo mucho que gracias a mi impertinencia. Pero dudo mucho -también- que gracias al infalible plan operativo que Felipillo y sus secuaces habían NO ideado antes de desplantarse a LyFC, sin tener ni puñetera idea de lo que estaban haciendo.

(Y vaya, pa terminar, un breve recordatorio: Este señor era el que vendía planeación y visión a largo plazo. Y de igual modo, ofrecía recortar impuestos en lugar de subirlos. Y aunque hoy se justifique, permanentemente, en la crisis global, yo sí me quito el sombrero frente a Joseph Stiglitz (premio nobel de Economía 2001), y puedo constatar que de estadista, este pinche enano no tiene nada. Y que de pendejos, sin ofender, todos los que votaron por este imbécil por puro miedo, lo tienen todo).

Y salud.

julio 22, 2009

Manifiesto desesperanzado.

En respuesta a una reflexión ajena


Este no es un mundo de espera. Es un planeta de esperanzas. Y las esperanzas son el arsenal más sutil de los poderosos. Aquí ya nadie quiere esperar. Todos quieren tener esperanzas nuevas a velocidades cada vez más inusitadas. O como bien reza el cliché: ______ a un click de distancia. (Llénese con palabras como: "amor", "salvación", "Jesús", "Seguridad", "Miguel Hidalgo limpia" o lo que se prefiera)

Y es más bien la esperanza que la espera, aunque concuerde en todo lo demás que plantea esta reflexión. Y es que hay que entender que eso que llama espera es más bien la infatuación -fatua desde su propia raíz etimológica- que la sociedad tiene ante la sistemática y estudiadísima promoción mediática de salvaciones desechables. Escapes para no pensar. Salidas silenciosas.

En palabras más pequeñas: Adoramos la esperanza porque desde tiempos inmemoriales ha sido el motor de coerción y coptación que los poderosos han utilizado para sosegar la discrepancia. Para acallar las rebeliones. O, en algún momento, para lograr ponernos de acuerdo y construir lo que llamamos "civilización".

Dios, el comunismo, la doctrina Monroe, Batman y hasta Robin: Todos adalides de los manufactores de la esperanza. Todos producto del hombre a la vez que generadores de humanidad (con su respectiva dosis de fantasía). Algunos más peligrosos que otros, tanto como fuesen las intenciones originales de sus creadores (o perpetuadores). Pero todos -TODOS- forjadores de esperanzas. Alguna vez grandes y longevas. Hoy mismo diminutas y efímeras.

Es en ese sentido en que la humanidad siempre ha caminado con la brújula de la esperanza en la imaginación. Y por humanidad no me refiero a los ostentores del poder, sino simplemente a los ciudadanos de a pie. Consumidores o creadores de sus propias fantasías. Usuarios de la esperanza a gran escala.

Pero no. Ya no somos más un mundo que sabe esperar. Sabemos esperanzarnos con lo desechable, que no es lo mismo. Y sabemos apenas, un poco más.

No somos ya esa humanidad embelesada con salvadores tanto como lo éramos hace 1000, 100 o incluso 10 años. Las grandes esperanzas sucumben -cada día más- a la tonada de la globalización y de lo virtual. Y por ello la democracia siente miedo. Y más cuando sus siervos recurren a la anulación de sus productos esperanzadores tercermundistas, y dejan sus boletas en blanco, o votan por todos y por nadie, o apuntan con bonita letra "Michael Jackson" en el espacio designado para que nadie lo use.

Y no está mal. Finalmente, la democracia fue construida como la única forma viable de homogeneizar lo heterogéneo y mantener los motores de la industria caminando, al mismo tiempo. Y aunque algunos dirán que esa forma de perpetuar el poder -aunque cambie de manos- es la única que tenemos para evitar la anarquía y la barbarie, la realidad es lo suficientemente necia para demostrarles que incluso ese propósito ha sido sobrepasado por la propia anarquía y barbarie que -al menos en México- ha significado este sistema en términos de desigualdad social, criminalidad y sin irse tan lejos, caos y corrupción generalizados.

Es así que comulgo absolutamente con quienes promueven la anulación como un llamado a dejar la espera y cuestionar las bases de la democracia tercermundista de nuestro México conformista. Siempre y cuando entiendan que su llamado tiene que desasociarse de cualquier connotación de "esperanza" y tomar las riendas de todo lo contrario: La acción. Dejar la espera no puede significar más espera. Dejar la esperanza, menos aún esperanza.

Y entender la acción como un fenómeno creativo, volitivo y contundente. No como un cliché de hacer ruido dentro del mismo auditorio de siempre, y con las reglas y los presentadores de costumbre. La acción como un propósito revolucionario contra la displiscencia y la "aceleración vertiginosa de las esperanzas" que supone la era digital, sobre todo en la mente de quienes nunca conocieron un mundo sin homo videns o una vida sin esperanzas autorrenovables con cada película de Harry Potter, primero, o con cada nuevo Harry Potter, después.

La esperanza, que no la religión, es el nuevo "opio del pueblo". Y se solidifica -irónicamente- en puros mundos de humo digital, abonados por los viejos granjeros de la sangre y el amarillismo que representan los grandes medios escritos y electrónicos de la humanidad. Es hora de acabar con ella.

Aun si al final del viaje, no tengamos la más mínima esperanza. Como la que yo NO tengo al escribir estas líneas -si pretendiera que alguien les hará el mínimo caso-.


Salud.

julio 08, 2009

Si yo fuese taxista...


Esta, con toda inseguridad, sería mi unidad...




Un fuerte brrrr a las dos de la tarde, en pleno "puente de la morena". Snif.

junio 22, 2009

Twitter: La pesadilla globalizada.

Hay gente tan tristemente atrapada en el consumismo, que su mundo interior es un Seven Eleven. Otros, que tienen un poco más de lana, pero son igual de tristes, llevan dentro un gran Wal-Mart. O un Bloomingdale's. La misma mierda, con muros más altos. Mejores anaqueles. Un espejismo, que otros llaman estilo de vida, y que es más cómodo y adecuado para la rota y egocéntrica imagen que tienen de sí mismos.

¿Cómo es que podemos pasar por la vida reparando únicamente en las cosas que consumimos? ¿Desde cuando el beber Coca-Cola tiene el derecho a definir lo que somos? ¿Cómo es posible que, utilizando las portentosas herramientas de comunicación que nos trajo el siglo XXI, lo único que sabemos decir es cuánto amamos consumir tal o cual cosa, o cuánto amamos a las propias herramientas?

Tengo cerca de un año utilizando el dichoso Twitter. En principio, me resultaba absurdo. Inútil. Absolutamente prescindible. Y aunque durante los primeros meses tenía en "mi red" sólo a gente que conocía en el "mundo real", usar la susodicha herramienta era más bien una excusa para el ocio. Un lugar para compartir con amigos "reales" cualesquier pendejada que estuviera haciendo en ese momento, o el chistorete espontáneo que acababa de surgir en alguna conversación que sí me estaba haciendo reír en la dimensión humana.

Por diversos azares me hallé añadiendo nuevos personajes. Y de entre toda la incontable paja que todavía hoy mantengo en mi "timeline", aparecieron -como siempre- algunas gemas. Individuos que no solamente malgastaban su día "chateando" en lo que termina siendo un gigantesco chat globalizado al que no entras y del que no sales. Esto último me quedó clarísimo cuando un muy apreciable conocido preguntó, en su primer día, que "cómo cerraba esta cosa". Ahí me descubrí diciéndole: "Tú tranquilo, esta madre no se cierra ni se abre...nadie sabe si estás o no estás realmente ahí..."

Con todas las implicaciones que esto último tiene en la supuesta herramienta de comunicación que resulta bien-o-mal ser Twitter, hoy me descubro asustado de lo terriblemente real que este hecho resulta. Twitter no es un chat porque su chat-room es el mundo tecnificado. Y los Twitters no son chateros porque nadie tiene una lista de nombres avisándole si están ahí, si medio están, si están "nomás milando" o si se acaban de morir atropellados por un autobús. Exactamente igual de terrorífico e impredecible que el mundo "real", sólo que en voz alta.

Es así que Twitter resulta una gran humareda. Miles -o probablemente millones, ya para estas fechas- de "personas" virtuales soportadas -casi todas- por personas "físicas" (y no en el argot tributario, sino en el literario). De entre todas ellas, uno mismo. Uno y su creciente o decreciente lista de followers. Muchos, tristemente, pensando en voz alta la mayoría del tiempo:

- Tengo hambre
- Él debería de llamarme
- Eso también.

No es que sea yo quién para decirlo o que el "mundo" (de Twitter) esté para escucharlo pero hacer públicas tus pulsiones vitales, sin otra intención que la de otorgarle validación a tus pensamientos a través de su exhibición pública, es absolutamente pendejo y prescindible. Y es, además, sintomático de lo que ocurre al mundo en la última década: La posibilidad que nos otorgan las nuevas herramientas de comunicación para ser "escuchados" (o entendidos, o leídos, etc.) no es un bien en sí misma. Esto se hace aún más evidente en las mal llamadas "redes sociales" y en los inacabables gadgets que se idean y producen todos los días, para estar cada vez más cerca de ellas. Aún cuando -ilusoriamente- nos hagan sentir más cerca de "nuestra gente", cuando la geografía no lo hace propicio.

Lo único que ha hecho patente este novedoso poder de lanzar oraciones al poblado viento de la información, es que son muy pocas las personas que tienen "algo" que decir. Y no me atrevo a asegurar que cada vez sean menos, porque -quizás- lo único cierto es que la posibilidad de saber lo que la gente dice sólo hace evidente una realidad que por siglos había permanecido silenciada por la inaccesibilidad de los medios de comunicación, y que es algo muy simple: La gente es pendeja. Hoy simplemente es pendeja Y ruidosa. Y su ruido se entreteje vertiginosamente hasta convertirse en vanguardia. Y entonces, le ponemos Twitter al niño. Santo remedio.

No me detendré demasiado en enumerar la cantidad de vaguedades que se dicen a diario en Twitter. Los estereotipos son pocos, sin embargo, y como parte del medio me tengo que colocar en alguno de ellos, para no pecar de "larger than life" (aunque con mi panza bien podría). Digamos, a grandes rasgos, que los tuiteros se resumen en las siguientes categorías:

  • El hermenauta (que no hermeneuta) de la pendejez: Dícese del grupo más grande de Twitter. Ellos dedican el 90% de sus aportaciones al "pensamiento básico en voz alta". El hambre parece ser tan cruenta en este casillero, que uno podría creer que viven en Ruanda, si no fuera porque tienen computadoras y luego "bajan al OXXO" a saciarla.

  • El "Compro, luego soy": En este lugar encontramos a un gran número de chavitos bien adoctrinados por la publicidad, y que gran parte de lo que comparten es su amor por el innumerable cúmulo de productos y servicios que facilitan su existencia. Cocacolas, cervezas, perfumes, grupos de rock, gadgets re-innovadores y escuelitas que pretenden ser universidades son sus temas favoritos.

  • El "Mi relación tortuosa es TU relación tortuosa": Aquí encontramos a un gran grupo de seres que, incapacitados para actuar o tomar decisiones en sus relaciones interpersonales, se dedican a publicar sus dudas, satisfacciones y desagrados emocionales, sexuales o familiares con el resto del mundo. Entre sus miembros se cuentan muchos gays de clóset, bisexuales necesitados del show-off y heterosexuales altamente frustrados. De cuando en cuando son divertidos.

  • El "Computín rabioso": Acá fácilmente ubicamos a muchos de los primeros usuarios asiduos de Twitter. Aunque mucha de su comunicación gira en torno a plataformas computacionales que ni su puta madre entiende, de repente se vuelven humanos y -a veces- hasta resultan agradables.

  • El "one-hit-twitter": Grupo por demás copioso en el que hallamos a mucha gente que no entendió un pito de cómo usar el twitter o simplemente le pareció inútil porque no supo añadir a sus amigos. También aquí aplican todas las cuentas "temporales" que generan los políticos, los "famosos" y los restauranteros de tlalpan que fueron estafados por el siguiente grupo.

  • El "Experto en Social Media": Este muy particular grupo de engendros está conformado por seres cuya vida real suele ser bastante pusilánime. En retorno, su vida virtual es copiosa y excitante. Su conocimiento -casi siempre- apenas mayor a la media de Twitter y otras herramientas virtuales los lanzó en una búsqueda frenética de identidad. De ahí que ejercen como "gurús" para muchos, a pesar de que el 98.5% de todo lo que "tuitean" está, absurdamente, relacionado con Twitter o cualquier otra "curiosidad" virtual. Son particularmente patéticos pero -en algunos casos- logran convencer a muchos incautos de que saben "algo" acerca de lo que sea.

