In memoriam Italo Calvino, muerto un 19 de septiembre de 1985.
Por alguna u otra razón, toda la vida se reduce siempre a la imagen de Palomar caminando en el sentido opuesto de casa. Palomar siempre redunda, piensa (Palomar siempre piensa, salvo cuando siente), Palomar siempre sopesa el valor de una vuelta o de otra, de un giro, de una pausa, y claro, de un grillo inesperado interponiéndose en su camino.
Izquierda o derecha - piensa - pero luego, los simbolismos y las brújulas y los nortes y los sures acaban por confundirlo aun más.
Entonces es que se pregunta: ¿Para allá o para acá? ¿O qué tal que no tomo ninguno de estos lados tan hechos y llanos desde que Roma es Roma? ¿Qué tal si me sumerjo en la intemperie y abro un tercer camino, o un cuarto, o un sexto?
Pero Palomar no es, gracias a todas las providencias, ningún iluminado lleno de certezas fatuas. Palomar siempre se pregunta, aunque a veces lo haga en demasía. Se pregunta gracias al hecho de que tiene miedo. Tiene el miedo que tienen todos aquellos a los que Palomar conoce, y hasta a veces ama. El miedo a errar. El miedo al sendero mismo. Porque - se dice Palomar - siempre un sendero implica renunciar a todos los otros. Cuesta mucho - se queja - el caminar enderezado y obtuso sin que importe esa vaga sensación, que siempre llega, y que repite estruendosamente "Vuelve, vuelve, vuelve tus pasos, te has equivocado". Sensación llena de voces que, aunque conocida, siempre parece tener la razón, y que además, ha doblado en sus rodillas a los mismísmos césares de nuestro mundo. La propia traición vuelta duda. Desgraciada y funesta carga.
Pero Palomar no es de los que se quedan quietos. Palomar siempre se resuelve, tarde o temprano. A veces le toma días, largas semanas de hacer campamentos en cualquier esquina de su ciudad invisible. Otras veces, las menos, resuelve todo de inmediato, y persiste, caminando como caminan los verdaderamente ciegos. El asunto es que Palomar ha renunciado a la inmovilidad, tal y como cuando renuncia a los senderos que va dejando sembrados tras de sí. Palomar ya no tiene miedo, y por eso es que a veces se siente orgulloso de sí mismo. Y no le importa cuan falaz pueda ser su orgullo. Él solamente camina, aunque sea en círculos, aunque no llegue a ninguna parte o aunque se pierda, irremediablemente, y luego le den ganas de llorar.
Y cuando de verdad llora, y luego sigue llorando, como se debe, sin tapujos, sin contradicciones, y luego se limpia la cara hinchada de terror, y sigue caminando, se dice a sí mismo, nuevamente (porque Palomar casi siempre habla consigo mismo, han de saber):
"Voy sin ir y sin embargo sigo yendo. Sí, aunque suene a nada. Sé que el acto de ir no es igual a nada. Sé que atrás, casi al principio de las múltiples veredas, se han quedado mudos todos. Hasta las olas y hasta los pájaros. Todo aquello que podría significarme, persiste en la quietud. Su terror - se dice - no es asunto mio. Ni tampoco sus deseos de observar siempre todos los caminos, para no tomar ninguno. No. Mi asunto es permanecer renunciando. Pues solo así es que puedo entender cada piedra que piso. Y mis pies me lo agradecen, aun si doloridos. Y no tengo destino. Y poco me importa. Acepto renunciar para poder seguir andando."
Y siempre que Palomar se repite plegarias parecidas, más de dos pájaros caen muertos de vuelta en el principio del sendero. Y alguien mata por amor. Y otro ama matar. Y nadie escucha sus pensamientos, cosa que poco le importa, pues no la sabe. Él solo persiste. Respira. Solloza y luego rie. Y luego, sencillamente, da el siguiente paso. Y la siguiente piedra sigue siendo la misma . Y a la piedra eso nada le importa. La piedra solo adora ser pisada. Por Palomar o por nadie. Y luego cruje de felicidad. Aunque nadie la escuche.