Porque no hay terror más horrorífico que el de morirse sobre el tintero. Morirse pequeñamente, como en el amor, como en el orgasmo, o morirse largo y absoluto, como cuando se acaba la historia y la vida sigue (¿sigue?) en el mundo de los otros.
Desde niño me ha intrigado terriblemente el asunto de la otredad y -de paso- el asunto de las palabras. ¿Cómo saber si mi rojo es el rojo del otro? ¿Cómo saber si mi azul, es el azul del mundo o el mismo que las fotografías cuentan desde el mundo que se pinta desde la estratósfera? ¿Cómo comprender cualquier cosa acerca de ese "otro" sin ese idioma que -en algún punto de la evolución- se hiperdesarrolló hasta lo que hoy tenemos frente a nuestra vida diaria? El grito lejano del que vende tamales oaxaqueños, la grabación mundana que se repite y se repite sobre las ondas radiofónicas, el mensaje compuesto de un anuncio televisivo cruel y eficiente. ¿Cómo saber si ese rojo es mi rojo o el de otros? ¿Qué carajos importa, si la gente sigue comprando la roja cocacola y el azul vodka y la verde idea de que el mundo se está muriendo? Las palabras no han resuelto nada, pero sin duda cumplen su deber cuando se les paga y se les manipula lo suficiente. Como buenas y complacientes putas. Putas, putas palabras. Una epifanía desechable y desechada a lo pendejo.
Pero entonces me aburro absurdamente ante los jerarquizadores de la experiencia: Esos que suponen que sólo tal o cual manera de experimentar y expresar lo que se experimenta es mejor -o peor- en una escala que sólo ellos conocen. Esos que dicen que el amor (y no sólo lo dicen, sino que lo gritan: EL AMOOOOOR) no precisa palabras, y que además, las palabras no valen nada, y que todo lo importante puede ser transmitido sin ellas. Y todo esto te lo dicen usando lentas y rápidas, y suaves y duras, y tontas o -quizás- brillantes palabritas vestidas de lentejuelas y albedríos. Y luego se erigen y se erectan como líderes de la noche, y te traen de congal en congal hasta el punto en donde ya no pueden rebatir, pero sí deben irse para cumplir sus propias expectativas sexuales con alguna treintona que traían como parte del show, y que ahora reclama su parte del pastel.
Entonces llegamos al punto en el que las palabras son putas, sí, pero también lo único que hay para cruzar medianamente esa frontera que divide al uno del otro. Meretrices romanas para unos, ficheras insaciables y obesas para otro, aun cuando -en mitad del puente- resuelven diferencias irreconciliables entre mi rojo y el rojo del otro y del mundo. Prostitutas de la lógica y de la manipulación, tal vez, pero ladrillos o grandes bloques de concreto que construyen el entendimiento entre una gente y otra gente. Y entonces, en comunión sacra, les construímos un altar a las meretrices. María Magdalena levanta su corrupta mano derecha y pide la palabra: Y la palabra es ella. Se hace. Es el verbo. EL verbo. El que genera el mundo, el gran verbo génesis de todo y que -quizás entonces- no era tan prostituible como lo ha vuelto la industrialización y la modernidad.
Sin embargo, la cuestión que me incomodaba desde niño sigue siendo la misma. Sigo sin saber si mi rojo es tu rojo. El rojo del otro. El rojo de todos. Sigo igual de indefenso en la oscuridad de las palabras que tan fieramente me pretenden aliviar de mi miedo a morir sobre el tintero. Quizás porque ahora tengo más miedo que antes, quizás porque morir siempre ha sido igual de terrorífico, o quizás porque no sé si de verdad el mundo se acaba cuando me acabe yo. Cuando las luces se apaguen. When the music's over. Turn out the lights...
Puede parecer una inconsistencia: Las palabras, como sin duda saben que pienso casi todos los que me conocen hasta el tuétano, son -para mí- las más grandes putas al servicio del mejor postor, pastor, poeta o puritano, payaso o prestanombres. Las palabras han crecido, junto y gracias al hombre, y se han convertido en su desgracia y su fortuna. En su motor y su desazón. En su camino y en su retirada incondicional.
Pero eso -si el mundo de verdad proseguirá cuando me haya muerto, y todo esto no es una especie de simulador en tiempo real de una cierta realidad que cada vez es más endeble- no tiene la menor importancia. Tengo prisa y terror de congratularme o de no poder hacerlo. Quiero conocer a esos otros que tienen palabras tan distintas que en lugar de ser ficheras de la doctores, son geishas de algún fino burdel de Kyoto. Quiero comer esa comida, beber esos licores, oler esos sabores, y palpar esas vendimias. Quiero irme. Quiero irme pronto. Pero no del mundo, sólo de aquí. De donde ya todo está claro y es más que conocido. De aquí, de mi lugar de siempre.
En camino hacia otros lados, más resuelto que nunca y con más prisa de la que jamás me conocí. Pues no sé si mi vida tenga una cuenta más pequeña de la que daba por sentada. Ni tampoco si me alcance ese poco -o mucho- pedazo de tiempo, para encender una vela en el país de las maravillas.
