La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

diciembre 24, 2010

Por las barbas de Jesús, ¡No mientas!

El abandono de este -y los otros blogs- no es suficiente excusa para quedarse callado esta vez. Ya no es mi apatía la que ejerce el dictado sobre mi voluntad, y menos cuando mi remedo de país se toma la molestia de transitar hacia un territorio aún más inverosímil que el anterior. Y es que resulta que ya liberaron a "don" Diego...

Hace poco más de 2 meses me llegó, de buena fuente, la noticia de que en efecto liberarían al señor, tras el pago de módicos 20 millones de dólares en efectivo. Hoy se dice que fueron 30, en bolsitas de plástico, y que fue hace unos 20 días -y no unos meses, pero tampoco anteayer- cuando los sospechosísimos "desaparecedores" soltaron al susodicho barbón. Y bueno: Esa es una historia creíble, vaya. Porque sólo un subnormal podría comprarse que al jefe Diego lo liberasen la misma mañana en la que llegó -lozano y rozagante- a dejarle rosas a su nalguita eclesiásticamente certificada, conduciendo su Mercedes plata -ahora si bien blindado- y presumiendo una pancita sólo comparable con la finísima perfilación de su blanca barbita. Esa historia, mi despreciable don Diego, no se la creyó ni su chingada progenitora. 

Pero no es eso lo importante, en realidad. Pues ya nos dejaron muy claro los medios masivos, que nadie estará ahí para cuestionarle su fantasía al papanatas en cuestión. Todos replicaron sus "palabras", sus "impresiones" y sus grandísimas misericordias, mientras que apenas algunos repararon en la absoluta carencia de lógica de toda su historia, y aquellos que lo hicieron ya están -par de días después- muy calladitos o "enfocados" en otras cosas. 

Se me ha preguntado que cuál es mi postura. Que si pienso que realmente lo secuestraron o respaldo la teoría del autosecuestro cínico. Que si ya leí los comunicados emitidos por los supuestos captores o sólo me he dejado llevar por la silueta de su barba blanca y sus cabellos parejitos. Y yo, honestamente, no he sabido responder. 

Debo decir, de entrada, que desde el primer comunicado olisqueé un aroma "marxista" en esas líneas. Y entonces, dado lo escueto de los comunicados, sí presupuse que todo era un montaje bien esgrimido por alguien capaz de capitalizarse con la desaparición de un personaje tan nodal como lo es DFC. Pero luego me llegaron otros datos: Que sí estaba desaparecido en verdad. Que sus hijos no conseguían juntar la cifra. Que nadie sabía a quién más recurrir. 

Y entonces sobrevino el 21 de diciembre, y el señor surgió de entre las matas portando un "look" impoluto y señorial. Citando al quijote. Perdonando, cristianamente, a sus captores. Exigiendo que su caso se tratara como cualquier otro. Y luego leí el larguísimo "epílogo" de sus supuestos captores, y ahí me perdí para siempre...

No concibo cómo un grupo que es capaz de redactar semejante documento (mucho más crudo y real que ningún comunicado del farsante Marcos, por ejemplo) sería capaz de apuntar todas esas cosas Y AL MISMO TIEMPO DEJAR VIVO a un Diego que aparece tan evidentemente como un claro instigador de toda esa "violencia" multiforme. Y no es que yo le deseara la muerte más que ningún otro de sus detractores, pero -sin duda- no esperaba verlo regresar con semejante fanfarria. 

Y sí: Yo he denunciado desde hace años que la miseria es -sin duda alguna- una de las peores formas de violencia a las que nos somete el Estado Mexicano (y muchos otros latinoamericanos) y que siempre lo hace desde una cómoda postura pasivo-agresiva, mientras -por ejemplo- denuncia y oprime a quienes activamente luchan contra esa mismísima miseria. Sí: -y lo he dicho hasta el hartazgo- la miseria en la que vive más del 60% de nuestra población incontable (112 millones según el defectuosísimo censo de 2010), es -quizás- la peor de las formas violentas que permite y justifica un Estado como este. O debiera decir un "estado", con minúsculas, pues vive debajo de una Constitución sublime y "ejemplar", pero dedica todas sus horas a perpetuar su amargo incumplimiento. 

Estos, nuestros estados de venas abiertas, parafraseando al maestro Galeano, viven dedicados a perpetuar la insatisfacción, la miseria y la locura. Y mientras nosotros, los distraídos, los oprimidos, los desvalidos, reparamos en todo eso, ellos le declaran guerras a enemigos imaginarios -o más bien muy conocidos- como el "narco" (una bolsa conceptual más, en la que entra todo lo "malo"). Y entonces los noticiosos publican cifras de sangre. Y alguien, algún contador -quizás- recoge todas las ganancias y las organiza, y las distribuye, y luego regresa -tranquilo- a su silla. Padre, perdónalo. Él tampoco sabe lo que hace. Ni para quien trabaja. 

