La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

noviembre 22, 2005

Alarma sísmica.

Cuando no se es un admitido hijo de puta, uno siempre procura lo menos mierda de si mismo para los demás. Les protege de los propios demonios, les advierte dónde están las fronteras, les obliga a ejercer una retirada inminente cuando las peores excentricidades de la propia violencia asoman sus siete cabezas por encima de lo que se puede contener. "Vete", dice uno con una sinceridad que por lo regular se interpreta como agresión directa. "Vete antes de que llegue la luna llena y el hombre lobo deposite suavemente sus cubiertos sobre la mesa y te atropelle a dentelladas". Y si no, uno simplemente se va corriendo hasta el cubil, se encadena a su libro más tortuoso y protege a los demás de su destructividad.

Una suerte de alarma sísmica opera previniendo el derrumbe de la civilidad. Uno, si ha vivido lo suficiente, y a diferencia de las catástrofes naturales, normalmente sabe, continúa sabiendo y se percata en todo momento de lo inminente que resultan los colmillos de esa fiera que ruge por salir y despedazarlo todo: Uno sabe que bosteza pero que quiere emborracharse de médulas, dedos, carnes, ingenuidades, bobadas, dedos, brazos, amores, amistades y aprecios a medias, etcétera. Cualquier cosa es alimento. Y más si resulta coexistir con lo que a diario nos topamos a la hora hora de vivir la supuesta vida. O ahuyentas o huyes. De otro modo, sencillamente despedazas.
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El problema es que cada mordisco, cada desgarramiento de la carne de otros, cada herida, cada puñal hincado en órganos vitales ajenos, resulta ser una laceración de los propios. Claro: Esto sólo aplica si, repito, uno no es un depredador admitido, asumido y autoaceptado. Pero si resulta que no se ha logrado morder sin morderse a uno mismo, si uno no sabe matar sin matarse un poco: todo acto de retaliación es una declaración de guerra hacia el propio y mentiroso pacifismo.

Sin más vueltas: Odiar y ejercer actos de odio puede funcionar como un malabarismo momentáneo que nos libra de confrontaciones. Pero en el fondo, al odiara otros, nos odiamos a nosotros mismos. Escindir, disectar, mirar y recordar sólo lo desagradable, olvidar los poemas, los vinos que sudamos bajo la lluvia, las lunas que, juntos, con ambas manos sobre el timón, impulsaban esa barca anclada en el mejor de los silencios:

- "Mente. Mente mía. Mente sólo mía: Préstame el escalpelo, préstame el bisturí, bájame sólo la mitad del telón que resulta más oscura. Bien. Ahora ponlo sobre todo lo posiblemente bello que viví con quien ahora necesito odiar. Gracias. Ahora dame la sierra eléctrica de 2000 watts. Deforestemos el amazonas del amor que debe olvidarse. Bien. ¿Viste? Ahora mismo puedo odiar a quien antes amaba. Gracias, mente. Te debo una más. Qué complaciente resultas. Gracias."
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Pero evidentemente esto resulta más mentiroso que ninguna otra cosa. Alguien que amaste sin desparpajo, alguien que te hizo recular de tus certezas más bobas, alguien que te tomó de los ojos y te impulsó como una hormiga harapienta hasta la bóveda celeste; es decir, alguien a quien amaste sin desparpajo, alguien que reculó de sus certezas más bobas, alguien a quien impulsaste como una catarina descolorida hacia los arcoiris menos ilusorios, no, no, no, no: No puede ser odiado a la ligera. Ni diez mil actos histriónicos, ni diez mil escenificaciones voluntarias y mentirosas de ese odio aparente pueden ser tomadas en cuenta. Y sin embargo lo son. Porque la vida es un continuo. La vida es una línea transitoria, una sucesión de actos y consecuencias. Un calendario de fenómenos sucedáneos que preferimos hacer rutinarios para no pensar.

Y nadie puede leer la propia vida como uno la sobrelee, mientras -y simultáneamente- la escribe. El cliché no miente: Cada cabeza es un mundo: Eso seguro. El problema es que aquí, aquí mismo, sobre la tierra medio muerta y medio viva, la aparente cercanía entre dos cabezas equivale a los más inmesurables años luz que dictan la lejanía del universo. Aunque la gente se tome de la mano, aunque la gente se bese, se acaricie, se rompa, se penetre, se abandone, no importa. Las distancias entre unos y otros son casi siempre insalvables. Aceptarlo o fastidiarse. No hay lugar para intermedios. Los intermedios son también ilusiones.
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Nunca me había hecho ser odiado por nadie como ahora lo he conseguido. Y aunque me sigue pareciendo necesario, siento que también me odio un poco en este intento. Pero no puedo doblegarme ante la culpa. Necesitaba cúmulos y cúmulos de aire: Tantísimo aire que nadie lo creería. Aire que ahora respiro y que, aunque me mantiene en la duda, también me aligera el viaje. Me deja pensar sin el ruido de querer amar, por fuerza, a nadie (o sea, a alguien, quienquiera que fuera).

No me queda sino proseguir. Esperar que en algún punto de este continuo, mi odio y el otro odio amainen. Tal y como amainan las pestañas de todas las enjutas lluvias y de las escandalosas tormentas. Tal y como todo pasa. Lentamente. Suavemente. O en perplejo salvajismo. Como sea.

Yo sólo tengo claras un par de cosas: No quiero imponerle mi agenda o mi pliego petitorio ni a la vida ni a nadie. Quiero mecerme en las hamacas de los meditabundos por un rato. Quiero prevalecer mientras pueda. La vida ya no me disgusta. Y por eso, y sólo por eso, no estoy buscando a nadie que me haga olvidar que mi vida es mía y que estar vivo me alimenta. Relevo a cualquier futuro y posible amor de la responsabilidad de hacer que mi vida me interese. No quiero amores droga. No quiero amores sueño. No quiero amores ilusión. Quiero amores que amen sin dejar de ser. Y amar sin dejar de ser. Existan o no. Pueda con ellos o no.

Ya veremos.

Ya sabremos.

Y mientras tanto, quiero callar.


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