Ni sé dónde está, ni cómo llegar. Sólo me queda claro que debo ir a dar una vuelta. Una vuelta alrededor de la cuadra.
¿Ves, guapita? No sólo eras tú. Era también una historia para mí. Es.
Así que, pase lo que pase, me voy pal monte buscando guayaba.
Que tenga sabor, que tenga vendo.
Salud.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
noviembre 28, 2007
noviembre 22, 2007
Súbitos reconocimientos (Epifanías desechables II)
Hay veces en las que, sin esperarlo, la vida sencillamente te reclama que te levantes y defiendas tu punto de vista. Puede tratarse de un momento vago en el que te encuentras con quien fue tu amor de hace 10 años, casi por casualidad -y aunque no creas en ella (la casualidad, no tu amor de entonces)- te dediques luego, con toda la paciencia y el cariño adeudado (ese que todavía guardabas en una pequeña cajita) a cerrar esas heridas que se habían quedado medio sangrantes cuando no tenías manera de zurcirlas y continuar tranquilamente con tu camino hacia la muerte.
Y así como esas, hay otras miles de formas. Por ejemplo años de dolor o por ejemplo, mejor, ciertos días en los que un pequeño guijarro -el mismo que alguna vez te causó terribles comezones- se atreve a mandarte un correo tan mustio e improbable, que sencillamente tienes que hacer una pequeña lista y aderezarla con un poco de tu verdad. Luego entonces, le dejas claro de dónde provenía todo tu desprecio, y le permites irse de tu corazón, suavemente y tal vez ataviado con todas esas pequeñas minucias verbales que has fraguado durante todo el tiempo en que te mantuviste en silencio. Y cuando ese silencio rompe en forma de una ola, tsunami narcisista y perfectamente perverso, escribes una carta sucinta y convincente, dejando claro todo, y no poniendo a un lado ninguna de las pequeñas cosas que te asediaron durante todo ese tiempo de mutis irresoluta. El resultado final: Catarsis absoluta aunque también absolutoria. Nada más que decir aparte de todo lo dicho. Y entonces respiras hondo, sonríes ante la débil respuesta, y continúas -irremediablemente- tu camino hacia la muerte.
Y en todas estas súbitas reconocencias, actos de bravura o de analidad expulsiva, o momentos nada metafóricos en los que ponemos ciertas cosas afuera y resolvemos (o tratamos de) lo que antaño parecía irresoluble, no hay un ápice de verdad involucrada. Al menos de esa verdad a la que el mundo parece colgarse y que debe, por obra y gracia del sí y solo si, ser absoluta. Pero que es una verdad amputada y parcial como la subjetividad. Un pedazo autocomplaciente de cada una de las nuestras verdades que operamos frente a lo que nos gusta o que nos duele. Sólo una reconstrucción que, sin embargo, duele. Después, tras del dolor, tras la condena, y más aún, tras la penitencia, todos proseguimos irremisiblemente ese: nuestro largo (o corto) camino hacia la muerte.
Pero esa es nuestra condena: No podemos quejarnos. La condena que supone ser alguien y no todos al mismo tiempo y -además- dentro de nuestra conciencia o nuestra voluntad. Es sencillamente la condena que supone la individualidad humana, la subjetividad epistemológica, el momento invariable que -a cada momento- vivimos (valga la r.). Es el cuadrilátero de nuestras vidas y que, para dolor de muchos, no resulta ser prime time ni mucho menos pay per view en ningún canal de TV que conozcamos en esta tierra (aunque podría decirse que la vida humana es sólo el simulador mediático de alguna otra civilización sobrehumana, pero esa es carne de otro matadero).
Lo real es que en el ring, sobre el ring, bajo el ring, todos somos iguales. Adoloridos de nuestras minucias, o "verdaderamente" adoloridos de aquello que es digno de llamarse dolor frente a los estándares del mundo. Cortadita de papel, creo que dije una vez. Siempre imbécil pero siempre -también- más dolorosa que todos los niños hambrientos que mueren ahora y ahora y ahora en alguna parte más desafortunada que seguro existe en el mundo. Y mientras, todos los demás, buscamos un buen analgésico o un buen antibiótico o una buena distracción. Y entonces, insólitamente, continuamos necios (ya que nada mejor podemos hacer) nuestro camino hacia la muerte.
Es por eso que no pretendo gran cosa. No pretendo decir lo que seduzca a mil musas, a menos que lo pretenda de verdad, y que conozca, por ende, a mil musas dignas de ser musas según mi propia cortadita de papel. Y no pretendo tampoco escaparme de la verdad (esa sí, absoluta) de mi propia muerte. Y mucho menos hacerlo a través de palabritas (putas, putitas) que me hagan sentir mejor mientras -de cualquier manera- me siga muriendo (a menos que necesite sentirme mejor y decida creer que no me estoy muriendo, como todos).