Y es así que no sé. No sé si realmente CREO que esos misteriosos desaparecedores EXISTEN. Tiendo a pensar que no. Y que todo es un delicadísimo texto fabricado por los literatos que -también- contrata el CISEN. Que todo ese larguísimo epílogo -que casi nadie leyó, por cierto-  se fabricó en un cubículo gris de alguna oficina -pública o privada- y que el señor "don" Diego pasó los últimos siete meses muy tranquilito en algún culo del mundo. 

Y es que la única alternativa es que no sea así. Y que todo esto sea real y que exista, en verdad, un grupo inconforme tan bien organizado como para pasar así de desapercibido siendo así de radical. Y que ese epílogo sea verdaderamente una arenga revolucionaria, en lugar de un mamotreto oscuro y recluido por el cerco informativo nacional -como lo es ahora- sin más eco y sin más gloria que la que ya no obtuvo. 

Y es justamente eso lo que me devuelve a la duda: ¿De ser tan poderosos, no habrían podido condicionar la liberación del susodicho a la extensiva y clarísima propagación de ese último mensaje? ¿No hubiese sido mucho más fácil orillar a los donadores del rescate a publicar ese último y corpulento mensaje si en verdad querían vivo a su patriarca don Diego?


Se sabrá jamás. Con su larga, larguísima e impoluta barba blanca, Diego llegó empuñando unas flores, en su Mercedes plateado (y bien blindado), hasta donde lo esperaban sus "amigos" los reporteros. 

Contó su cuento. Maquilló a su caperucita y luego se apeó. 


Entró a la casa y dejó afuera a México. Al bonito -y que se ve muy bien desde la cima de su casa- y al terrible: Ese que sus captores -dicen- que hace falta presenciar. 


Patrañas. 

octubre 15, 2010

Baby, it's cold outside...

Conforme pasan los meses y los años, cuando menos desde que abrí esta cagada de blog, en un arrebato de aburrimiento y desesperanza en las postrimerías de 2004, me sigue sorprendiendo la validez de aquello que me motivó desde el mismísimo principio. 

Pensaba, por aquellos días -y un poco todavía- que echar a andar un blog supondría una forma muy interesante de mantener un fiel registro de mi imbecilidad, entre otras cosas. Y la verdad es que se ha cumplido cabalmente esa expectativa primigenia. Hoy miro en retrospectiva todas estas idioteces y me puedo hacer, feliz e impúdico, una chaqueta mental del tamaño de lo que ha sido mi mundo en los últimos -casi- seis años. 

El poder de verse a uno mismo en retrospectiva, sin embargo, no sólo acarrea ese sentimiento de autodesprecio y ternura que uno puede sentir frente a sí mismo cuando se lee a la distancia. Pues es también una herramienta de apapacho y autoindulgencia, autocomplacencia -vaya- y fue esa la precisa razón que me inclinó a elegir la URL del blog desde un principio. Mi blog como un refugio para mi estupidez. Mi blog como un refugio para mi autofustigación, que no es otra cosa sino la forma más cruel de la autocomplacencia. 

Y evidentemente no me arrepiento en lo absoluto. Quizás me dan un poco de pena los muchos o pocos trolls que han criticado el valor literario de esta bolsa de mareo virtual. Y es que la expectativa de encontrar cualquier cosa rescatable, en términos literarios, es al mismo tiempo un halago y un mal chiste. Y a pesar de que me siento una persona radicalmente diferente a la que abrió este lugar en un principio, no tengo reparo en cobijarme en la cínica e igualmente primigenia aceptación de que esto no es ningún experimento creativo en el que pretenda erigirme a mí mismo monumento alguno. Pues, como en la vida, aquí yo sólo vine pasando. Iba pasando. Pasé. Y cuando de repente me dieron ganas de hacer un pequeño grafiti en una pared que ni siquiera es tan pública como parece, lo hice. Lo hago. Y esa fue la premisa desde el primer minuto. 

