La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

noviembre 06, 2007

La posibilidad del espejo.

"Entiendo lo que dices.
Y es que el hombre se muestra ocultando,
mientras la mujer se oculta mostrando..."

F.


Mi mundo es un ser metamórfico y vasto. Una posibilidad interpretativa que ha cambiado en formas tan disímiles como carnosa ha sido mi aproximación hacia él. Alguna vez, en un pasado remoto y hoy lleno de nostalgia melancólica, se trató de un lugar sencillo donde caminar un par de kilómetros para llegar a la escuela era una aventura capaz de engendrar un millar de ficciones despreocupadas y carentes de todo estrés. Un lugar en el que (casi) todos los niños viven: lejos del hartazgo y la desesperanza. Adyacente a una fantasía cúbica y desinteresada, en la que la aventura era el camino -no el propósito- y por ello aquel recóndito sonido de las manadas de vacas, pajarillos y hojas multiformes que se dejaban danzar al ritmo del viento era todo lo que hacía falta para significar cada día como una única e indivisible epopeya que apenas tejía el rumbo de la que vendría al día siguiente.

***
Pero como acabo de decir, mi mundo (o sea, ese yo que mira y pretende que su mundo es suyo) no se detuvo ahí, aún cuando mi nostalgia sí lo hizo. Las vacas se esfumaron cual si mártires del viento. El camino a la escuela dejó de ser, lenta e inexorablemente, una proeza diaria colmada de fantasía, y la vida -en general- cambió de forma, y de nombre y apellidos una vez tras la siguiente. Y conforme los deseos y sus consecuentes ansiedades se volvían más y más complejos, yo dejé de ser un niño y transité hacia el inminente estadio de la adultez implacable. Y como en un cuento de Michael Ende, sólo que inacabado, me vi convertido en un adulto aterrorizado por la grisaciedad de su envoltura y sus deberes. Un hortelano angustioso y adulterado por la necesidad de vivir y sobrevivir. Todo eso mientras lejos de mi propia capacidad de maravillarme y sonreír. De callarme para ser escuchado. De saberme para dejar de ser sabido.

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Y entonces ese mundo rehilete; ese mundo trompo; ese mundo de dragones que mugían como vacas inmutables pero -claro- amenazantes en función de mi fantasía, se volvió otra y otra y otra cosa. Una cosa nueva, cada vez, pero ya sin que mirarla ni sentirla significaran una nueva y cotidiana afrenta. Una geografía política de cierta sociedad en la que me tocó crecer. Y como -justamente- hacerse adulto no es otra cosa que "adulterarse", la levedad se marchó en azcuas y comenzaron a erigirse los fetiches y los problemas de un "hombre" que dejó de ser constructo y empezó a ser estatuilla. Un "hombre" como quien dice "un adulto". Un graduado de la pureza de esos años leves y ludicobundos que supone ser la infancia. Y es justo hasta ese momento cuando las cosas adquieren un carácter irremisible y determinante, y la vida deja de ser juego para dar paso a una seriedad cruel y atroz. Un malvavisco que se convierte en lápida, podría decirse, y entonces ya no se puede tener esa tranquilidad inherente a lo que somos cuando podemos ser niños, y cada paso que damos implica una renuncia inexpugnable a todo aquello que ya no podremos ser, ni siquiera en sueños.

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Hoy miro todo esto con ojos recién lavados. Con la tranquilidad que me brinda el poder de saber. O de saber que no sé nada y no tener pavor de ser Socrático. La herramienta indesdeñable de atreverse a mirar ese espejo que casi todos niegan y prefieren evitar. Y que no es un espejo de mano donde podemos retocar nuestras pestañas. Ni un espejo de pasada donde podemos congratularnos de nuestra propia mirada. El espejo de Alicia, el espejo humeante. Nierika: el pozo de los deseos que deseamos no desear. El nido de las paradojas, el ojo huracanado de los miembros de la soledad. Hoy miro cómo mi mundo ha cambiado frente a mis ojos y -por ende- frente al espejo. Y entonces decido no asustarme, sino asir valientemente mi cobardía, y enfrentarme a ella con toda la capacidad medieval que mis armaduras intelectuales y asombrosas me proveen gracias a la biología. Porque no me congratulo de mis pruebas psicométricas o de mis capacidades académicas, o siquiera de mis hallazgos narcisistas y poderosamente racionalizantes. No me siento origen de mis pensamientos, pero sí destino de mis decisiones. Y es en ellas en las que reparo, asustado de mi propia capacidad para el enredo, y dispuesto a desanudarla -sean o no un lacaniano nudo borromeo que no tiene pies ni cabeza- pero que, finalmente, obstaculizan mi capacidad de sentir placer que no sea malsano, amor que no sea entelequia, y dolor que no sea demonio que -a fuerza de mi propia capacidad para encontrar nombres inútiles para las cosas- termine siendo poderosamente mitológico y truculento, y que entonces gane siempre la batalla y acabe por hacerme daño y -entonces- pasar días y meses en un lamento insulso e insolente que contamina con altos decibeles mi propia posibilidad para cambiar. Cambiar de rumbo. Hacerme otro, como un niño, y hacer -por ende- que mi mundo sea también otro, y perpetuar la espiral ascendente de mi crecimiento Hegeliano.