Por eso, y sólo por eso, es que no creo en la perpetuidad o en la permanencia de las cosas o las ideas. Y por eso desprecio la tibia necesidad de asirse a una verdad que siempre es verdad a medias. Y sólo por eso, y nada más, es que amo por segundos, o por minutos, o por horas cuando soy congraciado con la suficiente capacidad. Y entonces, por lo mismo, es por lo que abogo por mi derecho a la eterna autocomplacencia. Y abogo por ser autocomplaciente: Por vivir un hedonismo cínico aunque -curioso, hay que decirlo- también responsable. Un hedonismo en intervalos. Honesto pero implacable. Furioso cuando debe (y a veces cuando no), y luego tranquilo, cuando le hace falta. Aunque nunca, eso sí, en detrimento de los demás. Aun si siempre -SIEMPRE- pretende ser constante. Y así pervivo, adalid del ser masturbatorio y apesadumbrado, así, yo también prosigo, insensatamente, tenue o salvaje, breve o voraz, tibio o sintomático sobre el camino -el único- camino que hay: Mi camino, insalvable, hacia la muerte.
Ya nos veremos. Mientras tanto, sólo me queda decir, tal y como hace mucho que no lo hacía,
Salud.
Y así como esas, hay otras miles de formas. Por ejemplo años de dolor o por ejemplo, mejor, ciertos días en los que un pequeño guijarro -el mismo que alguna vez te causó terribles comezones- se atreve a mandarte un correo tan mustio e improbable, que sencillamente tienes que hacer una pequeña lista y aderezarla con un poco de tu verdad. Luego entonces, le dejas claro de dónde provenía todo tu desprecio, y le permites irse de tu corazón, suavemente y tal vez ataviado con todas esas pequeñas minucias verbales que has fraguado durante todo el tiempo en que te mantuviste en silencio. Y cuando ese silencio rompe en forma de una ola, tsunami narcisista y perfectamente perverso, escribes una carta sucinta y convincente, dejando claro todo, y no poniendo a un lado ninguna de las pequeñas cosas que te asediaron durante todo ese tiempo de mutis irresoluta. El resultado final: Catarsis absoluta aunque también absolutoria. Nada más que decir aparte de todo lo dicho. Y entonces respiras hondo, sonríes ante la débil respuesta, y continúas -irremediablemente- tu camino hacia la muerte.
Y en todas estas súbitas reconocencias, actos de bravura o de analidad expulsiva, o momentos nada metafóricos en los que ponemos ciertas cosas afuera y resolvemos (o tratamos de) lo que antaño parecía irresoluble, no hay un ápice de verdad involucrada. Al menos de esa verdad a la que el mundo parece colgarse y que debe, por obra y gracia del sí y solo si, ser absoluta. Pero que es una verdad amputada y parcial como la subjetividad. Un pedazo autocomplaciente de cada una de las nuestras verdades que operamos frente a lo que nos gusta o que nos duele. Sólo una reconstrucción que, sin embargo, duele. Después, tras del dolor, tras la condena, y más aún, tras la penitencia, todos proseguimos irremisiblemente ese: nuestro largo (o corto) camino hacia la muerte.
Pero esa es nuestra condena: No podemos quejarnos. La condena que supone ser alguien y no todos al mismo tiempo y -además- dentro de nuestra conciencia o nuestra voluntad. Es sencillamente la condena que supone la individualidad humana, la subjetividad epistemológica, el momento invariable que -a cada momento- vivimos (valga la r.). Es el cuadrilátero de nuestras vidas y que, para dolor de muchos, no resulta ser prime time ni mucho menos pay per view en ningún canal de TV que conozcamos en esta tierra (aunque podría decirse que la vida humana es sólo el simulador mediático de alguna otra civilización sobrehumana, pero esa es carne de otro matadero).
Lo real es que en el ring, sobre el ring, bajo el ring, todos somos iguales. Adoloridos de nuestras minucias, o "verdaderamente" adoloridos de aquello que es digno de llamarse dolor frente a los estándares del mundo. Cortadita de papel, creo que dije una vez. Siempre imbécil pero siempre -también- más dolorosa que todos los niños hambrientos que mueren ahora y ahora y ahora en alguna parte más desafortunada que seguro existe en el mundo. Y mientras, todos los demás, buscamos un buen analgésico o un buen antibiótico o una buena distracción. Y entonces, insólitamente, continuamos necios (ya que nada mejor podemos hacer) nuestro camino hacia la muerte.
Es por eso que no pretendo gran cosa. No pretendo decir lo que seduzca a mil musas, a menos que lo pretenda de verdad, y que conozca, por ende, a mil musas dignas de ser musas según mi propia cortadita de papel. Y no pretendo tampoco escaparme de la verdad (esa sí, absoluta) de mi propia muerte. Y mucho menos hacerlo a través de palabritas (putas, putitas) que me hagan sentir mejor mientras -de cualquier manera- me siga muriendo (a menos que necesite sentirme mejor y decida creer que no me estoy muriendo, como todos).