De cualquier modo, no puedo evitar asombrarme con lo distante que me resulto a mí mismo. No son siquiera 6 años, pero las diferencias entre lo que me cimbraba en aquel momento y lo que me inmoviliza ahora, son absurdamente divergentes. Encuentro pocas cosas en común con el mí mismo de hace 6 años, o por lo menos con el mí mismo que escribía ávidamente sus pendejadas casi a diario. De entrada, esa avidez. Ese hambre que ahora desconozco. Aunque eso es normal -según dicen- ya que "el 80% de los blogueros del lustro anterior, ya ha abandonado la práctica de bloguear disciplinadamente", según el último estudio que no conozco y me estoy sacando de la penúltima arruga del recto. Y sin embargo, es bastante constatable con cada click en el directorio que apenas hace unos añitos había que mantener "al día", y que era disciplina necesaria en una noche como esta. Hoy, eligiendo aleatoriamente cualquiera de los blogs que tengo enlistados allí, es sumamente probable que el último post tenga cuando menos 6 meses de antigüedad. Eso no pasaba antes. 

Pero bah, no pretendo establecer una diatriba puntual que denoste a los que eran "mis blogueros necesarios" hace tanto o tan poco tiempo. De entrada, no tendría autoridad moral para hacerlo, sobre todo si miro el decreciente contador de posts que aparece junto a cada uno de los años que este mausoleo blanco (o debiera decir gris, mejor) lleva reposando en la web. Quizás sería más adecuado asumir que, como todas las relaciones -reales o virtuales- nació envuelto en un idilio, creció resuelto en una convicción, se reprodujo absorto en el onanismo, y ahora muere, "lentamente, como cae un árbol"... Y aún así, me intriga. Porque así como los burgueses pagaban por sus retratos y lo colgaban en las paredes de sus casas veraniegas, nosotros los burgueses contemporáneos persistimos en perpetuarnos a toda costa -y casi siempre via el autorretrato virtual- y nos colgamos de estas paredes tecnoabstractas que nadie puede ver, pero que -chaqueteramente- asumimos aún que todos miran. Y eso, aparte de -nuevamente- onanista e irrisorio, no deja de ser fascinante. 

El siglo XX parece habernos inculcado no sólo la noción de nuestra propia futilidad, tanto individual como en proporciones de especie, sino también el deseo de colectivizarnos tanto como sea posible. Y aunque los absurdos y anacrónicos clérigos (de casi todas las iglesias) persistan en querer renegar de Galileo y sus consecuencias, cada niño que nace en un ambiente urbano y occidental (o cuasioccidental, para que los historiadores que insisten en que América Latina no es occidental no me estén chingando), nace en un mundo que ya se sabe finito y probablemente pusilánime en términos cósmicos (si bien le va). Y ese niño, aunque no lo sepa, de todos modos aspira a lo otro: A la hiperconectividad. A la tecnologización de su vida diaria. Aunque eso signifique tirarse un pedo y que las mariposas que aletean en el Japón, puedan tomarse un segundo para degustarlo, por caotizarlo de la forma más suave que se me ocurre ahora mismo. 

Lo mismo me pasa conmigo mismo. Y eso que ya tengo mucho tiempo de no ser niño. Y eso, incluso, que cuando era niño no tuve tiempo, ni ganas -en realidad- de ser un niño en el amplio sentido que implica ser "crianza" (como se diría en portugués), ya que mi neurosis ocupó el lugar de la fantasia desde las primeras horas cósmicas de mi vida. Pero es justamente eso: Mirar lo que ha hecho de mí esta colectivización voluntaria que yo solito adopté desde que empezaron a vender el internet en mi colonia. Y todavía más clara, y más fehaciente, desde que abrí esta chingadera de blog y comencé a evacuar dentro de él, hacia fuera y con dedicatoria para el mundo, todas mis pendejadas. Es al mismo tiempo deprimente y fascinante. Es un turn-on y un turn-off. Es, como todo este futuro que ahora vivimos y que imaginaron los cienciaficcionistas de los 60, y de los 50, y de los 40, y hasta Julio Verne, una ridícula, patética y al mismo tiempo abrumadora experiencia.

No me queda claro si lo que realmente deseo es poner punto final o persistir en el punto y seguido (o aparte, si bien me va). No sé cómo habré de mirar esto mismo cuando cumpla 35, o cuando cumpla 40 o cuando cumpla 115 años y me coma mi pastelito por via intravenosa. Tampoco sé si cumpliré ninguna de esas edades, ni tampoco si llegaré a ninguno de esos deadlines. No sé si miraré esto con la misma lástima y ternura con la que miro lo de hace 5 años. Y tampoco me importa gran cosa.

Puedo, sin duda, atisbar que hay un "core", un núcleo que me hace seguir siendo yo mismo y que me hace saber que el que escribió sus pendejadas hace media década es el mismo que escribe ahora. Gorostiza, por ejemplo: "aquí, sitiado en mi epidermis...". Y Efraín Huerta, dentro de cualquier poemínimo o trepado en las LSD Airways. Y otras cosas varias. Sigo detestando a Franco y a los fascistas. Al PRI y a los conformistas. Al PAN y a los cristeros. A Pinochet y a los culeros. Esas cosas no han cambiado en mis vísceras. Y no creo que cambiarán nunca. Espero (y si cambian, por favor péguenme un tiro si tienen chance y se consideran buenas "personitas"). 