  • El "Nihilista codependiente virtual": En este heterogéneo grupo se encuentran los contados personajes que no dependen pero sí dependen del medio para lanzar su mensaje. En su favor podemos decir que TIENEN un mensaje y que el mensaje en cuestión no siempre redunda en el medio, la coca-cola o su vasto conocimiento sobre nada. Son capaces de mostrar distintas caras según su estado de ánimo, lo que los hace menos robóticos y lineales que el resto, aunque de pronto abusen del medio y terminen exhibiendo cosas que ni sus mamás hubieran querido saber. Su principal valor es que, sin dejarlo, de cuando en cuando saben despotricar del medio. Y que, cuando quieren, pueden ser todos los anteriores sin dejar de ser ellos mismos.


No hace falta que diga en cuál de los estereotipos me ubico a mí mismo. Y no hace falta tampoco decir que el resto de los usuarios de Twitter, son simples "bots" programados para venderte al partido verde, las chichis de Britney Spears, algún tipo de noticia inútil o todas las anteriores.

Tampoco profundizaré sobre lo absurdo que me resulta notar cómo tanta gente deja de ser gente si no la conforman sus consumos. Desde el ejercicio frenético hasta la Coca-Cola que llueve clichosísimamente (sic) sobre sus bocas abiertas. Desde su profundo sentido de la bisexualidad, entendida como una moda que hay que exhibir torpemente, hasta su profundo amor por McLuhan y el medio (Twitter) que se superpone al mensaje (Propio).

Alguien debería decirles a todos ellos que la Cocacola es rica y nada más. Y que ser bisexual está chido si no necesitas que nadie lo valide. Y que el medio no es el mensaje. Es meramente el masaje. Cuyo final feliz -o infeliz- pones tú mismo. Si puedes.

Y ya. Snif.

junio 10, 2009

La futilidad de lo aleatorio.

De alguna manera, probablemente aleatoria y biológica, el ser humano se convirtió en una entidad regida por el lenguaje. De eso, hace mucho tiempo. Pero son tantas y tantas las generaciones que han sido engendradas bajo el poder de otorgar nombres, que ya ni sabemos cuántas deberíamos nombrar. Primera ironía: El poder de nombrar lo infinito, y sin embargo, persistir en las ganas de enumerarle.

Nos empecinamos en nombrar, y luego lo llamamos naturaleza humana. Nacidos sabiéndolo, crecemos entusiasmados con fantasías que no tienen perímetro ni posibilidad. Dios, para algunos. Santa Clós, para otros. Horóscopos y Zodiacos acompañan nuestro tránsito hacia la edad adulta. O a veces, incluso, la ciencia. Todos nombres para explicar otro nombre, aún más absurdo que sí mismo: La realidad de lo aleatorio. La aleatoriedad. The randomness. Or the futility of its very thought.

Evidentemente resulta frustrante aceptar que no hay una explicación para nada de lo que nos rodea. Siempre es mejor poder acudir a nuestros porqués de temporada. Es que es el clima, es que es que soy Tauro. Es que Darwin nos hizo capaces de abstraer y nombrar: Ni madres. No sirve para nada. Somos la especie intergaláctica de hormiga rabiosa que vino con la misión avanzada de nombrarlo todo. O no. O quizás, no somos nada. ¿No será eso precisamente lo que nos aterra?

Nadie, sino el ser humano, tiene mayor injerencia o responsabilidad en la explosión demográfica que nos ha llevado a nacer en donde nacimos. Somos tantos y queremos ser tanto mucho, que por ello nos aterra equivaler lo mismo que cero. Pero no hay problema: para eso está la realidad sociopolítica. La necesidad de trabajar. La naturaleza olvidadiza de los pueblos y las sociedades. Basta echarse un clavado en cualesquiera de ellas, para desvanecerse en una multitud amorfa que algunos llaman solemnemente "historia": Y está bien. O mejor dicho: Es necesario.

El problema -mi querido Watson- es que una vez que has atisbado el otro lado del camino, no existe retorno posible. Si eres esclavo de tu propia angustia existencial -y nada parece calmarla- tú sólo cálmate: Nada la podrá calmar (sic).

Como un libro malhecho de Carlos Castaneda, yacemos multitudinariamente en la misma certeza: No existe cura para la ansiedad de poner nombre a las cosas. No hay manera de librarse de la tarea de querer librarse de la tarea. El lenguaje es un laberinto circular cuyo rumbo y salida está sólo en sí mismo.

Desnudos, absortos, ciertos de que no seremos supermán, Mozart o ningún otro estereotipo que alivie nuestra ansiedad egóica, transitamos como zombies sobre la vereda de los tibios. Y salimos a trabajar, con la neurosis bien puesta, y el afán de que mañana

y sólo mañana (aunque tal vez pasado)

quizás o perhaps, o precisamente puede ser que mañana

es el día que esperamos eso mismo...

pero -claro- sin esperar nada.


Salud.

junio 07, 2009

Ciudad sorpresa.

Esta fue una de esas noches en las que te encuentras a ti mismo mientras hablas. No es cuestión de la charla o el aderezo omnibulante que le otorgan el alcohol o los recovecos de adjetivos: Hablo de cuando realmente te hallas construyendo posturas (intelectuales, no vayan a pensar) que antes -a pesar de ser tuyas- te eran desconocidas o simplemente inconexas. Conforme las palabras salen de tu boca, tú te escuchas a ti mismo pensando ordenadamente. Y luego asumes tus propias reflexiones, y sí -quizás- te sorprendes de lo simples y atinadas/subyacentes que te resultan, toda vez que ya las has emitido.

Para que ello ocurra -claro está- es necesario que el interlocutor te adjudique todos esos adjetivos. Cuando eres sólo tú el que los impone, probablemente estaríamos hablando de una peda ególatra como tantas, o de un brote de autoaceptación súbita y propiciada por ciertas drogas, o -simplemente- por una muy buena semana (en general).

Sin embargo, no todos los días uno repara en explicar lo que supone que es la historia de "México", desde la conquista hasta la globalización, y con tan poquitas palabras. Y cuando el interlocutor es un cuasiturista absolutamente atento a tus debrayes estructurados, uno suele poner especial empeño en mantener el nivel de asertividad (sí, con "S") lo más alto posible.

Y es que resulta extraño reflexionar -públicamente- acerca de un país tan surreal como este (mío y de quién sabe cuántos más). Y resulta -también- demasiado fácil recurrir a las etiquetas, y dejarlo todo en una aproximación -tipo bosquejo facilista de Miró- a todo aquello que conforma la razón por la cual los mexicanos somos tan absurdos, inexplicables y -a su vez- atractivos para los espectadores ajenos a nuestra idiosincrasia. Claro que se puede decir que somos un pueblo multicultural y por ello complicado. O que nuestra mezcla demográfica es la causa y el efecto de esa total destornilladería cultural que nos hace tan absurdos. Pero no es así.