Por eso, y sólo por eso, es que no creo en la perpetuidad o en la permanencia de las cosas o las ideas. Y por eso desprecio la tibia necesidad de asirse a una verdad que siempre es verdad a medias. Y sólo por eso, y nada más, es que amo por segundos, o por minutos, o por horas cuando soy congraciado con la suficiente capacidad. Y entonces, por lo mismo, es por lo que abogo por mi derecho a la eterna autocomplacencia. Y abogo por ser autocomplaciente: Por vivir un hedonismo cínico aunque -curioso, hay que decirlo- también responsable. Un hedonismo en intervalos. Honesto pero implacable. Furioso cuando debe (y a veces cuando no), y luego tranquilo, cuando le hace falta. Aunque nunca, eso sí, en detrimento de los demás. Aun si siempre -SIEMPRE- pretende ser constante. Y así pervivo, adalid del ser masturbatorio y apesadumbrado, así, yo también prosigo, insensatamente, tenue o salvaje, breve o voraz, tibio o sintomático sobre el camino -el único- camino que hay: Mi camino, insalvable, hacia la muerte.
Ya nos veremos. Mientras tanto, sólo me queda decir, tal y como hace mucho que no lo hacía,
Salud.
noviembre 11, 2007
El Perfume (que nunca olió Spencer Tunick)
Hace ya varios meses, cuando Spencer Tunick pasó por el zócalo capitalino y otros lugares bien "in" como la casa de Frida, y que se dedicó a hacer su ya multipremiado show, muchos de mis amigos me recriminaron la infinita hueva que me daba toda la parafernalia mediática que se construyó alrededor del encueramiento masivo y de la mismísima propuesta artística del señor. Para ellos, estas fotos que lo han hecho tan rico y famoso son verdaderas muestras del contraste entre la urbanidad y la desnudez, entre lo tecnificado y lo elemental, entre lo artificioso y lo real. Y sí, en cierta manera las fotos de Tunick se pueden interpretar así. O de mil y un otras formas. Y uno puede, con todo derecho, ir corriendo a encuerarse a las 5 de la mañana pa complacer al susodicho o puede no ir. Mi punto es que en el arte, la fórmula aburre y mata toda posible intencionalidad. Y repetirla una y otra vez, a mi modo de ver, termina por hacer de un "gran artista" un gran mono amaestrado para complacer siempre al mismo público, y ganarse sus moneditas (o sus monedotas) como premio.
Es así que me dio bastante hueva toda esa euforia alrededor de Tunick y sus clichés glorificados. Y esta noche, cuando acabo de terminar de ver "Perfume: historia de un asesino", no pude dejar de pensar, por motivos que no revelaré para no estropear la película a quienes no la hayan podido ver, en Tunick y sus maquetas como una gran contraposición a la maravilla visual que presenta esta refinadísima adaptación de la novela de Patrick Suskind y que con una maestria inusual recrea Tom Tykwer (Lola Rennt, La princesa y el guerrero, Heaven, entre otras joyas). Heredero de la narrativa visual de Kieslowski, uno de sus grandes ídolos, y de la impecabilidad fotográfica de Tarkovski, este alemán se consagra como uno de los grandes al llevar a la pantalla grande una de las novelas que muy pocos se habían atrevido a siquiera tocar, dada su impecable pero difícil narrativa y su florilogio de imágenes olfativas que, para llevarse al cine, presentaban un reto gigantesco a cualquiera de estos valientes aventurados.
"Cada perfume tiene 3 notas, y cada nota tiene 4 tiempos o esencias. La primer nota es la que te deja el perfume los primeros minutos. La segunda se extiende durante algunas horas, y la tercera por los días que vienen. Cuenta la leyenda que en la tumba de un faraón encontraron un perfume que al abrirlo, luego de miles de años, todavía despidió un aroma. Este perfume tenía 13, y no 12 elementos. Y dicen que ese último elemento, esa última nota, fue la que hizo que durante un minuto, todos los hombres de la tierra se sintieran en el paraíso..."
Dustin Hoffman, como casi siempre, excelso. Sin demeritar el impresionante papel que hace Ben Whishaw como Grenouille, y el resto del elenco, fruto de un casting prodigioso.
Y Tykwer lo hace de maravilla. Intenso, valiente, convencional por momentos, aunque básicamente por las propias necesidad de la narrativa, y maravillosamente mágico en muchos otros, este brillante cineasta despedaza cada una de los olores que Suskind describe con esa genial pluma que tuvo (a pesar de ser, en muchos sentidos, un escritor de One-hit-wonder que -quizás por la propia genialidad con la que empezó- ha sufrido para editar otro libro de esas proporciones. Pero aquí les es hecha toda justicia posible, y lo que parecía un reto infernal y una predecible ñoñez cinematográfica que haría pedazos la novela, se convirtió en un poema épico acerca de los olores del amor, del odio, del instinto asesino y de la ternura que se respira hasta en los poros de quien podría ser catalogado como un desquiciado serial killer.
