El entusiasmo es el mal contemporáneo.
Entusiasmo: Léase, desde Chabelo hasta El Papa. Desde el buen Yisus hasta la Chispa de la Vida.
Por el entusiasmo es que hemos sido engañados tantas veces. Como especie y como individuos. Cada vez que se presenta, pum, creemos ciegamente en cualesquiera que sea la pendejada que lo produzca. Dejamos de ver, se nos olvida pensar. El entusiasmo es el falo procreador del dogma, la alienación política, el amor ciego y todas las demás pendejadas que acaban por frustrarnos o llevarnos a nuestros pequeños cataclismos. El entusiasmo hace más daño que una garnacha de origen dudoso, relleno dudoso, sabor dudoso pero consecuencias diarréicas fehacientes y constatables.
Por eso prefiero la diarrea al entusiasmo. Las dudas al entusiasmo. Casi cualquier postura es mejor que la del entusiasta. Mejor jugar a no jugar, como decía el mamón de R.D. Laing. El discurso del no discurso. El nihilismo asimilado de Batio. El hedonismo sin culpas de los psicópatas inofensivos. Cualquier cosa menos la ceguera autoinflingida y estúpida del que cree creer en lo correcto.
Recuerdo uno de mis entusiasmos más recientes: año nuevo del año 2000. Yo, entusiasmado por mi recientemente redefinida vida en pareja, al lado de una bailarina cirquera esquizoide que por aquel entonces amaba con harto entusiasmo. Entusiasmado vi llegar el 2000 en una tele en blanco y negro, al lado de mi loca en turno, en canal once. Proyectaban todos los años nuevos del mundo, porque ese era el año del milenio falso, el Y2K, el año en que haríamos contacto (con nuestra renovada estupidez).
En nuestro jacalito defequense, vivíamos nuestro amor enfermo y sin barreras. Yo, recuerdo que decía en voz muy alta, estaba seguro de que "este debía ser el siglo del nuevo renacimiento, el siglo donde la humanidad finalmente aboliría la religión, al constar su inutilidad y la gente comenzaría a ser gente y no pequeñas hordas de imbecilidad..."
Por supuesto la imbecilidad era la mía. Y la esperanza fatua era la mía y no la de las pequeñas hordas nada más.
Un mes después me llamaron por teléfono, y desde esa misma cama recibí la noticia de que mi padre se estaba muriendo en un hospital del IMSS. En un principio era un poco inverosímil la noticia, pero contando con que no lo veía en cuatro años, me pareció posible y me dispuse a caminar hasta su helecho de muerte.
En efecto, el pobre cabrón tenía una cirrosis galopante. Y por desgracia no era por los litros de alcohol que se metía con disciplina y tenacidad. Un pinche virus pendejo, pobre cabrón. Se murió semanas después, hinchado de no poder mear por falta de riñones, hígado y en general, masa corporal que pudiera digerir siquiera el agua. Una muerte asquerosa.
Era mi oportunidad para el entusiasmo. Cualquiera podría pensar que era mi momento para abrazar a dios y pedirle por el cabrón de mi jefe. Ni madres. Seguí, con doloroso entusiasmo, creyendo que la medicina lo podría rescatar de su desidia. Ni madres. Y luego de eso, seguí, con entusiasmo, viviendo mi parejita con entusiasmo, fumando mi motita con entusiasmo, y creyendo aún, que este sería el nuevo siglo de las luces.
Después vino la debacle la parejita, la debacle de la esperanza del patético nuevo renacimiento. También vino el papa y la gente, más pendeja y gregaria que nunca, saltó a la calle a masturbarse el alma con el fetiche del papa-móvil y el viejito asesino que lo habitaba por escasos instantes sobre avenida revolución.
Me costaría otro par de años abandonar el entusiasmo finalmente. Claro que, como buen cobarde, ahora me sigo cobijando en sustitutos como la euforia o la pazguatez quejumbrosa. En realidad vivo ambos en intervalos a veces tan cortos como lo son 15 segundos. Pero me siento menos sucio, menos seguro de mis pendejadas o de las de otros. Más coherente, en cierto modo, con el no vivir a largo plazo. Y aun cuando pienso en mi propia muerte de vez en cuando, juro que no me tienta volver al entusiasmo. No quiero ser un born-again enthusiast.
Prefiero aplaudir la coherencia del comunista (o la del dictador) a vivirla en carne propia. Tal vez por puto, tal vez por comodino, o tal vez porque ninguna de esas garnachas me llenará jamás.
Ni el próximo cuerpo, ni la próxima personalidad, ni la próxima droga de la que me enganche. Y no es que me sienta mayor a lo que el mundo tiene que ofrecer, sino que evaluar qué tanto me interesa ya no me importa tampoco.
Hm.
Qué desastre de cabeza tengo hoy. Me voy a buscar algo de euforia para endulzar mi día. Algo de jazz, chupe y aderezos estará bien. Aunque no me quito de la cabeza las ganas de enamorarme pesado, con mucho entusiasmo.
Puto que soy.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
abril 19, 2005
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2 comentarios:
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente.
Claro, Pessoa. Un beso.
Enamórate pues pero no te me entusiasmes, "el amor es un ave de paso" (no se quien lo dijo pero suena bien chaqueto...)
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