Hay veces en las que, sin esperarlo, la vida sencillamente te reclama que te levantes y defiendas tu punto de vista. Puede tratarse de un momento vago en el que te encuentras con quien fue tu amor de hace 10 años, casi por casualidad -y aunque no creas en ella (la casualidad, no tu amor de entonces)- te dediques luego, con toda la paciencia y el cariño adeudado (ese que todavía guardabas en una pequeña cajita) a cerrar esas heridas que se habían quedado medio sangrantes cuando no tenías manera de zurcirlas y continuar tranquilamente con tu camino hacia la muerte.
Y así como esas, hay otras miles de formas. Por ejemplo años de dolor o por ejemplo, mejor, ciertos días en los que un pequeño guijarro -el mismo que alguna vez te causó terribles comezones- se atreve a mandarte un correo tan mustio e improbable, que sencillamente tienes que hacer una pequeña lista y aderezarla con un poco de tu verdad. Luego entonces, le dejas claro de dónde provenía todo tu desprecio, y le permites irse de tu corazón, suavemente y tal vez ataviado con todas esas pequeñas minucias verbales que has fraguado durante todo el tiempo en que te mantuviste en silencio. Y cuando ese silencio rompe en forma de una ola, tsunami narcisista y perfectamente perverso, escribes una carta sucinta y convincente, dejando claro todo, y no poniendo a un lado ninguna de las pequeñas cosas que te asediaron durante todo ese tiempo de mutis irresoluta. El resultado final: Catarsis absoluta aunque también absolutoria. Nada más que decir aparte de todo lo dicho. Y entonces respiras hondo, sonríes ante la débil respuesta, y continúas -irremediablemente- tu camino hacia la muerte.
Y en todas estas súbitas reconocencias, actos de bravura o de analidad expulsiva, o momentos nada metafóricos en los que ponemos ciertas cosas afuera y resolvemos (o tratamos de) lo que antaño parecía irresoluble, no hay un ápice de verdad involucrada. Al menos de esa verdad a la que el mundo parece colgarse y que debe, por obra y gracia del sí y solo si, ser absoluta. Pero que es una verdad amputada y parcial como la subjetividad. Un pedazo autocomplaciente de cada una de las nuestras verdades que operamos frente a lo que nos gusta o que nos duele. Sólo una reconstrucción que, sin embargo, duele. Después, tras del dolor, tras la condena, y más aún, tras la penitencia, todos proseguimos irremisiblemente ese: nuestro largo (o corto) camino hacia la muerte.
Pero esa es nuestra condena: No podemos quejarnos. La condena que supone ser alguien y no todos al mismo tiempo y -además- dentro de nuestra conciencia o nuestra voluntad. Es sencillamente la condena que supone la individualidad humana, la subjetividad epistemológica, el momento invariable que -a cada momento- vivimos (valga la r.). Es el cuadrilátero de nuestras vidas y que, para dolor de muchos, no resulta ser prime time ni mucho menos pay per view en ningún canal de TV que conozcamos en esta tierra (aunque podría decirse que la vida humana es sólo el simulador mediático de alguna otra civilización sobrehumana, pero esa es carne de otro matadero).
Lo real es que en el ring, sobre el ring, bajo el ring, todos somos iguales. Adoloridos de nuestras minucias, o "verdaderamente" adoloridos de aquello que es digno de llamarse dolor frente a los estándares del mundo. Cortadita de papel, creo que dije una vez. Siempre imbécil pero siempre -también- más dolorosa que todos los niños hambrientos que mueren ahora y ahora y ahora en alguna parte más desafortunada que seguro existe en el mundo. Y mientras, todos los demás, buscamos un buen analgésico o un buen antibiótico o una buena distracción. Y entonces, insólitamente, continuamos necios (ya que nada mejor podemos hacer) nuestro camino hacia la muerte.
Es por eso que no pretendo gran cosa. No pretendo decir lo que seduzca a mil musas, a menos que lo pretenda de verdad, y que conozca, por ende, a mil musas dignas de ser musas según mi propia cortadita de papel. Y no pretendo tampoco escaparme de la verdad (esa sí, absoluta) de mi propia muerte. Y mucho menos hacerlo a través de palabritas (putas, putitas) que me hagan sentir mejor mientras -de cualquier manera- me siga muriendo (a menos que necesite sentirme mejor y decida creer que no me estoy muriendo, como todos).
Por eso, y sólo por eso, es que no creo en la perpetuidad o en la permanencia de las cosas o las ideas. Y por eso desprecio la tibia necesidad de asirse a una verdad que siempre es verdad a medias. Y sólo por eso, y nada más, es que amo por segundos, o por minutos, o por horas cuando soy congraciado con la suficiente capacidad. Y entonces, por lo mismo, es por lo que abogo por mi derecho a la eterna autocomplacencia. Y abogo por ser autocomplaciente: Por vivir un hedonismo cínico aunque -curioso, hay que decirlo- también responsable. Un hedonismo en intervalos. Honesto pero implacable. Furioso cuando debe (y a veces cuando no), y luego tranquilo, cuando le hace falta. Aunque nunca, eso sí, en detrimento de los demás. Aun si siempre -SIEMPRE- pretende ser constante. Y así pervivo, adalid del ser masturbatorio y apesadumbrado, así, yo también prosigo, insensatamente, tenue o salvaje, breve o voraz, tibio o sintomático sobre el camino -el único- camino que hay: Mi camino, insalvable, hacia la muerte.
Ya nos veremos. Mientras tanto, sólo me queda decir, tal y como hace mucho que no lo hacía,
Salud.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
2 comentarios:
Salud por tus caminos, tus encuentros y las liberaciones furibundas de tu alma.
Salud por tu mirada, por tus matices y sobre todo por andar, todavía, cerca.
maravilloso texto.
Publicar un comentario