No es que los elementos de esta novela sean particularmente novedosos: un antihéroe, una historia de muerte y amor, una tragedia con todos sus elementos aderezada por una cantidad de olores digna de cualquier mercado de flores y animales muertos. Y eso no es siquiera pertinente, porque esas historias son las que nos mueven y nos conmueven desde hace varias decenas de siglos, y son las que siguen dándole significado al mundo. Aquí lo valioso es el poder y la magia que descienden desde la pantalla y hasta nuestras narices. Lo implacable que resulta la verdad del asesino y el deseo que lo mueve a matar y a perfurmarse en el intento. La fantasmagórica mezcla de imágenes luminosas y oscuras, el impresionante casting y la belleza inmutable de cada personaje y de cada una de las pequeñas historias que forman este cuento.
Porque el perfume no está ni debe estar sólo en manos de los amos de lo convencional, y porque hay sabuesos que pueden olerte a kilómetros...
Si algo pudiera recriminársele a esta película, es únicamente el título -que hasta parece hecho en México- pero que seguramente tuvo que ver con las manos sucias (y apestosas) de algún industrial del cine, o de los derechos de autor. Por lo demás, esta es sin duda la mejor película hecha en 2006 que me haya tocado ver, llevándose de calle a todas las muy buenas cintas que me tocó ver este año. Y lo único que realmente podría haberle faltado, cayó fuera del ámbito de poder del buen Tom Tykwer: hacerla una película rasca-huele.No todo se puede, je.
Incluyo algunos fotogramas gloriosos, todos con el debido copyright de su estudio y del realizador.
Cómprenla, réntenla, véanla. Me huele a que les gustará.
Piedras. Piedras húmedas. Madera. Musgo. Un árbol. Una manzana en el suelo. Muchas manzanas. Cada olor tiene muchas notas, y cada quién busca -de algún modo- encontrar el propio.
Y dedicadas al "maestro" Tunick...unas cuántas imágenes que sí cuentan una historia, y no se repiten sin sentido. Éxtasis divino. Amén:
noviembre 09, 2007
Gringo feelings (for gringos)
It's all about Aura, as it has been for the past 4 months.
It's funny because no one understands why on earth my world happens to be so broken right now. The gentle part is I don't really "have" to give an explanation on that. I can be broken just because. And I can stay broken just because my just because is good enough. But there are some people that can't take a no for an answer. So them, and only them, have been the ones who had been making me work my ass this very hard. But I don't really blame them, not really. And that's because humans, way more often than they'd like to, tend to become annoying, and blamy, and way too fucking needy for useless explanations like those we could ever deploy when it comes to your death, my dear Aura.
So it's almost around christmas, yeah, but they're not even trying to give us a happy new year. They wanna know why (can you fucking imagine?), but -if that wasn't uncomfortable enough- they also wanna know who. I keep telling them that there is no why and -obviously- there is also no fuckin whom. But not only they don't believe me. They also dare to get fucking angry, and they start getting suspicious about the details and the fine print of your death, which is -i dare to say- the stupidest thing they could have landed their fucking asses upon. It's kind of understandable, i gotta say, and that's mostly because losing you and having you being on the dead side of this universe was something i -myself- didn't really believe in until i realized you were really gone, and there was nothing i could fucking do about it.
So, they got angry. They started with this jerk-off point of view about you being dead for some reason. Then, they started blaming people. Frank, at first, then Fabiola, then Frank, then themselves, then Frank again -whatever- until then, they couldn't live with themselves. And they started blaming the very same people for that self-inflicted reality. How lame. How pityful. How stupid.
But this is not what i wanted to say in the first place. I only wanted to spit out my anger, my hatred, my profound despise for the so-called reason some assholes name as God. There is no fucking god, and there is no fucking reason for anything. And if there was any fucking reason -the same that is very unlikely to exist, but that still has a lot of followers and lamos behind it- i wouldn't hesitate to call it CRUEL. If God is a concept -like John Lennon said- he's a very cruel one. He doesn't know shit about life or justice. He's just there -fragile as any other asshole who has to live through this life- and therefore he doesn't have the slightest fucking clue about anything. He fucking sucks. As we all do. He fucking sucks, and then, he dies.
I might be exaggerating. I might be wrong. The thing is: I don't give a fucking damn. I'm sure this is happening. I'm sure you're not here anymore. And I'm sure Frank is grieving -and he's doing it in the greatest fucking way there is to grieve: regardless of the pain, strongly around dignity- yet, you're not here, and this is fucking happening.
It's all gone. We're all doomed to this fucking not-so-happy-ending which happens to be death. And there's nothing we can do about it.
I think, and i re-think, and I fucking re-re-think about a mild solution. There is none. It's all gone. You're gone. We're gone. And yet -but only maybe- we'll meet again.
And even if certainly hope so, i sincerely doubt it. I think you're long gone. And i'm gonna be the same.
No matter what we think, or what we do. Life's not giving any payback time.
So I better stick around, as much as I can, and if i kiss anyone back, i better not feel regretful.
Cuz life -this life at least- is all about one chance.
