La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 11, 2007

Poetas de probeta.

Para quienes gusten ponerse el saco.


Vomito por deporte a quienes se enfundan en el traje del poeta. Y no me refiero a los estudiantes universitarios, ya de letras o de cualquier cosa parecida, que con total romanticismo consideran a la poesía como un concurso de acumulación de palabras complejas y eminentemente musicales. Nah, ellos son inofensivos. Después de los 4 o 6 años de mala educación institucionalizada, las noches sin dormir, los años de aprenderse el alfabeto fonético, las reglas gramaticales y lenguas más muertas que la de García Lorca, suelen salir del establo educativo con una actitud bastante más doméstica o con una megalomanía galopante que los hace muy fáciles de distinguir de entre la fauna intelectualoide local.

Nah, por poetas me refiero más a los que viven con un halo profético en la mochila. Dispuestos a sacar su pequeño cuchillo de mantequilla y mirarte ferozmente, mientras de su boca supura un aliento a ron que sólo sus mujeres les soportan. Luego se abalanzan sobre ti y a dentelladas de hormiga pretenden mostrarte como ellos no se creen poetas, ni se llaman poetas, sino que lo son. Y para ello habrán de seducir a tu mujer, violar a tus hijos o contarte la historia más inverosímil del mundo con una frialdad expresiva digna de un betabel cocido.

En la cotidianidad, suelen ser maestros del disfraz. Incluso hasta el punto de engañarse a sí mismos durante ocho horas al día, y de verdad "SER" -en un sentido histriónico profundo como, ja, Al Pacino- ese gutierritos de los números, la publicidad, las cuentas y la vida empresarial que impresiona a propios y extraños por su increíble capacidad para no decir nada en muchas palabras. Luego llegan a casa, y su escueto sueldo -que dispendian en tabaco, alcohol, putas y otros muchos vicios orales, nasales o anales- les permite guardar una cava discreta de la que se cuelgan las restantes horas de su día, y tras la séptima ronda -la metamórfica- y luego de escribir muchos versos buenos o malos, comienzan a babear sobre la mesa y a perder esa humildad con la que se embalsaman todas las mañanas. Ahí se proclaman poetas. Profetas de probeta. Maestros, gurús y hechiceros del lenguaje. Hombres irresistibles que se merecen un mundo mejor al del gris departamento, la misma mujer de diario y la triste realidad del anonimato literario al que están sujetos porque nadie los ha "descubierto" de verdad.

Y sí. De pronto ya no son hombres o mujeres con ganas de decir algo sin la constricción que les supone la prosa. Ya no son huerfanitos en busca de amor, o antenas parabólicas de imágenes rabiosas que se les cuelan hasta los dedos, sobre el papel, y hasta la orilla de la cama. Ya no quieren seducir a nadie más que a sí mismos, y bautizarse merecedores, grandiosos, dignos de algo mejor que toda la mierda que cosechan. Y es ahí en donde he sacado mi preciosa cámara polaroid imaginaria, y tomado muchas fotografías de estos seres tan simpáticos como patéticos resultan a la hora de llorar o de dormir. Llamaradas de petate, dirían algunos. Que se prenden, brillan, apestan y huyen cíclicamente, hasta llegar a algún nuevo lugar donde la admiración de unos poquitos les signifique la posibilidad de reinventarse. Y una y otra vez reinventan el mismo personaje, con las mismas huellas, con el mismo olor y la misma y recurrente necesidad de impresionar a los otros para sentirse un poco mejores.

Tengo un álbum completo, un museo de estas gárgolas de ceniza, incapaces de la lealtad y la hermandad como pocas, pero claro, imponentes pedazos de roca siempre que se les mire desde la calle y hasta la punta del altar que se han autoerigido. Me gusta verlas un rato. Me gusta reconocerlas, escuchar lo poco bueno que tienen que dar y saber de antemano que habrán de dar un coletazo traicionero en el momento en el que encuentren un espacio más amplio y profundo, en el que a la medianoche se salgan de su piel de piedra, y puedan seguirse dedicando a volar en círculos por la ciudad gótica que sus palabras oscuras y tremendas viven para describir.

Lo malo, claro está, es que tal como las palomas, estas gárgolas de humo también cagan. Y por eso es mucho mejor mirarlas en las páginas del álbum, que reparar en ellas, atónitos de boca abierta, mientras defecan por encima de tu cabeza.

No hay nada malo en ser sólo un ser humano. Pusilánime, cursi, lastimero, fuerte, seguro o audaz, cualquier cosa. Pues no es la prosa la que constriñe el lenguaje, sino la mitología. Y uno nunca será capaz de escribirse su propia leyenda, a menos que su ceguera sea tal que le impida ver todo lo demás que hay en el mundo. Que es vasto.

Basta.

1 comentario:

Lahetaira dijo...

Como vasto es el infierno en esa siguiente ronda, no la metamórfica, sino la metafórica...