Pero la parte deprimente es que, conforme pasan y pasan los minutos, y los meses y los años (recapitulando las primeras palabras de este mamotreto), detesto más y más cosas, y amo y disfruto cada vez menos. Y no me agrada el hecho de que crecer no termine de significar desaprender y desamar. Que no hay un tope para eso, y que las decepciones sólo sigan acumulándose sin que la sorpresa y la fascinación eufórica que abundaban en la infancia, vuelvan a aparecerse en lo absoluto. Abomino que hacerme viejo esté convirtiéndose, pues, en un vil proceso de amargamiento y desdén, en lugar de dar pie a que renazcan o aparezcan nuevas y mejores razones para vivir con gusto. 

Me han dicho que es porque no he procreado. Y que toda mi desesperanza reside en que a mis 31 años me he privado de esa parte de la ecuación biológica "natural". Procuro no hacer mucho caso a ese argumento, pero cada día cobra más sentido. ¿Qué otra cosa puede hacerse de forma más intrínseca que un hijo? ¿Dinero? ¿Obras de "arte"? ¿"Logros" profesionales?

Pero carajo. En mi pinche mundo pseudoliberal, tener un hijo no es "crear" una obra. En todo caso, el proceso de creación comienza eyaculando y termina con el parto de alguien más. Pero el resto no es ni responsivo ni predecible. Y sí, carajo, it's fucking cold outside. ¿Cómo podría atreverme a traer una persona a este universo si no tengo ni puta idea de cómo lidiar con él yo mismo?

Meh. Preguntas para leer en 5 años. Si todavía estoy por acá. 


Mientras...

"I really can't stay - Baby it's cold outside 

I've got to go away - Baby it's cold outside

This evening has been - Been hoping that you'd drop in

So very nice - I'll hold your hands, they're just like ice

My mother will start to worry - Beautiful, what's your hurry

My father will be pacing the floor - Listen to the fireplace roar

So really I'd better scurry - Beautiful, please don't hurry

Well maybe just a half a drink more - Put some music on while I pour"

septiembre 22, 2010

Terremotos (larguísimo post previo a la Gran Respuesta)

Lo dije ya hace mucho tiempo, pero los meses, para mí, siempre vienen entintados en cierto color. Siempre el mismo.

Es muy probable que se trate de una conducta aprendida en la infancia, pero realmente, no lo sé. Septiembre, para mí, y desde mucho antes del terremoto, ha sido un mes café. Aunque no realmente café sino más bien marrón. Un color que juguetea entre la mierda y la sangre. No es totalmente mierda, no, pero tampoco es totalmente sangre.

Sobra decir lo que ya he repetido hasta el hartazgo. Mis historias acerca del terremoto. Su gran significado en lo que resultó ser mi vida (y la cual no sé si terminará pronto, pero debo averiguarlo la próxima semana). Sobra decir un montón de cosas. Y en realidad, este blog, es un gran "sobra decir", pero lo diré de todas formas.

No, yo no viví la agonía de mi ciudad en ninguna de sus presentaciones. Mis padres, anonadados por el primero de los terremotos (porque fueron dos, y que a nadie se le olvide), tuvieron a bien (mal) dejarme en casa de ciertos parientes, mientras huían buscando un nuevo lugar para vivir, lejos del olor a muerte que pobló esta ciudad durante toda una década. Y también -sobra decir- que lo encontraron: "Allá lejos", cuando todavía el "lejos" estaba a más de una hora de distancia, en Tepoztlán, Morelos, donde -irónicamente- tuve que aprender acerca de la muerte, entre muchas tantas cosas.

Ese Tepoztlán todavía sobrevive en mi memoria. No tenía internet de banda ancha ni tampoco, siquiera, teléfonos que sonaran en cada una de las casas. Era un pueblo cuasivirgen, podría decirse, y que, sin deberla ni temerla, captó a su gran camada de forasteros justamente en aquellas épocas. Entre los que no éramos suficientemente fuertes para ver morir a la ciudad. U olerla. O paladearla. O cualquier cosa.

Viví, pues, mis años más edípicos en el aún más edípico Tepoztlán. Y hoy en día pienso en mi madre de aquellas épocas: Era una muchachita de 27 años. Los mismos años que me resultan irrisorios cuando se plantan frente a mí, empuñando su más categórico nivel.

¿Y cómo podría culpar a mi madre de todos mis males, si ella era simplemente una niñita aún más perpleja de lo que yo me encuentro ahora mismo?