So seize the day. If you can.
--
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"Estos son mis principios. Si no te gustan, bueno, tengo otros" Groucho Marx.
noviembre 06, 2007
La posibilidad del espejo.
"Entiendo lo que dices.
Y es que el hombre se muestra ocultando,
mientras la mujer se oculta mostrando..."
Y es que el hombre se muestra ocultando,
mientras la mujer se oculta mostrando..."
F.
Mi mundo es un ser metamórfico y vasto. Una posibilidad interpretativa que ha cambiado en formas tan disímiles como carnosa ha sido mi aproximación hacia él. Alguna vez, en un pasado remoto y hoy lleno de nostalgia melancólica, se trató de un lugar sencillo donde caminar un par de kilómetros para llegar a la escuela era una aventura capaz de engendrar un millar de ficciones despreocupadas y carentes de todo estrés. Un lugar en el que (casi) todos los niños viven: lejos del hartazgo y la desesperanza. Adyacente a una fantasía cúbica y desinteresada, en la que la aventura era el camino -no el propósito- y por ello aquel recóndito sonido de las manadas de vacas, pajarillos y hojas multiformes que se dejaban danzar al ritmo del viento era todo lo que hacía falta para significar cada día como una única e indivisible epopeya que apenas tejía el rumbo de la que vendría al día siguiente.
***
Pero como acabo de decir, mi mundo (o sea, ese yo que mira y pretende que su mundo es suyo) no se detuvo ahí, aún cuando mi nostalgia sí lo hizo. Las vacas se esfumaron cual si mártires del viento. El camino a la escuela dejó de ser, lenta e inexorablemente, una proeza diaria colmada de fantasía, y la vida -en general- cambió de forma, y de nombre y apellidos una vez tras la siguiente. Y conforme los deseos y sus consecuentes ansiedades se volvían más y más complejos, yo dejé de ser un niño y transité hacia el inminente estadio de la adultez implacable. Y como en un cuento de Michael Ende, sólo que inacabado, me vi convertido en un adulto aterrorizado por la grisaciedad de su envoltura y sus deberes. Un hortelano angustioso y adulterado por la necesidad de vivir y sobrevivir. Todo eso mientras lejos de mi propia capacidad de maravillarme y sonreír. De callarme para ser escuchado. De saberme para dejar de ser sabido.
***
Y entonces ese mundo rehilete; ese mundo trompo; ese mundo de dragones que mugían como vacas inmutables pero -claro- amenazantes en función de mi fantasía, se volvió otra y otra y otra cosa. Una cosa nueva, cada vez, pero ya sin que mirarla ni sentirla significaran una nueva y cotidiana afrenta. Una geografía política de cierta sociedad en la que me tocó crecer. Y como -justamente- hacerse adulto no es otra cosa que "adulterarse", la levedad se marchó en azcuas y comenzaron a erigirse los fetiches y los problemas de un "hombre" que dejó de ser constructo y empezó a ser estatuilla. Un "hombre" como quien dice "un adulto". Un graduado de la pureza de esos años leves y ludicobundos que supone ser la infancia. Y es justo hasta ese momento cuando las cosas adquieren un carácter irremisible y determinante, y la vida deja de ser juego para dar paso a una seriedad cruel y atroz. Un malvavisco que se convierte en lápida, podría decirse, y entonces ya no se puede tener esa tranquilidad inherente a lo que somos cuando podemos ser niños, y cada paso que damos implica una renuncia inexpugnable a todo aquello que ya no podremos ser, ni siquiera en sueños.
***
Hoy miro todo esto con ojos recién lavados. Con la tranquilidad que me brinda el poder de saber. O de saber que no sé nada y no tener pavor de ser Socrático. La herramienta indesdeñable de atreverse a mirar ese espejo que casi todos niegan y prefieren evitar. Y que no es un espejo de mano donde podemos retocar nuestras pestañas. Ni un espejo de pasada donde podemos congratularnos de nuestra propia mirada. El espejo de Alicia, el espejo humeante. Nierika: el pozo de los deseos que deseamos no desear. El nido de las paradojas, el ojo huracanado de los miembros de la soledad. Hoy miro cómo mi mundo ha cambiado frente a mis ojos y -por ende- frente al espejo. Y entonces decido no asustarme, sino asir valientemente mi cobardía, y enfrentarme a ella con toda la capacidad medieval que mis armaduras intelectuales y asombrosas me proveen gracias a la biología. Porque no me congratulo de mis pruebas psicométricas o de mis capacidades académicas, o siquiera de mis hallazgos narcisistas y poderosamente racionalizantes. No me siento origen de mis pensamientos, pero sí destino de mis decisiones. Y es en ellas en las que reparo, asustado de mi propia capacidad para el enredo, y dispuesto a desanudarla -sean o no un lacaniano nudo borromeo que no tiene pies ni cabeza- pero que, finalmente, obstaculizan mi capacidad de sentir placer que no sea malsano, amor que no sea entelequia, y dolor que no sea demonio que -a fuerza de mi propia capacidad para encontrar nombres inútiles para las cosas- termine siendo poderosamente mitológico y truculento, y que entonces gane siempre la batalla y acabe por hacerme daño y -entonces- pasar días y meses en un lamento insulso e insolente que contamina con altos decibeles mi propia posibilidad para cambiar. Cambiar de rumbo. Hacerme otro, como un niño, y hacer -por ende- que mi mundo sea también otro, y perpetuar la espiral ascendente de mi crecimiento Hegeliano.