México es un acto de fe dibujado sobre sí mismo: Un malabarista bailando en la cuerda floja que une dos acantilados que separan -a su vez- un par de ecosistemas totalmente antagónicos, para colmo. O más fácil, si se quiere: Un abanico-cliché de contrastes y diferencias que añoran -rabiosamente- ser descritos. O mejor aún: una narrativa que cuenta eso mismo: la añoranza de la descripción, la necesidad de nombre, la explicación de un Octavio Paz que ironizaba sobre sí mismo, mientras ironizaba sobre todos los demás. Ese país en búsqueda perpetua de mejores nombres (y que no de mejores hombres), pero que alcanzó siempre -de una u otra manera- sus oscuros y necesarios objetivos que nunca tuvieron rumbo. México: Siempre fiel. "México": Siempre lleno de "méxicos". Ilegible pero inspirador.

En este contexto en el que lo multicultural resulta prodigioso, yo me atrevo a decir que en el caso de mi México es precisamente lo contrario: Ha sido -precisamente- esa diversidad de razas, pueblos, destinos manifiestos y supuestos poderes la que nos ha llevado a ser conquistados por un prodigioso pescador de ríos revueltos (alas, señor don Cortés), y luego por todos los demás.

Y fue (y es) esa persistente disonancia -muy remunerable- la que esos mismos pescadores subsecuentes, desde don Cura Hidalgo hasta don Fecal, han sabido convertir en un mito harto provechoso: El mito de México. El mito de los mexicanos y nuestra surrealidad seductora. El caparazón que sobrevuela nuestra primigenia versión de la Cenicienta latinoamericana: El lugar en el que no hacen falta revueltas, ni muertos, ni extraviados para "sentir" el "progreso".

Que no se me malentienda: Como ya lo he dicho muchas veces, encuentro adorable -e incluso adictivo- el hecho de vivir y "montarme en los lomos" de una ciudad como el D.F. Recurriendo una vez más a la eterna analogía, asumo que ser chilango y estar enamorado de la Ciudad de México equivale a engancharse con la mujer más complicada que has podido -medio- saciar en toda tu -insulsa- vida. Todas las otras entelequias de mujer/ciudad/camino resultan entonces sumamente predecibles. O quedan chicas. O terminan siendo tan domésticas como tu "street wisdom" (sabiduría callejera) te lo impone.

Y, sin embargo, asumir semejante grado de chilanguedad (o chilanguez, o chilangonería, o chilanguismo -who knows-) supone muchas y muy profundas facturas:

Esa consecuencia es -curiosamente- casi esotérica: Descifrar esta ciudad implica nunca volver a encontrar un "camino a casa". El dichoso ejemplo de "casa" termina siendo siempre otra cosa: Muchas veces es sólo la ansiedad de permanecer buscando -casi perdido- mientras esperas imberbe eso que, se supone, es la "nueva cara" de la misma casa. Es este un laberinto metamórfico infestado de seres que desean profundamente tener nombre. Nombre y -además- que sea propio: Significado, destino, apellido y -si se puede (¿por qué no?)- también un final predestinadamente feliz.

¿Cómo no amar semejante incertidumbre-bien-delimitada? ¿Cómo anclarse a cualquier otra megalópolis prolija del primer mundo, cuando queda claro que el "bien vivir" anula siempre los contrastes?

Multiculturalmente loca. Racista y clasista como pocas. Inacabada tanto como inacabable: No puedo dejar de no-amarla (cosa que no es, ni de lejos, igual a odiarla).

Abrázame, hoguera. Incinérame, PINCHE laberinto.

Que mi desprecio exacerbado a toda adhesión política-pendeja que casi siempre te habita, nunca me haga abandonarte. Y que mi deseo neurótico de normalidad, no lo haga tampoco.


O al menos no del todo.


O cuando menos no siempre.




Salud.

abril 30, 2009

Epicentros II: La ciudad amordazada

One FLU over the cuckoo's nest: Atrapados sin salida.

Mi ciudad de tibios tiene la boca tapada. Mi país de ambivalentes está paralizado por la maquinaria de la mordaza. Atado por un miedo racional, aunque inexplicable. Un terror estúpido a morirse en el tintero. (Y es que, si gran parte de tu vida todavía no se consuma ¿qué tanto puedes perder?)

Mi país de automedicados, mi colonia de vendedores ambulantes y taqueros líricos. Mi calle de edificios plagados de cicatrices: Todos juegan, atentamente, la misma sinfonía de terror y de resguardo.

El tapabocas -finalmente- se ha materializado. Lo que 500 años de sumisión habían concebido como una realidad puramente metafórica, hoy es perplejo pedazo de tela azul (placebo) que se acomoda y estira sobre las bocas de millones de nosotros: La eterna mordaza, la sonrisa tras escondrijos, el gesto velado y la hipocresía de la máscara epidemiológica.

Tímidos espectadores del "enciende la peste/apaga la peste", los chilangos guardamos un ramadán cibernético, una vida cuasifuturista detrás de la pantalla, enganchados como nunca al internet o la caja idiota, que con los ratings por los cielos nos sigue alimentando con la papilla estupidizante del terror y el amarillismo. Y nosotros, temerosos de morir sin haberlo vivido todo, nos quedamos quietecitos: atentos únicamente a lo racional, y acordándonos de nuestro cuerpo cada que hace hambre, o hay que desechar lo ingerido.

He salido a la calle unas cuantas veces desde que este cataclismo abstracto estalló en locación aún indeterminada. Nuestra ciudad, súbitamente ordenada y obediente, transita montada en un estupor surrealista, sin ambulantes y sin gritos, sobre una armónica carretera de especulaciones e histeria muda. Los amigos se sugestionan y cada ardorcillo en la garganta es una señal de alerta o un momento de contemplación y duda: ¿Me estaré muriendo? ¿De verdad seré yo el elegido por esta peste informática? ¿Viviré para contarlo?

Me pregunto si la guerra del golfo o el 9/11 provocaron situaciones similares. Me pregunto si la "doctrina del shock" de la imponente Naomi Klein es una hipótesis plausible para explicar esta metamorfósis súbita de la geografía urbana. Me pregunto si valdrá la pena engancharse al cateter informativo y continuar en un encierro que cada hora se vuelve más tedioso.