Caminé mi sendero hasta la escuela rural y de vuelta, durante un tiempo que pareció interminable. Visto a la distancia no fueron siquiera tres años. Pero para mí, niño deseoso de caminar su propio sendero, resultaron imprescindibles. Sé que a mi propia madre le provoca una inmensa culpa todo aquel período de libertad que años después, ya de vuelta en la ciudad, le resultó impensable para mis propios hermanos. Pero yo, siendo absolutamente honesto, soporté felizmente toda la discriminación inversa de aquella escuela rural, donde no sólo era yo el "güero", sino también el "chancla mojada", el "miss miji", el "putito" y -a la vez- el favorito de "la profesora". Me endurecí, año tras año, mes tras mes, caminito tras caminito (de la escuela), que gracias a ello aprendí a soportar la exclusión de una vez y para siempre. Y aprendí a quererla, a tolerarla, a asimilarla y a vencerla. Por siempre jamás.

A mi casa llegaban, todos los días, un par de litros de leche bronca. Recién ordeñada de las vacas con las que peleaba -imaginariamente- de camino a la escuela. Recuerdo a Benita -mi nana y la nana de todos, en realidad- hirviendo religiosamente, todos los días, ese par de litros de leche inmasticable, cada día. Cada uno de ellos. Hasta su muerte.

En el jardín más próximo al escondite-casa que hallaron mis padres, habitaba un árbol de ciruelas. Pero no de esas ciruelas de supermercado que son tan redondas y tan perfectas como la cartera de quien las compra. Sino "de las otras". Esas esperpénticas chingaderas amarillas. Ovaladas como el universo. Suculentas siempre y cuando se les robase de su debida rama. Jugosas y sin rumbo. Las ciruelas de Atongo, las Tepoztecas, las olvidadas -a ratos- siempre y cuando no te cayeran en la cabeza. Ah, tantos y tantos días de ciruelas. Tantas ciruelas y tan poco tiempo. Tan poco tiempo y tan pocas excusas...

También robábamos tomates tiernos. Recuerdo muy bien que ahí aprendí a comerlos, porque antes -en mi vida urbana y semidigital- los aborrecía. Martín, un chico de la escuela que acabaría por apedrearme con toda la saña del mundo, fue quien me enseñó el camino. "Mira" -me dijo- "acá enfrentito de tu casa siembran un chingo de jitomates". Y mientras yo confirmaba estupefacto lo que aquel gurú me enseñaba, replicó sin pudor: "Vamos a chingarnos unos cuantos, miss Miji".

Me enseñó entonces que los alambres de púas -a los que mi madre me había hecho temer desde el principio, por aquello del tétano-, podían doblarse y moverse a conciencia. Y penetramos en el huerto de quién-sabe-quién. Cuando todavía había huertos en Atongo. Antes del hormigón y los teléfonos celulares.

Sumergidos entre las plantas, Martín miraba extasiado todos los frutos. Eran apenas lo que hoy se vendería -caro- como "tomate cherry" en los supermercados del esnobismo. Él, simplemente, comenzó a podar. Y a comer. A comer como si no hubiera mañana -valga el cliché- y porque, en realidad, no lo había.

"Ándale, putito, prueba uno. Están buenísimos...". Por la única e indefectible culpa que me había sido implantada en la infancia más remota, yo sentía culpa de cortar y comer aquellos frutos divinos que eran el pleno producto de la real revolución mexicana: "No chingues, Martín. Nos van a cachar y nos van a chingar..." - le decía.

Probé uno, dos. Una docena. Ni siquiera lo recuerdo. En aquella época quemaban pollos vivos a un lado de la casa, así que el gran pedo de los nuevos residentes consistía en no inhalar a esos pobrecitos pollos incinerados. Y ni siquiera eso: Los pollos les valían verga, pero la pinche peste no los dejaba tomar el sol a gusto entre semana.

Visto en retrospectiva -como siempre- aquella certera pedrada que Martín me propinó en la sien fue totalmente merecida. Él me enseñó a cazar ajolotes. A robar tomates. A caminar caminos. Y yo, putito preconcebido como él siempre lo vió- le respondí con mariconerías. Siempre mi pánico ante la autoridad. Siempre chingando la fiesta -vaya-.

Y sin embargo crecí en aquel entorno, y me dejé de mariconadas eventualmente. Me enamoré de dos o tres vecinitas. Aprendí a sacarle jugo a mis 20 minutos de camino hasta la escuela. Ya fuera chingando a los "bueyes" (vacunos) o escapando de los toros. Y de regreso, claro, aprendí a manipular en manos de esos primigenios tepoztizos que ya se anidaban sobre la calle de Ignacio Zaragoza (que sigue sin pavimentar, gracias a Fox).