***
Este es un texto que estoy segurísimo que nadie va a leer. O al menos nadie a quien no tenga que leérselo a fuerza de chingadazos seductores. Ocurrirá, seguramente, que al llegar a la tercera frase, un 99.9% de quienes visitan asiduamente este lugar lo encontrarán inexplicable y aburrido. Impenetrable o quizás estúpido y culturoso. La diferencia aquí, es que no pretendo que nadie lo lea, ni lo subo a este blog para presentarme apetitoso e interesante para los ojos de nadie. Una mera asunción de mi propia mortalidad es la que me obliga a no guardarlo entre los cajones virtuales de mi computadora, sino hacerlo público para el aburrimiento de muchos. Y es que hoy fui a lavarme los ojos, las manos y el corazón. Y durante tres importantísimas horas, compartí mi mayor e insoportable profundidad con un hombre que es mucho más capaz que yo para entenderla y luego hacerla pedazos. Y en ese acto de autoestima masoquista asumí y RE-asumí la importancia de conocer y RE-conocerse a uno mismo. Y de que un espejito mágico no sólo es argumento para un perdurable cuento infantil, sino también una incalculable herramienta para no hacerse pendejo por deporte o por el puro placer de transitar en la autodestrucción sin otro obstáculo que las inmensas crudas físicas y morales que eso a mí me produce. Y entonces asumí, con toda la minúscula humildad de la que soy capaz, que eso es justamente lo que ahora mismo me falta. Me falta ver la falta, aquí y afuera, y recordar que de la falta es de lo que está hecho el mundo. Ese: el metamórfico. El imperecedero. El que continuará sin siquiera titubear cuando todos nos hayamos ido, y al que poco o nada le importarán nuestras más profundas debilidades.
***
Pero ya no importa más. Hoy, valientemente, y como todo buen cobarde que se atreve y se da cuenta de que lo es, me atreví a mirarme en el espejo más cabrón que conozco. Uno que no soy yo y que no refleja mi conformidad y mis presunciones racionales o narcisistas. Hoy me planté frente al espejo de los espejos, el espejo infinito que se pone frente al espejo y entonces refleja el único infinito que somos capaces de ver en la comodidad de nuestra casa -o en este caso- de nuestro ser, y entonces comencé a hablar conmigo. Y hablé como hace mucho tiempo que no lo hacía. Quizás como nunca. En completa y franca asunción de mi desnudez, y con la absoluta comodidad del que no espera milagros ni respuestas fáciles. Y el espejo me respondió, sabio y generoso, duro pero con absoluto tacto y prudencia. Y ese no es un espejo de los que mienten, o al menos no cuando se les pregunta con la suficiente fuerza y entonces se les dice:
- ¿Espejito, espejito, cuál es la peor mentira del mundo?
- Sencillo pero tremendo, amo y señor de tu propia podredumbre aunque también de tu belleza. La peor mentira del mundo no es del mundo. Es tuya. Y es la que no sólo se supone, sino la que se sabe a sí misma, y que -además- se enuncia como verdad.
Y entonces esa incipiente -aunque brillante- Caperucita-Robin Hood-Príncipe Valiente-Pulgarcito-Jack el Destripador y demás amasijo de arquetipos tuvo que callarse. Porque a ciertos espejos sólo puede hacérseles una pregunta cada vez. Y mientras más viejo se hace uno, menos días son las veces, y menos veces otorgan los días.
Aunque sin embargo, todo siga moviéndose...
noviembre 04, 2007
Día de muertos.
Hace 7 años que murió mi padre. Y pronto serán ocho. De aquel tiempo recuerdo muy poco. Recuerdo que tenía más de 3 años sin verlo, y que nunca me hubiera imaginado que tendría que mirarlo moribundo (ni menos muerto). y más en aquellos tiempos tan imbéciles como resulta tener 20 años.
No repetiré -pues ya lo he dicho en este lugar- los pormenores de su muerte tan temprana, ni tampoco asumiré que fue ninguna tragedia. Digamos que desde el día en que se fue, aprendí a estar aquí sin él. Y no deambulo por el mundo buscando ninguna misericordia, ni colgándome de su fatídico destino para justificar las malas decisiones que tomo en el mío.
Hoy sólo quiero congratularme de haber logrado encontrar la canción que tocaron en su funeral. Una canción de Arturo Castro -alias desconocido- y que -no sabía- fue interpretada por José José en alguno de sus muy pinches álbumes.
Y navegué entre la bruma de esos tiempos, de esas horas. Y traté de acordarme de otra cosa que no fuera la ironía final, la lluvia cabrona y no solicitada.