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Este es un texto que estoy segurísimo que nadie va a leer. O al menos nadie a quien no tenga que leérselo a fuerza de chingadazos seductores. Ocurrirá, seguramente, que al llegar a la tercera frase, un 99.9% de quienes visitan asiduamente este lugar lo encontrarán inexplicable y aburrido. Impenetrable o quizás estúpido y culturoso. La diferencia aquí, es que no pretendo que nadie lo lea, ni lo subo a este blog para presentarme apetitoso e interesante para los ojos de nadie. Una mera asunción de mi propia mortalidad es la que me obliga a no guardarlo entre los cajones virtuales de mi computadora, sino hacerlo público para el aburrimiento de muchos. Y es que hoy fui a lavarme los ojos, las manos y el corazón. Y durante tres importantísimas horas, compartí mi mayor e insoportable profundidad con un hombre que es mucho más capaz que yo para entenderla y luego hacerla pedazos. Y en ese acto de autoestima masoquista asumí y RE-asumí la importancia de conocer y RE-conocerse a uno mismo. Y de que un espejito mágico no sólo es argumento para un perdurable cuento infantil, sino también una incalculable herramienta para no hacerse pendejo por deporte o por el puro placer de transitar en la autodestrucción sin otro obstáculo que las inmensas crudas físicas y morales que eso a mí me produce. Y entonces asumí, con toda la minúscula humildad de la que soy capaz, que eso es justamente lo que ahora mismo me falta. Me falta ver la falta, aquí y afuera, y recordar que de la falta es de lo que está hecho el mundo. Ese: el metamórfico. El imperecedero. El que continuará sin siquiera titubear cuando todos nos hayamos ido, y al que poco o nada le importarán nuestras más profundas debilidades.

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Pero ya no importa más. Hoy, valientemente, y como todo buen cobarde que se atreve y se da cuenta de que lo es, me atreví a mirarme en el espejo más cabrón que conozco. Uno que no soy yo y que no refleja mi conformidad y mis presunciones racionales o narcisistas. Hoy me planté frente al espejo de los espejos, el espejo infinito que se pone frente al espejo y entonces refleja el único infinito que somos capaces de ver en la comodidad de nuestra casa -o en este caso- de nuestro ser, y entonces comencé a hablar conmigo. Y hablé como hace mucho tiempo que no lo hacía. Quizás como nunca. En completa y franca asunción de mi desnudez, y con la absoluta comodidad del que no espera milagros ni respuestas fáciles. Y el espejo me respondió, sabio y generoso, duro pero con absoluto tacto y prudencia. Y ese no es un espejo de los que mienten, o al menos no cuando se les pregunta con la suficiente fuerza y entonces se les dice:


- ¿Espejito, espejito, cuál es la peor mentira del mundo?
- Sencillo pero tremendo, amo y señor de tu propia podredumbre aunque también de tu belleza. La peor mentira del mundo no es del mundo. Es tuya. Y es la que no sólo se supone, sino la que se sabe a sí misma, y que -además- se enuncia como verdad.

Y entonces esa incipiente -aunque brillante- Caperucita-Robin Hood-Príncipe Valiente-Pulgarcito-Jack el Destripador y demás amasijo de arquetipos tuvo que callarse. Porque a ciertos espejos sólo puede hacérseles una pregunta cada vez. Y mientras más viejo se hace uno, menos días son las veces, y menos veces otorgan los días.



Aunque sin embargo, todo siga moviéndose...

3 comentarios:

Lahetaira dijo...

Todo se sigue moviendo, sí, y con suerte podemos a veces caminar mientras nos miramos... Pequeños triunfos en pequeñas batallas, quedamos exhaustos y listos para dormir, para despertar, para seguir.

Sabes lo que sé, espejito, y mucho más...

Alfredo Mora dijo...

Como parte de los arquetipos te faltó "el principito". Buen texto, mi querido cementero.

Rain (Virginia M.T.) dijo...

¿Estás alcanzando aquella rara sabiduría a la que los inmensos meditadores llegaron?