Como todo lo sobrante, sobra decir que aquella experiencia rural fue determinante en mi vida. No sé qué sea de Martín o de Maribel, la niña que me gustaba en la escuela. Sé que, muchos años después, me enamoré de otra Maribel, y que buena parte de ese amor tenía que ver con el puro amor que le tengo al nombre en sí mismo. La maestra, Celia, ya era cincuentona en aquellos tiempos. Y hace no mucho pasé por la mercería que tenía en pleno centro y la descubrí ancianísima. Y no le dije "hola" -me arrepentí- pero su mirada perdida me desinfló todas las ganas de provocar a su memoria. Quizás me equivoqué -seguro- pero de eso, ya no más.

Mi historia con Tepoztlán es mucho más larga que esta breve introducción. Y la escribo solamente porque no sé si la muerte me esté acechando, pero me han dicho que es posible. Y sólo por eso, sin duda, quise dejar constancia de lo mucho que me forjó ese pedazo de vida "REAL". De lo mucho que extraño a un Martín que me apedree cuando estoy siendo un imbécil, una leche bronca que hierva durante horas para recordarme que nada está dado, y una maestra Celia que quizás ya está muerta desde hace años, pero que pervive -sin duda alguna- en el mismísimo centro de mi corazón. Y que apenas hace un par de días encontré el mismísimo centro. Y que lo añoro estúpidamente. Igual que a Tepoztlán. Igual que a los tiempos en los que no había teléfonos ni páginas ni otra cosa que no fueran las ciruelas. Los niños, entonces, añorábamos el tiempo de ciruelas. Y aprendíamos a trepar los árboles sólo por ello.

Y tras bajar, con las manos llenas de aquel estúpido tesoro, nos enamorábamos -y enamorábamos- a las niñas, a las madres, a los viejos. El mundo era más simple y yo...

Yo no me sentía viejo.

septiembre 08, 2010

Intervalos epifánicos desechables.

Mis muchos años de psicoanálisis ecléctico todavía no me han provisto de una sana respuesta. Y es que, por más que pretenda alejarme de lo que el universo del cliché persiste en llamar "las femme fatale", dichos personajes siguen siendo los que más provocan mis reacciones, conocen mis botones, y me llevan al delirio.

Atrás quedó el tiempo en el que supedité a mis congéneres (entendiendo esta palabra como se debe. es decir, compartientes de género sexual, ergo, hombres, varones o changos con pito entre las patas). Y es que hace mucho proclamé mi fascinación por mis no congéneres y su cuasigenética capacidad para construir laberintos pertinentes. Más allá de lo freudiana que podría ser la explicación, yo simplemente hallo a las mujeres mucho -pero mucho- más interesantes que a los hombres (y por ende, que a mi mismo). Sin calificativos de bien o mal. Sin maniqueísmos, pues. SImplemente más interesantes.

Pensé en escribir un post lisonjero, apapachador, suave. Y no por que ella necesite menos, sino porque en mitad de la noche me resultaba adecuado. Y todas las imágenes y los abrazos metafóricos que se suscitaron en ese punto, no dejan de tener validez, pero tampoco van aquí.

Aquí sólo mi propia fustigación. Mi pequeño instrumento de tortura. Por lo menos hasta mañana. Mañana -con ella, quizás, o sin ella, lo más probable- habrán reposado todas las lisonjas. Y se habrán despojado de cualquier elemento cursipendejo whatsoever.

Esperaré hasta entonces. Sin contar los minutos. Pero eso, claro, no es gracias a mí o a la noche. Ahí habría que agradecerle a Pfizer y su adorado Alprazolam. El mismo que me pondrá a dormir en breves minutos, y del que quisiera tener -algunas veces- un cierto ducto pirata para ordeñar de las benzodiazepinas, toda la calma que me hace falta.


Espero que el ostracismo al que estoy a punto de suscribirme, haga las veces de semejantes drogas. Y si no, pues

les pido

Ayúdenme a callar. (Pero no por fuera).

Mejor por dentro.

septiembre 06, 2010

Hombre al agua.

Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de labor, cuando sus deseos se hayan
cumplido, el Sabio, despreciando las vanidades del mundo, se aproximará a los humildes, a los
desheredados, a todos los que trabajan, sufren, luchan, desesperan y lloran aquí abajo.
Discípulo
anónimo y mudo de la Naturaleza eterna,
apóstol de la eterna Caridad,permanecerá fiel a su voto de
silencio.
En la Ciencia. en el Bien, el Adepto debe para siempre
CALLAR.