El mezcal sigue casi intacto sobre la mesa del comedor. Carstens habla en la televisión sobre la gripe porcina y jura no haber tenido nada que ver con la recombinación genética del virus (ni él ni su esposa, la pájara Peggy, tienen tos alguna). Nuestro secretario de salud, connotado médico de provida, todavía no ha sugerido que nos abstengamos de respirar para no contagiarnos del virus. Y Calderón, jocoso como siempre, nos sugiere comer puerco para expiar a la industria del marrano volador (Carstens on a jetpack).

Cuando Philip K. Dick imaginaba escenarios aPORCAlípticos, hace ya unas cuantas décadas, no contaba con el elemento surrealista del híbrido chilango. Un imaginario frankensteiniano, como el propio virus, y en el que el encierro ha puesto énfasis y acento en esa deliciosa y epidémica locura de vivir...en la Ciudad de la Fluria.

Seguir esperando, pues.

Salud.

abril 27, 2009

Epicentros.

Por si la epidemia de influenza no fuese suficiente, el dios cristiano decidió recordar a sus feligreses chilangos -y de paso a sus detractores también- su infinita lección de amor y piedad, propinándole a la ciudad un terremoto de 6.0 grados Richter (5.7 según los instrumentos mexicanos, que en últimas fechas tienden a maquillar cifras -paradójicamente- a la baja).

Obligados por la necesidad -y la necedad- muchos tuvimos que salir a la calle. en manojos multitudinarios escasamente recomendables por la OMS, para escapar del pánico telúrico y luego -inmediatamente- acceder al epidemiológico.

Somos el epicentro del apocalípsis. El corazón del mal. El ojo del huracán que se llevará el mundo. La raíz del bien bautizado por Renato, Aporcalípsis.

El que nace y crece en esta ciudad siente que cabalga en el lomo de los cancerberos del infierno. Acostumbrado al terremoto, a la tragedia, a los contrastes, hoy el habitante de este limbo polimorfo está preocupado. Y por justa razón.

Sin embargo, no todo es oscuridad o incertidumbre. El terror de morir suele hacer a la gente resignificar su experiencia de vida. Valorar fugazmente, con una puntualidad cinematográfica digna de su propio cliché, lo importante que es vivir y gozar de la vida. Un hedonismo-golpe-de-realidad que sólo sobreviene cuando el mundo se está derrumbando. (Y es que, cuando lo piensa más de dos veces, resulta un tanto patético temerle la muerte cuando la vida no te satisface).

Es así que la epidemia no sólo ha desatado la tranquilidad en las calles, el silencio en las tardes, la hueva como un opiáceo favorecido por el gobierno, aterrado de su propia negligencia, sino que también la gente se toma más de 2 pensamientos al día, y en ocasiones se declara el amor, la amistad o la simpatía con la menor provocación.

Como en un cuento de Boris Vian, en el que la ciudad está cubierta de niebla y limo, y todos -ciegos como en otra historia posterior de Saramago- vencen su miedo a no verse y comienzan a tocarse, la ciudad está afinada en otra nota. Salir a la calle es una aventura. Ir al supermercado es una experiencia extrema. Besar a tu mujer, cuando llega del trabajo, es un acto de riesgo mortal pero con un sentido implacable. Imposible no hacerlo, más cuando el mundo se tambalea en su tripié de entelequias progresistas, líderes tuertos y futurismos esperanzados por la propaganda.

Coquetear en la caja registradora es un acto doblemente clandestino y canibalístico, y por eso, imagino, la chica del supermercado, como el resto de la ciudad, parecen algo desatados por compartir más de un par de miradas de desprecio con sus semejantes. La gente quiere hablar. La gente se habla, se cuenta cosas y se solidariza. Extraño de ver. Más extraño aún, de vivir. Una especie de Amelie meets 28 days later que no me había tocado ver en la edad adulta, pero que recuerdo de 1985, a pesar de que los terremotos ocurren en minutos y las epidemias tienen este elemento de suspense tan desagradable.

Y así, empujados al pánico por una recombinación genética que sólo podría haber empezado en un sitio tan desorganizado -y libre- como es el México profundo, navegamos a la deriva en espera de las cifras correctas, las muertes finales, la hora de salir a la calle.

Ojalá que alguien tenga una gran idea y -cuando todo esto acabe, si acaba bien- se organice una gran fiesta. Que se honren a los que mueran -o muramos, si nos toca- y que celebren los supervivientes. Y cuando pase el bailongo y se curen todos la cruda, ojalá que los mexicanos se tomen esos mismos dos pensamientos para indagar en los porqués y en los cómos. Y que los negligentes se vayan. Y que los que esconden las escasas 3 millones de dosis de antivirales disponibles en el país, paguen lo que deben. Claro, todo ello después de la fiesta, como en un cuadro de Shakespeare en el que nadie se espere el final.

Será curioso ver a la gente volver a su habitual pudor o a su habitual desprecio juicioso. O quizás, aún mejor, verla no volver. Verla caminar por otra vía y, en el universo del esperanzado,
cambiarle el rostro a este país de máscaras y cicatrices, tan hermoso y también, tan en peligro.


Salud, esta vez con más sentido que nunca.

marzo 21, 2009

Es cara musa. (Disculpa en siete tiempos)

"...the time to hesitate is through. No time to wallow in the mire..."
"Light my fire", The Doors.


I.

Suponer musas implica suponer inspiración. Suponer inspiración necesariamente implica suponer creación, creatividad o arte -quizás incipiente o quizás genuino y oriundo de los fondos más intestinales del alma- pero supone, desde donde se le mire, algún resultado de semejante "musografía". Suponer esa relación biunívoca (y muchas veces también equívoca) implica la posibilidad de un retrato: la musa multicolor que se adjudica ese carácter inspirador, y el retratista -(a)normalmente perturbado- que se atreve a trazar el pedestal y el caballete. El lienzo y el pincel, siempre limitado por sus propios demonios, pero que ineludiblemente dibuja -siempre a posteriori y en franca y subjetiva interpretación- aquello que mira con unos ojos que toma prestados de las deidades y los arquetipos que gobiernan el mundo de las ideas. Así se pintan, al parecer, los óleos del tiempo presente. Y sin embargo, suponer que alguien pinta es suponer que dice algo. Y tanto peca quien dibuja el mar como quien se asume tan grande como el mar mismo. Y pecar, en mi mundo de entelequias ineludibles, es lo que le otorga sabor a la vida. Y más aún si uno peca de querer concebir el mar en ciertos ojos (o ciertas musas). O quien peca de mirar el mar en alguien. O quien peca de retratar el mar en cualquier fotograma (y si no me creen, pregúntenle a Palomar (Italo Calvino, 1984).

II.
Resulta caro arrejuntarse con semejante dialéctica. Siempre hay facturas inesperadas, cobros indebidos, quejas sin fundamento. Y es que mientras el retratista dibuja, la musa se deconstruye en cada trazo. Pedazo a pedazo la musa transita desde la utopía hasta el lienzo. Y en ocasiones el lienzo no es lo suficientemente grande, o lo suficientemente fuerte o lo suficientemente lienzo para soportar el tamaño de semejantes ideas. Y en otras, las más, es el pintor el que carece de colores y de palabras. O simplemente transcurre al mismo tiempo en el que dibuja a la musa que, mientras es dibujada, se despoja de su cascarón idílico, cacho a cacho, y entonces, al momento de trazar las últimas pinceladas, la musa no lo es más, y bajo esa piel de torbellinos aparece un esqueleto tan frágil como las propias suposiciones primigenias del autor. Y entonces, aturdido por la cualidad humana de su diosa, el pintor se descalabra en el camino, y acaba por ser más leal al lienzo, o al pincel, o a sus propios ojos, que a la musa misma. Débil, pusilánime y trastocado, se enamora de sus propias figuras en lugar de atesorar el poder de aquello que fue capaz de originarlas. Condición terriblemente humana: Uno suele amar más al amor mismo, que al objeto filosófico que lo provoca.

III.
Me ha pasado ya en varias ocasiones: Hallarme entusiasmadísimo con una fantasía que recubre la piel de una mujer de carne y hueso. Sabiendo de antemano que si no se come uno la carne, como dirían las abuelitas, no hay postre. Y entonces deconstruyendo a la musa en pedacitos de palabras. Haciéndola en frases inesperadas. Recreándola en oraciones que podrían hacerla tiritar un momentito. Atesorando esa capacidad de hacer temblar cualquier cosa. Y luego, muchas veces sin siquiera llegar al entremés, viendo a la musa partir forever and ever. Luego de alguna confesión impostergable. O tras un par de apariciones del demonio cavernícola. O incluso luego de una "confrontación" "pseudorealista" con esa "pseudorealidad" que todos -siempre- suponemos. (¿Y qué no "realidad" es siempre un término subjetivizado hasta el hartazgo?).

IV.
Solía culpar a la musa, hace -lo que parece- mucho tiempo. Pensaba que la musa no era tal, y que tras verla en plena desnudez emocional -o cagando a las 6 de la mañana- perdía todo su encanto, y entonces, finalmente, no era tan musa como yo creía. Luego, ejercitando una autocrítica que muchos creen imposible en mí, salté hacia el otro lado. Culpé al pintor, o sea a mí, y lo culpé porque es muy fácil saberse insoportable y tóxico, siempre y cuando uno se esmere en serlo. Deduje que toda esa desacralización de mis musas era culpa mía y solo mía. Me supuse un "desmusificador" -valga el terminajo- capaz de convertir en carbón podrido al más extático diamante de su majestad la reina de Inglaterra. Un Rey Midas travestido e invertido. Un sátiro capaz de convertir en mierda el oro, o la poesía en canciones frenéticas de alguna banda sinaloense de medio pelo. Y persistí, abrazado a esa firme y egocéntrica idea, hasta que caí en cuenta de que semejante poder le es ajeno a cualquier hombre. Y que yo, por muy superlativo que quisiera sentirme respecto a cualquier cosa, soy realmente eso: un hombre que es un homínido que es un primate sobre-evolucionado y diosificado pendejamente a partir de palabras e intestinos. Un ser tan equívoco y vulnerable como cualquier otro. Un edificio malhecho de palabras e historias e histerias, y sonidos guturales y gases -nada nobles- que brotan cuando por la tarde me tomo la libertad de ingerir camarones crudos sin estar igualmente crudo y despedazado por mi estilo de vida. Un pinche humano (demasiado humano, snifzschie) incapaz de romper una coraza cualquiera. Ni siquiera de albanene, salvo cuando la coraza no es tal, o cuando su contenido es menos alba y más nene. Capaz de derribar murallas cuando las murallas son un juego. Y un juego es siempre de dos (o más).

V.
Me pregunto si entonces debiera realmente disculparme con mi pasado para poder -verdaderamente- abrazar ese futuro menos "odiante" al que pretendo perseguir. Me cuestiono la validez de disculparme por ser el "yo mismo" que he sido antes, con el puro afán de satisfacer un reclamo -probablemente válido- de alguien que ha sido afectado por las mismas (malibuenas) decisiones que me llevan a teclear esto mismo que estoy tecleando ahorita. O lo que escribí hace una semana, movido por la certeza de que la vida se termina casi siempre abruptamente y que es mejor estar preparado para sentirse un dos por ciento menos insatisfecho a no hacer nada en lo absoluto. Ahora, cuando estoy consciente de que debo desterrar cualquier odio a sabiendas de que es una inversión estúpida y que casi siempre acaba en los terrenos de la cartera vencida. Ahora, cuando sé que probablemente amé todo aquello que (digo que) odio y que perseverar sobre esa fantasía es tan absurdo como tejer sombreros para los lápices y las plumas. Estúpido, irrelevante, tan inútil como amar el amor y las propias ideas, en lugar de amar a las personas y sus siempre impredecibles maneras de torcer el destino, para "bien"(mal) o para "mal"(bien).

VI.
Es así que entonces accedo y lo digo a pulmón abierto (si no es que lo dije antes y muchas veces, porque finalmente sé que soy un animal de perdones, perdonzotes y perdoncitos): Lo siento. Quienquiera que sea el remitente. Quienquiera que sea el próximo afectado. Quienquiera que termine siendo la próxima persona al la que "insulte, ponga "apodos" y confronte con la que -según yo- sea su "realidad". Lo siento y de verdad, lo siento muchísimo. Siento y resiento todo aquello que pueda haber calado en su cualidad de musa, primero, y de persona, segundo pero importantísimo. Me reconozco visceral e impertinente. Y reconozco, también, que casi nunca suelo arrepentirme de la lógica impertinencia que represento al (tratar de) ser yo mismo. Normalmente, mi cruda moral ocurre cuando permanezo autista y me pierdo de la fiesta (en lugar de arruinarla). Pero hoy, a sabiendas de que ciertamente he contribuido a hacer mierda algunos minutos de ciertas "musas", me arrepiento por ello. Y pido un gran y verdadero perdón.

