Porque no hay terror más horrorífico que el de morirse sobre el tintero. Morirse pequeñamente, como en el amor, como en el orgasmo, o morirse largo y absoluto, como cuando se acaba la historia y la vida sigue (¿sigue?) en el mundo de los otros.
Desde niño me ha intrigado terriblemente el asunto de la otredad y -de paso- el asunto de las palabras. ¿Cómo saber si mi rojo es el rojo del otro? ¿Cómo saber si mi azul, es el azul del mundo o el mismo que las fotografías cuentan desde el mundo que se pinta desde la estratósfera? ¿Cómo comprender cualquier cosa acerca de ese "otro" sin ese idioma que -en algún punto de la evolución- se hiperdesarrolló hasta lo que hoy tenemos frente a nuestra vida diaria? El grito lejano del que vende tamales oaxaqueños, la grabación mundana que se repite y se repite sobre las ondas radiofónicas, el mensaje compuesto de un anuncio televisivo cruel y eficiente. ¿Cómo saber si ese rojo es mi rojo o el de otros? ¿Qué carajos importa, si la gente sigue comprando la roja cocacola y el azul vodka y la verde idea de que el mundo se está muriendo? Las palabras no han resuelto nada, pero sin duda cumplen su deber cuando se les paga y se les manipula lo suficiente. Como buenas y complacientes putas. Putas, putas palabras. Una epifanía desechable y desechada a lo pendejo.
Pero entonces me aburro absurdamente ante los jerarquizadores de la experiencia: Esos que suponen que sólo tal o cual manera de experimentar y expresar lo que se experimenta es mejor -o peor- en una escala que sólo ellos conocen. Esos que dicen que el amor (y no sólo lo dicen, sino que lo gritan: EL AMOOOOOR) no precisa palabras, y que además, las palabras no valen nada, y que todo lo importante puede ser transmitido sin ellas. Y todo esto te lo dicen usando lentas y rápidas, y suaves y duras, y tontas o -quizás- brillantes palabritas vestidas de lentejuelas y albedríos. Y luego se erigen y se erectan como líderes de la noche, y te traen de congal en congal hasta el punto en donde ya no pueden rebatir, pero sí deben irse para cumplir sus propias expectativas sexuales con alguna treintona que traían como parte del show, y que ahora reclama su parte del pastel.
Entonces llegamos al punto en el que las palabras son putas, sí, pero también lo único que hay para cruzar medianamente esa frontera que divide al uno del otro. Meretrices romanas para unos, ficheras insaciables y obesas para otro, aun cuando -en mitad del puente- resuelven diferencias irreconciliables entre mi rojo y el rojo del otro y del mundo. Prostitutas de la lógica y de la manipulación, tal vez, pero ladrillos o grandes bloques de concreto que construyen el entendimiento entre una gente y otra gente. Y entonces, en comunión sacra, les construímos un altar a las meretrices. María Magdalena levanta su corrupta mano derecha y pide la palabra: Y la palabra es ella. Se hace. Es el verbo. EL verbo. El que genera el mundo, el gran verbo génesis de todo y que -quizás entonces- no era tan prostituible como lo ha vuelto la industrialización y la modernidad.
Sin embargo, la cuestión que me incomodaba desde niño sigue siendo la misma. Sigo sin saber si mi rojo es tu rojo. El rojo del otro. El rojo de todos. Sigo igual de indefenso en la oscuridad de las palabras que tan fieramente me pretenden aliviar de mi miedo a morir sobre el tintero. Quizás porque ahora tengo más miedo que antes, quizás porque morir siempre ha sido igual de terrorífico, o quizás porque no sé si de verdad el mundo se acaba cuando me acabe yo. Cuando las luces se apaguen. When the music's over. Turn out the lights...
Puede parecer una inconsistencia: Las palabras, como sin duda saben que pienso casi todos los que me conocen hasta el tuétano, son -para mí- las más grandes putas al servicio del mejor postor, pastor, poeta o puritano, payaso o prestanombres. Las palabras han crecido, junto y gracias al hombre, y se han convertido en su desgracia y su fortuna. En su motor y su desazón. En su camino y en su retirada incondicional.
Pero eso -si el mundo de verdad proseguirá cuando me haya muerto, y todo esto no es una especie de simulador en tiempo real de una cierta realidad que cada vez es más endeble- no tiene la menor importancia. Tengo prisa y terror de congratularme o de no poder hacerlo. Quiero conocer a esos otros que tienen palabras tan distintas que en lugar de ser ficheras de la doctores, son geishas de algún fino burdel de Kyoto. Quiero comer esa comida, beber esos licores, oler esos sabores, y palpar esas vendimias. Quiero irme. Quiero irme pronto. Pero no del mundo, sólo de aquí. De donde ya todo está claro y es más que conocido. De aquí, de mi lugar de siempre.
En camino hacia otros lados, más resuelto que nunca y con más prisa de la que jamás me conocí. Pues no sé si mi vida tenga una cuenta más pequeña de la que daba por sentada. Ni tampoco si me alcance ese poco -o mucho- pedazo de tiempo, para encender una vela en el país de las maravillas.
Ni sé dónde está, ni cómo llegar. Sólo me queda claro que debo ir a dar una vuelta. Una vuelta alrededor de la cuadra.
¿Ves, guapita? No sólo eras tú. Era también una historia para mí. Es.
Así que, pase lo que pase, me voy pal monte buscando guayaba.
Que tenga sabor, que tenga vendo.
Salud.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
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2 comentarios:
¿Me llevas?
Al menos mándame unas putas saladas desde ese barco.
Te quiero.
yo también lo quiero todo...
siempre el todo...
saludos
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