Fulcanelli: "El Misterio de las Catedrales"


Ayer, un viejo-amor y ahora-muy-querida-amiga me pidió que leyera y opinara sobre su recién cocinada página web. No me tomó más de 30 segundos encontrar los errores ortográficos y gramaticales en sus textos. Y a pesar de que creo en su idea originaria, tuve que decirle que sus "párrafos de venta" me parecían desordenados y difíciles de entender. Tal vez no para mí, porque la conozco tan profundamente que podría haberla parido, indiscutiblemente. Pero para cualquier "aventurado visitante", esa filosofía que trataba de resumir en tres párrafos era simplemente incomprensible y muy probablemente molesta.

No sé cómo. Bueno, sí sé. Pero prefiero pretender cual si no supiera cómo me volví un analista semántico enfocado a la mercadotecnia y la usabilidad de las páginas web. Acá, en mi terruño virtual, soy todavía más tortuoso e incomprensible que lo que mi amiga pretende ser en sus tres párrafos por sección. Mi prosa, tal y como le vi calificar a Álvaro Enrigue aquellos hermosos disparates de Monsiváis, es algo verdaderamente repugnante y retorcido. Sobre todo cuando quiero expresar una idea que en mi cabeza califica con un grado de certeza cuasisublime, pero que al momento de aterrizar es simplemente incomprensible e inexplicable, carente de enunciados que mi mente sea capaz de construir. Y juro que no es por las putas ganas de hacerme el hermético/interesante.

Hace no mucho tiempo mi querido amigo Francisco Goldman me dijo, en la peda -claro- y tajantemente, que yo no soy un escritor por donde quiera que se me vea. Él me sugiere que intente el cine, la pintura, la chaqueta ilustrada: Todo menos escribir porque -según él- carezco de la disciplina que un escritor debe abrazar cada que se enfrenta a su obra. Sobra decir que semejante juicio destruyó cualquier aspiración que me quedase en el doblefondo literario de mis ansias. Y digo: Tampoco es culpa de Frank. Yo mismo he soslayado mis proyectos personales al punto que soy el mismísimo cliché del pendejo treintañero que ya no hizo lo que quizás pudo. Nada nuevo. Harto triste.

Sin embargo <-- (y con todo lo que detesto semejante expresión), hoy debo anunciar que me largo. Perdón por la rima, pero así es. Me largo y me largo al ostracismo. Me largo a donde Frank no me encuentre. (subjuntivo, carnal). Me largo a donde pueda escabullirme de mí mismo y -tarde, pero mejor que nunca- pueda comenzar a terminar (sic) todos mis textos inacabados.

No me largo de todos. O de nadie. Seguiré, posiblemente asequible, en los números que ya le compré al Big Brother desde que despertó de su letargo Orwelliano. Y no va a ser fácil. Porque no sólo huyo de mi hueva y de mi aburrimiento, sino que también estoy dejando atrás esa disponibilidad amorosa que tengo para con la mujer más significativa de mi vida (y no, Woody, no es mi madre ni tampoco mi hijastra). Y estoy seguro que me va a costar.

Pero no puedo postergar estos deseos. No se vale. No es justo, por donde quiera que se le vea. Yo no nací para encantar a los mercadólogos de ninguna parte. Puedo hacerlo, sí, y lo seguiré haciendo, también. Pero ese, perdón, NO es mi destino. Y tampoco mi destino existe, porque la vida que he llevado ya me enseñó que no hay otro supuesto "destino" que el trayecto en sí mismo. Y aunque ya sea un cliché, hoy tengo que separarme de esa convención para olisquear la soledad. Tengo que modificar el trayecto, para poderlo abrazar humildemente y sembrar sobre él cualquier posibilidad de amor.

No sé si estoy cometiendo el error de mi vida. Lo dudo. Creo que ese puede ubicarse hace más de 15 años, cuando -categóricamente- me creí capaz de hacer mi propio camino, sin haberme deshecho del que me fue implantado. Y no importa. Hoy sólo quiero pasto, frío, calor, simplicidad. Quiero no tener televisión. Quiero encontrarme lejos de todos. Y quiero acabar ese libro, ese guión, esa historia. La que sea.

Antier me enteré que Elsa Cross escribió el poemario con el que llevo trabajando desde los 16 años. Le puso el mismo nombre y escogió el mismo tema. Tengo -claro- que ir a comprarlo. Le dieron el premio nacional de poesía. A esa idea. A la misma que tengo desde que me propuse hacer poesía. Elsa Cross. La ex-mujer de Juan Tovar. El traductor de Castaneda. El Harry Potter de mi generación (y varias anteriores).