VII.
Pero que quede claro: No pido perdón por haber retratado o bebido de ningún arroyo de fantasías sempiternas y pendejas. No pido perdón por ser yo mismo salvo cuando eso haya limitado el "ser yo mismo" de otros. No pido perdón por retratar, mal o bien, cosa alguna. Ni pido perdón por los arrebatos o las impertinencias per se. No puedo renegar de mis vísceras ni de mis entrañas. No puedo ahogarme en la noción de que "debí haber sido prudente" cuando no lo fui. Pido perdón a la musa y a la cara -carísima- factura que le significó serlo. Pido perdón a su piel y a sus tripas. Pido perdón a sus ojos -probablemente tan bellos como el musismo lo requiere- por no haber pintádola bien, en primera, o por haberle arrebatado demasiada belleza platónica, en segunda. Pido perdón por cualquier ridículo que no haya sido el mío. Pido perdón por no entender, en determinado momento, que no todos viven en mi propio timing y por creer estúpidamente que lo hacían. Pido perdón por los besos dados o no dados, a tiempo o a destiempo. Y pido perdón por lo que venga. Pues ya sé que aunque hoy me quedan claras muchas cosas, también estoy conciente de que asumir avances implica recibir nuevos riesgos. Y que por eso el último amor y la última musa (o ambos, cuando aplica), es siempre el más difícil. El más desgastante. El más tremebundo.

Porque, como diría Vito Corleone o los mismísimos Sopranos, "Once when I thought I was out, they pulled me back in".




Y seguramente, muy a pesar de mí, volveré a equivocarme. Y perdón por eso, también.


Salud.

marzo 10, 2009

Reminder

Sobre el último hálito de mi padre extinto, creí jurar.

Pensaba entonces, bajo las pestañas de un casi niño de 20 años, cómo es que odiar cualquier cosa no tiene mayor sentido.

Juraba, sobre el cuerpo yermo de un padre agonizante -el mío- que no malgastaría otro minuto odiando cual si hubiera una oportunidad de repetirlo todo.


Sobra decir que mis promesas se esfumaron tan pronto como la memoria. Volví a odiar -sí- y volví también a jurar sobre otros cuerpos igualmente yermos.

Me confieso estúpido y repetitivo. Memorioso pero igualmente falaz.


No sé a dónde me llevará la vida. Rectifico: Sí sé. Terminaré muriendo. Yermo o súbito. Tácito o cínico. Muerto, al fin y al cabo.

Hay días que imagino cómo será el último aliento. Hay días, también, en que no me doy tiempo.

Acontezco. Luego la memoria me asalta.

Recuerdo que es fútil odiar, tomarse en serio, respirar.


Hay tantos perdones que quisiera pedir.


Y tantos otros que ya no me acuerdo...


Prosigamos, pues: Ya sabemos que morir es lo único cierto.

febrero 13, 2009

I've got a bike (you can ride it, if you like...)

No me tiemblan las piernas cuando asumo mi condición de ciudadano de la mediocridad. No me aterra perder partidos de futbol. No me emputa corroborar que mi madre es puta: Mejor aún. Wish she's having a great time at it.

"Ignorance is bliss, indeed. For i've known it all, yet scarcely loved few."

Hoy me trepé a una bicicleta out of the blue. Y por "out of the blue" quiero decir que me trepé a la bicicleta sin ningún plan preconcebido de dar vueltas en el parque. Simplemente ansiaba fumar, y no había cigarrillos en el lugar en donde estaba. Y luego, automáticamente, solicité mi boarding pass para la bicicleta que yacía atónita y dormida mientras reposaba sobre el árbol aledaño. Y luego la tomé y la anduve con toda la indiscreción posible. Tenía cerca de 10 años de no subirme a semejante bestia bicéfala (y bucéfala), dada mi condición de pensador sedentario, güevón, y -además- malpagado.

Pero lo hice. Y -aunque con cierto temor que no puedo negar- lo hice sin desparpajo alguno. Y la monté de igual manera. Y tras la primer pedaleada, entendí ese viejo dicho que asevera cómo es que resulta imposible olvidar el andar en bicicleta, entre otros placeres.

Y tras dos titubeantes virajes -súbitos- de manubrio, volví a entenderlo todo.

***

Sobra decir que desestimé mi propósito (inicial) durante un buen rato, mientras le daba dos furtivísimas vueltas al parque México de las 11 de la noche.

Y es que reconvenirse con las bicicletas es como reconvenirse con un amor perdido (salve marihuana, je). Pues tras un par de pedaleadas (o debiera decir pedaleos, no sé) me sentía nuevamente on top of the situation. Y por eso me la llevé a dar la vuelta al parque. Y por eso salí del parque, con total desparpajo, y al lado de la eterna patrulla que cuida -no se qué- en la esquina de Sonora y Parque México, me bajé estruendosamente del susodicho parquecillo, y encaminé hacia los Camel "regulares"(adjetivo plagiado al dependiente de la tienda).

Y ya. Luego de alcanzar el bendito OXXO y hacerme de los pitillos que seguro me acabarán matando, volví hasta la mesa de donde había partido.

Allí se hablaba del paradigma capitalista, etcétera, y por tal se entendía el usufructo que no tiene propósito. Y se hablaba también de cómo agredirle y de cómo modificarle en estos tiempos de oportuna crisis. Y también se elucubraba en el cómo hacer algo con esa futilidad que supone la existencia. (Ay, nomás)

Se hablaban palabras mayores, debo decir pa no pitorrearme. Y se hablaban de buena manera.

Sin embargo, yo, como cualquier otro niño, seguía exultante y excitado tras mi paseo en bicicleta. Seguía sobre la calle y sobre el parque. Seguía sobre los pedales y sobre el -otro- presente que ya se había marchado (aunque no de mi cabeza). Seguía embriagado de nada. Muriendo y revolcándome en el paladeo total de un puto estornudo bicicletero.

Y seguía sabiéndolo todo (pa mi desgracia). Sí -but ignorance is bliss- y para ignorancias no había otra que la mía, yo seguía valientemente absorto (cual Rolando el Rabioso -Salmón-) en la perplejidad que sólo da el desembarazarse de uno mismo y sus tortuosas costumbres.

En la ligereza pedaleante del niño que no mira otra cosa que la inmediata: La del no saber, valientemente y sin escalas.

La de la poesía. La de la eterna -pero necesariamente inmediata- poesía.



Ah, qué ganas de volar (otra vez). Qué ganas. Qué.







(Some great Pink Floyd song to portray the mood)

febrero 04, 2009

Nombrar sin ruido

Hay días que me levanto con la rodilla izquierda, y la ciudad me desagrada. El ruido que de pronto arrulla, el puesto de jugos que otras veces me parece suculento, el asfalto y el vibrato trémulo de la corredera y el estrés: Todo me desagrada, sin razón aparente.