Recordaba sólo estrofas, estragos, miembros deshechos de aquella crucifixión. Pero no recordaba la canción, pues nunca la escuché de su boca.
Eso sí: Ví llorar a sus más fieles amigos, a lágrimas incontenibles, mienras cantaban los párrafos que hoy me ha tomado más de dos horas descifrar en Google.
Y es tal como la recuerdo. O quizás más dura. Una canción completamente fincada en la desesperanza y su consecuente ironía. Una más de las malas coincidencias que supone vivir, pero que se hacen buenas cuando alguien las narra íntimamente, y deja escuchar a los demás.
Pero ya. Hasta aquí llega mi acto de evacuación. Hasta aquí llega mi capacidad de hablar sobre el tipo que me posibilitó vivir. Aquí terminan mis interpretaciones y comienza lo fortuito.
(Es curioso, debo decir: En un mundo tan repleto de respuestas, tan saturado de información y tan dispuesto a las revisitas, esta canción apenas aparece en un par de resultados.
Y es bellísima, sí. Como también bello podría ser detestarla.
Se las dejo. Me costó un par de largas horas encontrarla. Aunque al final, apareció.
"Cuantas veces hemos estado juntos
y he deseado que empiece a llover,
cuantas tardes hemos estado solos
y he deseado que empiece a llover.
Es que la lluvia en la tarde
llena el ambiente de romanticismo
y sería una locura que al momento
de tenerte en mis brazos
comenzará la lluvia a caer.
Mi deseo jamás se ha cumplido,
el que hace llover jamás me escuchó
como todo lo que tiene un principio
también tiene un final.
Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras lejos de mi
empezó a llover.
Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras lejos de mi
empezó a llover"
Sí, lugar común. Frase hecha tras frase hecha. Pero lo curioso, digo, es que no exista un sólo archivo que con esta canción me haga la vida más tranquila.
Si alguien se lo encuentra, o tiene el LP, avísenme. Pronto habrá un memorial para mi padre. Y quisiera estar listo.
O no importa. Lo que importa es siempre vivo.
No repetiré -pues ya lo he dicho en este lugar- los pormenores de su muerte tan temprana, ni tampoco asumiré que fue ninguna tragedia. Digamos que desde el día en que se fue, aprendí a estar aquí sin él. Y no deambulo por el mundo buscando ninguna misericordia, ni colgándome de su fatídico destino para justificar las malas decisiones que tomo en el mío.
Hoy sólo quiero congratularme de haber logrado encontrar la canción que tocaron en su funeral. Una canción de Arturo Castro -alias desconocido- y que -no sabía- fue interpretada por José José en alguno de sus muy pinches álbumes.
Y navegué entre la bruma de esos tiempos, de esas horas. Y traté de acordarme de otra cosa que no fuera la ironía final, la lluvia cabrona y no solicitada.
Recordaba sólo estrofas, estragos, miembros deshechos de aquella crucifixión. Pero no recordaba la canción, pues nunca la escuché de su boca.
Eso sí: Ví llorar a sus más fieles amigos, a lágrimas incontenibles, mienras cantaban los párrafos que hoy me ha tomado más de dos horas descifrar en Google.
Y es tal como la recuerdo. O quizás más dura. Una canción completamente fincada en la desesperanza y su consecuente ironía. Una más de las malas coincidencias que supone vivir, pero que se hacen buenas cuando alguien las narra íntimamente, y deja escuchar a los demás.
Pero ya. Hasta aquí llega mi acto de evacuación. Hasta aquí llega mi capacidad de hablar sobre el tipo que me posibilitó vivir. Aquí terminan mis interpretaciones y comienza lo fortuito.
(Es curioso, debo decir: En un mundo tan repleto de respuestas, tan saturado de información y tan dispuesto a las revisitas, esta canción apenas aparece en un par de resultados.
Y es bellísima, sí. Como también bello podría ser detestarla.
Se las dejo. Me costó un par de largas horas encontrarla. Aunque al final, apareció.
"Cuantas veces hemos estado juntos
y he deseado que empiece a llover,
cuantas tardes hemos estado solos
y he deseado que empiece a llover.
Es que la lluvia en la tarde
llena el ambiente de romanticismo
y sería una locura que al momento
de tenerte en mis brazos
comenzará la lluvia a caer.
Mi deseo jamás se ha cumplido,
el que hace llover jamás me escuchó
como todo lo que tiene un principio
también tiene un final.
Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras lejos de mi
empezó a llover.
Tú te tenías que ir
tal vez para no volver
que ironía
hoy que te encuentras lejos de mi
empezó a llover"
Sí, lugar común. Frase hecha tras frase hecha. Pero lo curioso, digo, es que no exista un sólo archivo que con esta canción me haga la vida más tranquila.
Si alguien se lo encuentra, o tiene el LP, avísenme. Pronto habrá un memorial para mi padre. Y quisiera estar listo.
O no importa. Lo que importa es siempre vivo.
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