No me importa si el Nadir ya fue publicado. El Nadir no es una persona. Se escribe con minúscula: nadir. Es el punto más alto de la noche. En donde no hay atisbos del día. En donde las brujas solían bailar, y donde la muerte sirve su ensalada. Qué va. Seguro hay otros nombres para eso. Porque de nombres está hecho el hartazgo. Ay, los putos nombres.

Nos creemos tanto por el simple hecho de poder nombrar.

Uno quisiera entender la vida sin lenguaje. Pero es imposible. Y así se explica el fanatismo de todos los malditos locos del mundo. Tienen demasiadas sílabas. Demasiadas palabras. Demasiadas ideas.

Es entonces cuando uno abraza a Fulcanelli. Y sus últimas letras. Y entiende el valor de -finalmente- callar.

abril 28, 2010

Epifanías desechables XII

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Me llegan, súbitamente, tantas ganas de escribir un montón de cosas que no sé cómo decir. Me llegan, súbitamente, un montón de antiguas formas en las que decía y repetía lo que -según yo- me estaba ocurriendo. Y me ocurren, de igual manera, tantas sorpresas que no dejan de ser absurdas, estúpidas y constatables. Y bueno: No tengo idea de cómo ni dónde se encontraría lo que este blog podría ser en la primavera del presente 2010. Ni tengo idea de mí. Ni de cosa alguna.

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Creo que hacerse viejo involucra una inconmensurable tarea de odiarse a uno mismo. Aquello que suavemente llamaba desaprendizaje cuando era adolescente, hoy es una encomienda por demás amarga y cabrona. Y claro: En aquellos tiempos creía saberlo todo. Era un moco categórico como los que hoy mismo desprecio. Y hoy, sin embargo, sólo tengo clara una cosa: Si has de ser un moco -hijo mío- sélo: Pero procura -por el amor de un perro- ser uno de esos mocos que parecen -o se sienten- flexibles.

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Nada de lo que he dicho me gusta. Nada de lo que fui sigo siendo. Poco de lo que he dicho me convence ahora mismo. Y no es mi culpa. Es culpa de la gramática y la ortografía. Es culpa de la numismática y la filatelia. Pero no es culpa mía. Yo sólo atisbo que no sé nada, pero igual y sí se alguna que otra cosa. A la mierda con Platón y su marido. A la mierda con todo: Yo tengo frío y tengo calor como cualquier otra cucaracha. Yo la quiero -y luego no la quiero- "como sube y como baja la marea".

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El amanecer sigue empujándose por la ventana. Eso es algo lindo del amanecer: No te da tiempo a remilgar en lo estúpido que te sientes. Ocurre rapidísimo. Ocurre más rápido que la vista, tal y como los estafadores de las vegas o el metro barranca. Ocurre sin preguntar. Y aquí, aquí mismo, sigue ocurriendo. Pienso en canciones de jazz que me delimitaban la existencia hace cuatro o dos mil años. Pienso en la vida, y en olvidar y en merecer. Y luego olvido lo que pienso y me hago estatua. Y en la estaticidad busco mi nombre y mi núcleo y mi apellido. Y no lo encuentro: Ya no soy más yo mismo.

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Me empecino en dejar algo dicho. Me empecino en ilusionarme con la idea de haber crecido, o de haber sabido, o de haber asimilado algo cierto. Y no es así: porque la calma no es otra que la de hacerse el muerto cuando los ejércitos de la vida ya te pasaron por encima. Y la inquietud es siempre lo mismo: la vieja inquietud, la que nunca te abandona, la que no podrá saciarse jamás.

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Tengo muchos besos pendientes. No es mi historia la que yo me empeño en constatar. Es la historia de otro. La muerte de otro. La vida de otro. Pero no la de yo mismo.

Y es que la vida es muy difícil y aburrida. La vida es muy difícil. Muy difícil. Particularmente, digo yo, cuando la vives sentado.

febrero 11, 2010

Good mourning (sic) heartache.

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Cada mañana, en la vida, termina siendo un buenos días.
Un buenos días, aunque sea en otro lugar: Buenos días.

Pero el mundo no es lo que dejaste taciturno antier noche. Hoy son días. Y entonces, de la forma más veraz y -al mismo tiempo- más indeleble, sólo resta decirle (y desearle) lo mismo. Buenos días.

Buenos días, dolor de corazón. Buenos días.

¿Cuál será la extraña imposición social que nos obliga a decir buenos días cuando alguien más nos lo dice? ¿Será que es de verdad importante? ¿Alguien, en el oscuro bosque de las noches del mundo, escuchará ese árbol caer, en mitad de su soledad?

No tengo, una vez más, la menor idea.

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Buenos días, dolor de corazón.
Vieja y sombría apreciación.
Buenos días, dolor de corazón
pensé que ayer noche era adiós...

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