El significado de las ciudades escapa a mi entendimiento. Comprendo que son resultado del hambre económica del pueblo humano. Comprendo que nos gusta estar juntos -y más aún- arrejuntarnos como en el metro. El sentido de multitud que da significado a las horas y a las rutinas. Una extrañísima conformación de atmósferas colectivas que buscan otorgarle un espacio acotado y sencillo a la individualidad, eso -también- puede llegar a quedarme claro (alguna mañana sin jugo y con rodilla izquierda).

Las ciudades -las visibles, no las de Calvino (al menos no todas) - parecen estar hechas para remediar el silencio. O no el silencio, sino más bien la angustia ominosa que se nutre de la ausencia de ruido humano. Esto porque en los pueblos la gente suele afirmar -categórica y orgullosa- que "no hay nada de ruido" y "todo está tranquilo". Sin embargo, esta es una afirmación que normalmente proviene de las bocas de los exiliados de las ciudades. Los que nacen, crecen y viven en los pueblos, reconocen otro tipo de partitura vivencial. Encuentran el ruido dentro de frecuencias más pequeñas, y saben discernirlo de otros ruidos. Una agudeza impensable para quienes pasamos la mayor parte del tiempo sometidos a los decibeles intransigentes de la ciudad.

Estos amados y odiados monstruos de hacinamiento proveen sentidos predigeridos a los momentos cotidianos. La constricción de significantes en sus paredes pintarrajeadas o impolutas. Sus señales claras o borrosas. Su semiótica universalizada a punta de gritos y madrazos: Todo tejido como un río de ruido simbólico sobre ruido físico. Ruido que -como bien sabemos- se vuelve costumbre y -en ocasiones- hasta se añora.

Las ciudades, paradójicamente, existen para diluir el pánico. Son los nuevos dioses y, al mismo tiempo, los nuevos altares. Hacen suave la transición entre el vacío y la acción. Ocurren para evitarnos la molestia de mirar dentro y encontrar que nos da miedo un alacrán o que nos aterra encontrar estímulos que no estén prediseñados. Son un cúmulo de plantillas para vivir. Un lugar donde se es a partir de la interacción con los demás. Un gigantesco e inconmensurable ruido que hace las veces de estática en la frecuencia modulada de vivir la vida de otros, mientras se "vive" la propia.

Pasé el fin de semana pasado en un pueblo que recuerdo con demasiadas licencias emocionales. Allí, donde el ruido es escaso (siempre y cuando uno se mantenga alejado de las hordas turísticas), me senté durante un par de horas a mirar las estrellas. Al lado de un arroyo seco, plagado de grillos y otras criaturas sinfónicas, recordé porqué me gusta el silencio que no es silencio. Recordé el valor de no usar las palabras cuando no es estrictamente necesario. Recordé que, ante la tiritante contemplación de la existencia, lejos del ruido, y alejado voluntariamente de las palabras, la pregunta hacia la respuesta de vivir puede reducirse a un aullido, o una estrella que alguien ya nombró hace mucho tiempo, o un deseo claro de dejarse reengullir por la naturaleza, y no sólo cambiar de aires, sino también, por qué no, cambiar de ruidos.

Salud.

enero 09, 2009

4

El verdadero poder de las palabras yace en el silencio. En la ausencia absoluta de las mismas, las inoportunas. Tal como en una buena película en la que -de repente- desaparecen los diálogos. De pronto, y sin más, la niñera virtual que nos había llevado a lo largo de toda la historia, deja de ser importante (al menos para el director) y todo lo que vemos son una y otra y otra imagen, todas explícitamente colocadas, consecutivamente, tras de la otra: Y todas, claro, camino al delirio.

Delirio...o normalidad: Ejes horizontales de una brújula que no responde. Adjetivos abandonados por cualquier significado manoseable. Caballitos intergalácticos -je- que se empecinan por montar el carrusel de nuestras ideas.

Vivo...o inerte: Ejes verticales que dan sentido a una cordura tan frágil y pusilánime como supone ser el mal vicio de hablar de sueños a las piedras rodantes. Regar de historias a los yermos prados que -sin embargo- ya han sido masticados por la iguana que advirtió el enorme y perdido y podrido ojo de García Lorca, antes de ser ajusticiado por los suyos:

"Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros"
Y sin embargo, aparentar cordura es sumamente sencillo. Aunque no así de fácil resulta sentirse (o aparentar estar) satisfecho entre los brazos de la tibia

normalidad.

***

Son cuatro los años -tejidos como una medida desafortunada- que me he atrevido a pautar el rumbo de mis soliloquios. Cuatro veces doce. Doce veces treinta, treintaiuno, o a veces hasta veintiocho (o veintinueve). Muchas veces veinticuatro. Veinticuatro veces sesenta. Sesenta veces otras sesenta pequeñísimas veces. En fin: es mucho tiempo.

Miro atrás y todo parece distinto. Es ahí -quizás- donde reposa el tibio valor de llevar una bitácora como esta. En el fotograma, como dijera la muy sabia -y desconocida- Virginia. En la facultad de reírse a diente abierto de lo que apenas hace mil ochocientos minutos nos preocupaba. En dejarlo firme y asentado sobre un montón de piedras que no se parecen -ni de lejos- a las de Chichen Itzá, Machu Pichu o Stonehenge. Pero que ciertamente guían, lideran, engañan y pierden mientras encuentran. Leer para escribir. Recordarse para no repetirse. Sí: así de Freudianamente, es que nos encontramos condenados a soñar. O a callar. O a las dos cosas (como mejor dijera Netzahualcóyotl)

"Sólo venimos a dormir,
sólo venimos a soñar
¡No es verdad,
no es verdad
que venimos a vivir en la tierra!
Como hierba en cada primavera
nos vamos convirtiendo;
está reverdecido,
echa sus brotes nuestro corazón,
algunas flores produce nuestro cuerpo,
y por allá queda marchito"


***

¿Es entonces (o no es) ese preciso

trayecto

lo único que nos queda?


Ay de mis amores hipotéticos, hipatéticos,
hepáticos o -quizás-
Quizás hasta poéticos.
De soñar conmigo mismo ya me canso.
Yo sólo vine a dormir.
Yo sólo vengo soñando.
Si pasaste por aquí, bien.
Y si nunca te conozco
¿para qué me levanto?


***

Yo no lo sé.

Pero siempre,
por alguna razón,

otra vez me levanto.