Mi vida es un caos ordenado y políticamente correcto, o incorrectamente político, según las circunstancias.
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Mi necesidad de escandalizar responde de forma directamente proporcional a la hueva que me produce adaptarme a cualquier partitura rutinaria.
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Creo más de lo que sé. Sé más de lo que digo. Digo lo que alcanzo a musitar. Musito lo que proviene de las ondas primigenias de mi incapacidad para responsabilizarme por mi incorrección política. Soy un cerdo advenedizo y feliz de ejercitar su poética decadencia.
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Soy un hombre de trenes, más que de aviones. Pero vivo en un país sin trenes, y cuyos aviones son casi todos tercermundistas. No escucho el golpeteo de las ruedas contra los durmientes de los rieles. Sobrevivo -apanicado- el espacio entre el despegue y el tercer tequila. Esa es la metáfora más precisa de mi aproximación a los 30 años.
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No quiero aumentar líneas en los párrafos conforme transcurren los aforismos. Aquí -entonces- debiera decir lo mucho que asumo el inefable hecho de vivir en un país de máscaras: Bonitas, sí. Irreales, por supuesto.
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Una vez asumida la simulación, quedan pocas alternativas: Rasparse la garganta a punta de gritos inconformes (una), o aprender la sutileza truculenta de mentir sabia y confortablemente (dos). Ninguna vertiente es expiatoria: Desgañitarse o simular son dos extremos de una misma mentira.
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Debo admitir que aprecio mucho el ser adjetivado (juzgado) o siquiera definido. Encontrarme a mí mismo en una sola palabra, resulta un verdadero alivio. ¿Qué más fácil que jugar a semejante complacencia? ¿Qué más difícil que saberse -en secreto- absolutamente distinto?
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Un paseo por los zócalos de Culiacán resulta ser un verdadero examen para el autocontrol y la memoria. Supeditar el apetito primigenio ante el guerrero control de las pulsiones. Asumirse cavernícola en cada pierna desnuda y en cada pelo bien peinado, mientras aquello que subyace -la sed, el hambre indemne, el apetito turbio- es aplacado por una moralidad que sin embargo no es moralina. Hambre que no es hambre. Sed que no es sed. (Aforismo que ya es muy largo)
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Lo único importante, cuando se trata de aforismos o carreras de automóviles, tiene que ver con el frenar. Saber dónde, saber cuándo, saber las veces. Y -curiosamente- importante es saber también que parar no es detenerse. Y que nada es tan inmenso como para ser infinito, ni que tampoco decir "jamás", es decir "para siempre".
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Todo aterrizaje resulta forzoso. Nadie (casi) quiere dejar de volar para ser un tren. Y nadie quiere dejar de rodar para hacerse pregunta. No hay hambre capaz de saciar cualquier menú. Y no hay sed que se termine en barra alguna. Y es que no hay completud (o complitud, como se prefiera). No existe un "ya estoy bien" sin que le siga un "siento falta".
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Querer postergar el placer equivale a ser tartamudo. O necio. O simple, pero recio. Alargar las palabras no es necesariamente malo. Y es que tartamudear o canturrear sólo es un síntoma del saberse necesariamente en falta: Ni tú, ni yo. Ni nosotros. Ni dios (con minúsculas), ni nada. Justo eso es lo que me hace feliz: nada. Tener nada o (es decir) buscar algo.
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Oremos, hermanos, oremos. Que al espacio vacío, savia de todo aquello que es incompleto, se levanten nuestras incompletas plegarias. Vivamos nuestra mexicanidad mientras se acaba el mundo. Pero vivámosla de verdad: no llenemos el vacío de la muerte con florecitas de cempaxóchitl ni tampoco con calacas de sal o de dulce o de nada. Abracemos el verdadero vacío: ¿Podemos?
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Que sea límpido el silencio, que sea de verdad. Que sea el gran silencio. Que sea un mes después del 2 de octubre, como ya es. O que sea en cualquier mes, y que sea por sobre cualquier ansia. Pero que sea vacío -no lleno- y nunca (nunca) toda la verdad.
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Renuncio a cualquier aforismo que ocupe más de quince palabras (y a todos los anteriores).
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Renuncio a mí mismo y a mis incipientes canas. Renuncio a salvar y a ser salvado. Renuncio a mis ganas.
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- ¿Qué es lo más fuerte que has oído en los últimos tiempos?
- ¿De verdad quieres saber?
- Sí, suéltala...
- Ok. Ahí te va: Un hombre vocifera en algún bar. Cuenta su muy misógina y condechi verdad ante la vida:
"Y es que, ¿sabes qué? A las viejas mexicanas les falta siempre algo. Algo que siempre tienen las cubanas. Aquí, a todas, si les sobran tetas, les falta culo. Es una realidad, mi hermano. Piénsalo bien. Ninguna lo tiene todo en su lugar, como en Cuba..."
Y en una adorable retaliación no solicitada, pero respondiendo a los decibeles de ese irresponsable emisor, se acerca una mujer (hermosa, por cierto, más allá de las tetas y el culo), y replica:
- ¿Pero de qué tú te quejas entonces? Con los hombres mexicanos es lo mismo: Al que le falta cerebro, le sobra pito. Y al que tiene un buen pito, nada más no le alcanza el cerebro. Aunque en tu caso es peor (le dice directamente al hombre): A ti, sencillamente, te faltan los dos...
(Tómala, "chavo". Y ni quién te salve...)
Para aforismos los de la vida.
Y salud por el intersticio.
2 comentarios:
Hola, con este comentario me doy la bienvenida a tu blog... normalmente los escritos autobiográficos no son mis lecturas favoritas, tu caso es mi excepción.
Saludos
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Mmmm... ¿Acaso no confía usted en la bondad de los extraños?
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