La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 26, 2007

La tragedia implícita.

Mientras más lo pienso, más me doy cuenta. Mientras más trato de asirlo entre las palmas de mis manos, más se desvanece, como una vil mariposa de humo, como una mosca negra en la visión de casi todos. Como la realidad, que parece estar ahí y luego no lo parece y se difumina, y se intercala suave o abruptamente con la materia que compone el absurdo.

Vivimos una fantasía multicolor y una realidad biotecnológica como ninguna otra. Nuestros cuerpos son maquinarias, sin lugar a dudas, pero lo son a un nivel de perfección (e imperfección y fragilidad, de repente) como ninguna otra que hayamos logrado replicar hasta el momento. Y es que hay días que me levanto considerando cómo es que la biología humana parece estar tan fríamente calculada. Cómo es que esta maquinaria de órganos, fluidos e impulsos eléctricos es capaz de encontrar significados y recrearse a sí misma en ficciones tan deliciosas como trágico resulta el siempre predecible final de todo lo que vive: la muerte. Cómo es que podemos hacer poesía, sentir poesía, amar a otros, poseer y ser poseídos por el deseo más cárnico que una rebanadora, y al mismo tiempo terminar todos muertos y reciclados en los panteones de una historia que casi nadie cuenta. Cómo es que yo soy yo. Y eso es lo que me ha pasado en las últimas semanas. Esa sensación en la que, estando solo, de pronto me percibo a miles de niveles de distancia. Ese yo que mastica un taco, que besa a una mujer, que llora por la muerte o por la incertidumbre, sencillamente no soy yo del todo. Es un blackout terrorífico pero que se ha dejado suceder varias veces en los últimos meses de mi vida. ¿Estoy aquí de verdad? ¿Soy yo el que mira, el que dice esto, el que transita de la papelería hasta la oficina que malgasta mis horas?

Esta noche hablábamos de la educación y sus deficiencias utópicas. De cómo resulta fallido el argumento de enviar a un niño a cualquier "escuela", léase: lugar con el carnet que sustenta la capacidad de proveer "educación" que no es otra cosa que un extracto del amasijo de convenciones sociales que cada país cree que es. Y por milésima vez en mi vida, repetí mi terror con respecto a eso, y que no es "tener hijos", pues he conocido mujeres con las que podría replicar la especie sin mayor problema. Es el hecho de sentirme completamente inseguro e incapaz de llevarlos por la misma vía, o por cualquier otra mejor, de aquella por la que fuimos llevados casi todos los que aquí, en el siglo XXI, concurrimos irremediablemente: La escuela. ¿Cuál escuela? ¿En qué lugar cabrían mis hijos, si todo lo que soy se contrapone a la convención social que las escuelas posmodernas tratan de inyectar en sus alumnos? ¿Cómo podría dejarlos en manos de los perros, los verdaderos perros, y dejar que los volviesen temerosos de sí mismos, de los otros, del olvido, del fracaso y de todos los fantasmas que la vida occidental se ha dedicado a erigir en nuestro nombre?

No. No tengo miedo del hombre ni de la mujer. No tengo miedo de occidente y no podria tener miedo de oriente, porque sencillamente no le conozco. Es otra cosa. Otro sistema racional que escapa a las palabras que ahora mismo escribo. Tengo miedo de esta necesidad de miedo. De esta necesidad de tragedia que parece significar todo lo que hacemos de este lado del abismo. Los médicos ya no quieren ser médicos. Ya no interesa curar, ya no interesa ser mejores. Todo se acomoda en pos de hacer dinero, y mientras más enfermos, mejor es la paga. Todo es cuestión de buscar el sufrimiento y hacerse insensible a él. Encontrarle utilidad al dolor ajeno. Restarle importancia a los hallazgos, a las epifanías, a los logros de cada uno de los robots biológicos que conviven con nosotros. Pues hay que sobrevivir. Y por cada uno que sobrevive, tendrá que haber esos otros que no prevalezcan. Tragedia implícita. Terror facturable. Miseria que no soy capaz de recrear, al menos no con una sonrisa en el rostro.


Yo no miro ni espero nada del mundo. Bueno, sí lo miro, como todos lo miramos. Pero no espero nada que no sea capaz de darme. Cuando el mundo me contradice, he aprendido a aguantar, como si se tratara de un ring de boxeo, y esperar el próximo asalto, o el momento en el que sin ninguna vergüenza pueda disponerme a tirar la toalla. No pretendo más ajustar la realidad a mi script, sino que, mientras puedo, trato de ajustar mi script a la realidad lo más posible. Y entiendo que hay una tragedia implícita. Entiendo que en el África mueren muchos más de los que viven. Entiendo que en mi cuadra apenas sobreviven los que pueden, y que en la siguiente sucede lo contrario. Mas no me peleo con lo irrevocable. Porque no puedo, porque dicha pelea es estéril y no acarrea otra cosa que tristeza e incertidumbre. Y sin embargo, se mueve.

Creo en el chance que supone morir en el intento. Creo en la posibilidad de posibilitar y hacer de esta maquinaría biológica lo mejor que me sea posible. Creo en ciertas sonrisas, en ciertas voces, en ciertas palabras. Y creo en el descrédito y en el desazón, pero también creo en la luz y en la euforia. En la oportunidad que supone desalojar a las palabras y reubicar los sentidos. Y que venga. Y que venga aún más.

Ya no quiero cambiar el mundo. Pero mientra el mundo logre cambiarme, minuto a minuto, me doy por satisfecho.

Sin culpa. Sin miedo. Por siempre.

No hay comentarios.: