La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
agosto 06, 2011
No hay tal lugar: Desvariaciones sobre la utopía.
julio 26, 2011
Cuatro
Esta vez no hubo tanta solemnidad y tengo que decirte que eso me dio algo de miedo. Todas las veces anteriores nos detuvimos en muchos momentos a pensar en ti. A leer tus cosas, públicas o privadas, no importa, y a rememorar tu nombre bajo el sorbo del siguiente trago de vino o lo que fuera. Sé que la parte de comer hamburguesas y beber vino nunca te habría molestado, aunque dudo que te hayas cuestionado respecto al tipo de rituales que deberían seguírsete en caso de morir súbitamente a los 30, por culpa de una ola estúpida o alguna piedra que nadie vio en su momento. Sólo sé que no hubo esa mentada solemnidad y que eso me provocó un buen trozo de miedo. Lo fácil que puede diluirse la extinción absoluta de un ser humano luego de cuatro años de haberse muerto trágicamente. Y digo fácil pero no digo "estúpido", porque nada de lo que hicimos ayer, aquellos que te conocimos o te queríamos puede ser tachado de estúpido. Es sólo que ¿tú sabes? Nos han pasado tantas cosas y hemos circunnavegado tantos pinches abismos en estos cuatro años que llevas ya muerta que cada vez se vuelve más pudoroso y privado el momento en el que cada quien decide llorarte. Y lo que fue, durante tres aniversarios, un incómodo pero solemnte tributo a tu existencia y su súbita finalización, esta vez se ha convertido en algo más suave, más distraido, menos intenso aunque no por ello menos simbólico o importante. No lo sé, te digo, a mí me dio un poco de miedo, pero no me atrevo a decir que por ende ya no le importe a nadie.
Imagino que -como cuando alguien se revienta la madre en un coche- el ver morir a alguien tan joven y tan brillante te deja secuelas durante un tiempo importante y de un modo atroz. A algunos más, a algunos menos, y desde luego que a los más cercanos a ti, de un modo permanente. Pero este estúpido refrán de que "la vida sigue" o de que "el show debe continuar" termina siendo implacable para todos. Y eso, quizás, es lo que más angustia me causó: hace cuatro años tú te nos moriste entre los dedos y eso nos despedazó un buen rato. Y todavía nos despedaza, si nos detenemos a pensarlo, pero el asunto es que ya no sucede a diario. Y por otro lado, es saludable que no sea más así, ¿sabes? Uno no se puede parar todos los días en el cementerio del amor si es que pretende seguir viviendo.
El asunto está en esa sustancial diferencia entre los cuatro años y los cuatro millones de abismos que han desfilado por nuestras vidas desde entonces. El curso de los días es tan ruidoso en esta ciudad -y seguramente en tantas otras- que quizás por ello quienes las habitamos somos siempre percibidos como seres insensibles que no saben detenerse a contemplar los placeres simples (ni los dolores profundos, como en este caso). Son cuatro años pero son muchos más abismos, y entonces tu aniversario se da entre algunos "mismos de siempre" que nos empeñamos en producir el escenario y entre "otros que van pasando" que, si bien pueden reparar un segundo en el propósito, también están llenos de nuevas preocupaciones y nuevos abismos que atender. Y entonces, de ahí la angustia: porque sí, estuviste ahí, y tu libro fue leído y nos pasó por entre las manos como siempre pero -también- no estuviste y nos fuimos a dormir temprano y, en el fondo de mi angustia (pues no me atrevo a hablar por otros) sigue bailando la idea de que morirse es un proceso paulatino pero que siempre ocurre. Y que los años van lavando esa sinfonía de dolor que nos aturde al principio. Y que no importa lo mucho que nos recuerden algunos, en privado, o las muchas estatuas que nos erijan, en público, lo real es que hay un punto en el que volvemos a ser polvo, arena, espuma. Y con la siguiente ola, la cuarta o la decimonovena, nos desvanecemos -entonces sí- para siempre.
Oye, no vayas a pensar que considero que los personajes históricos sufren un destino diferente: porque no hablo de la imagen que pueda quedar plastificada en un libro o un montón de fotografías. Hablo de esas cosas que sólo la gente que te experimentó en vida puede recordar de ti. O de mí, o de cualquiera. Los héroes de la historia, igual que tú, quedarán asentados en monumentos -de piedra o de letras, da lo mismo- pero terminarán desvaneciéndose en el habitáculo privado de quienes les amaron, les odiaron o les experimentaron un segundo tan siquiera. Ni tampoco estoy diciendo que ya nos olvidamos de ti o que "hace falta solemnidad" en tus aniversarios luctuosos. Son ya, cuando menos, una tradición. Una fecha de asueto para la posteridad. Un segundo en el manto de los días en el que nos detenemos para ti, por ti, y por nosotros, embadurnados de nuestros nuevos pedos, desde luego, pero sin olvidarte.
Sólo digo que me da miedo entender a la distancia esto de extrañar. Esto de morir. Esto de desaparecer y existir nomás en el recuerdo de otros. Y ver cómo, dentro del mío y el de tantos más, todos estamos encadenados, juntitos, y de camino a la negrura y el silencio.
(Con razón estos pinches megalomaniacos no se quieren ir solitos y se llevan tanta gente entre las patas...pues has de saber que ayer en Noruega...
Olvídalo.
julio 22, 2011
Escapista huidizo busca...
Imaginar un personaje como ese: Alguien que escapa de las escapatorias. Alguien que sólo le teme al hecho de escapar. Escapar de la vida. Escapar del continuo, irredento, la malconstrucción de lo perpetuo. Tradición, decían el otro día. La tradición -decía Woody Allen (quién sino él)- es sólo la ilusión de la permanencia. Pero a él también le neurotizan los escapistas. Para ello, muchas muestras: Historias de Nueva York, por ejemplo. Un ilusionista con una caja china en dónde escapan todos aquellos que ingresan. Él, desde luego, "ingresa a su madre" (no, no es insulto). Y su madre, evidentemente, termina apareciendo en las nubes de New York, profiriéndole órdenes y comandos a su atormentado personaje. Lo hizo de nuevo en Scoop. Y lo disfrazó estupendamente en Shadows and Fog, aunque la escapatoria era la misma: la ilusión, la adivinación, la superstición. Ese bonito coctel.
II.
Escapar: o pretender que se escapa. Ponerle nombre al lugar a donde uno va cuando realmente escapa. Luego: seguir escapando. Muy a pesar de que el Gran Hermano te tenga ubicado perfectamente en su GPS universal o imaginario. Pretender que en realidad se puede (o se tiene a donde) escapar. De la muerte, del próximo deadline, de la estación más cercana: esa en la que hay que bajarse del tren con los pantalones abajo, pero sin dejar de ser. Seguir siendo, ni pedo -como diría ese maldito documental- y luego proseguir.
Seguir no es igual que proseguir. Seguir es ciego y proseguir implica un pequeño tropiezo o una pequeña pausa. Una pequeña asunción de lo vivido. Admitir algo: quizás que se es mortal, o que mañana es mañana, o que algo duele de forma estúpida y desproporcionada, pero aún así duele.
Y luego seguir después de eso: Proseguir. Pocos verbos tan lúcidos y elocuentes como ese. Pocas cosas tan importantes en la vida.
III.
Cambiar de opinión. El cliché mierdero dice que "es de sabios". Yo no tengo ni puta idea lo que "sabio" significa en el diccionario de nadie. Pero comparto el cliché. Y lo comparto porque comparto también el proseguir, el escapar y el imaginar que se escapa.
Y estoy de acuerdo que virar salvajemente el timón no siempre es resultado de alguna inestabilidad mental que pueda curarse con pastillas y drogas: Virar el timón puede ser -indudablemente- cosa sabia. Sabia en los términos que la vida nos deja respecto a la sabiduría: Sabio porque duele, o sabio porque hace falta, o quizás sabio porque no hay resabio (valga la cacofonía) en el alma de ese-quien-vira-aquel-timón en donde pueda, realmente, sentirse en SU lugar y adecuado a las circunstancias del mundo.
Virar el timón es -y generalmente involucra- muchos cambios abruptos y no por ello menos deliciosos o aterrorizantes. Parar la rutina sin siquiera detenerla: hacer algo por uno mismo y que por añadidura es hacer algo por los otros: Quererse.
Desear dejar. O dejar de desear eso de conocerlo todo. O de saberse todos los caminos. Descubrir nuevos. O desearlo -otra vez, sí- y al menos. Y ello, no por onírico, deja de ser válido. Ergo, todo lo anterior. Léase detenidamente y luego repita la operación.
IV.
Aterrizar.
Y dicen que para aterrizar hace falta una pista: ________________________________. Ahí va de regalo.
Una larga-larga-larga pista. Quizás repleta de miedo. Depresión. Necesidad de validarse a toda costa. ¿Por qué tomé tal decisión o tal otra? ¿Por qué se me ocurrió que virar el timón era tan fantabuloso, así, tan de repente? ¿Por qué no puedo asirme a esa emoción de entonces, ahora mismo? ¿Dónde está esa certeza? ¿Quién se la llevó? O mejor dicho: ¿Quién COJONES se la llevó de aquí?
V.
Incertidumbre. Es quizás la parte más terrible de toda esta aventura: El momento más dubitativo de todos nuestros ciclos. Dudar de nosotros mismos. Dudar de todo. Dudar de todos. Doblarse ante la angustia y redoblarse ante su compañera, la ansiedad.
Obviamente no he descubierto (ni aterrizado) sobre la forma en la que uno puede librarse de todas estas indefiniciones. Aún las padezco. Persistentemente, si se pudiera decir. Y sin embargo, hoy me queda claro que es sólo mi necesidad de "destino" la que me empuja a sentirme angustiado o ansioso frente a todos esos (voluntarios o involuntarios) virajes de timón (o de caminos). Y claro, también frente a todos sus inherentes aterrizajes. Toda vez que asumo que esa angustia es sólo otra parte de mí y que me exige el que quisiera estar -de vuelta- en alguna patria del comfort, entonces -y sólo entonces- me dejo ir.
VI.
El cielo, que hasta ese momento era un ladrillo gelatinoso y repleto de nubes despreciables, suele disponerse a bailar. Baila-baila-suavecito, a veces. Y otras, las más irónicamente sofisticadas, le da por el tap o el cante hondo o el baile flamenco o cualquier otra disciplina inalcanzable para mi cuerpo y mi alocución espiritual: Realmente no importa. Cuando el cielo se parte con un cuchillo, ese es un día nuevo y una angustia nueva. Y entonces tengo que abandonar mi moral -y dejarme de creer dueño de la ética, por ende- para que la dicha de nacer de nuevo se logre apoderar de mí. Y sin moral, y sin ética grandilocuente, me tengo que dejar ser revomitado encima del timeline de mi existencia.
Y luego nada: Luego ahorita. Me hallo en otro cliché: el de "flojito y cooperando", como dirían los 20,000 dichos mexicanos que tenemos pre-preparados para cada cosa que vivimos.
Y luego nada: Te desdices en abandonar tu blog puñetero por una simple idea. Y luego la expones torpemente. Y luego te vas, sin ver. Y luego piensas: "no lo sé: mañana vemos".
junio 08, 2011
Whatever works...
“The universe is winding down. Why shouldn’t we?”
Hace SIETE –y me cuesta hasta la médula aritmética el sólo pensar en ese número- pero sí, hace 7 años (que ya puesto en número y no en palabra, resulta más fácil de digerir) vomité este blog desde algún cuadrante visceral y galáctico de mis entrañas, y hacia un espacio primordialmente fantasioso y masturbatorio que en aquel entonces solía llamarse, arrogantemente, “la blogósfera”.
No es que esté cansado de vomitar, ni de ser vomitado. Y tampoco es que la causa radique particularmente en el hecho de que nadie lee blogs en estos días, lo que mataría enteramente la fantasía de escucha que en muchos casos nos trajo a escribir idioteces diversas en estos espacios. La realidad es que hoy decido ponerle un punto final a esta historia porque –sí, ya no me resulta tan sencillo escribir cosa alguna— pero –y eso es lo más importante—tampoco me produce ya ningún placer onanista esta especie de confesión categórica que hoy termina. Será que lo categórico me produce más y más pereza conforme me adentro en mis treintas –cosa que sería asquerosamente confirmatoria de ese cliché, pero no por ello menos cierta— pero quizás, y eso pudiera ser lo más importante, he perdido este placer (aunque encontrado otros) y mi vida y sus delirios probablemente ocurren mucho más en el ámbito de lo privado, además de que las propias reglas sociales han fragmentado tanto aquello que pienso y que disfruto, que ya me cuesta sobremanera lograr un párrafo sin sentirme dubitativo de lo que dice, de lo que representa y de lo que simboliza.
Siempre pensé –y ahora lo sigo defendiendo en otras redes sociales- que esto del blog tendría una belleza y una validez que sólo existiría a posteriori. Incluso cuando escribía las primeras líneas de los primeros posts, la fantasía de leerlos “en el futuro” se apoderaba de mí, y me intrigaba saber cuánto podría haber cambiado entonces, quizás al punto de encontrar mis propios pensamientos someramente pendejos o extrañamente acertados. Y hoy puedo decir que la fantasía se cumplió cabalmente –aun si antes de lo esperado— y que leer al Juan Carlos de 25 años me produce –sí- mucha pena ajena (irónico, considerando que debería ser propia) pero también un montón de tranquilidad insospechada en aquellos tiempos: No imaginé que mi visión del mundo podría cambiar tanto en tan poco tiempo, sin duda. Ni tampoco atisbé en lo más mínimo lo mucho que mi propia personalidad habría de responder a los paradigmas generacionales, o de la edad, o de mi propio estereotipo, en todo caso, y que en mitad de mis 32 años mis creencias serían tan distintas y tan elaboradas como lo son ahora, pero que –al mismo tiempo— serían tan mías y tan poco interesadas en propagarse y publicarse con el deseo categórico que las motivaba hace tantos añitos. Es, definitivamente, algo que calificaría como “el colmo de mí mismo”: Un enano categórico de 25 años que se convierte en un troll permisivo y humilde de 32. Todo un proceso insospechado.
Recién termino de ver, evidentemente, Whatever Works de Woody Allen. Y sí, hay cosas que no cambian. En el íntimo núcleo de mi personalidad habitan los mismitos fanatismos y muchas de las mismas fascinaciones. Woody Allen sin duda es una de ellas, y de aquellos, y pocos fans conozco que hayan soportado la interminable serie de mamadas que el señor nos recetó en la última década sin haberlo abandonado en algún punto y hablado mierda absolutamente justificada de sus chaquetas cinematográficas. Y sí, quizás en buena medida yo también estuve en la frontera de eso mismo, particularmente después de Vicky, Cristina, Barcelona y toda la descarada maquinaria de clichés baratos que tuvo a bien montar en dicho filme, con todo y la débil erección que a algunos podría haberles provocado la imagen de Johansson y Cruz manoseándose en primer plano. Temo decir que no fue mi caso, y no porque ellas no me parezcan absolutamente deliciosas en todos los sentidos, pero porque mi incredulidad y amargura hacia la propia obra era tal, que ninguna escena lésbica imaginable podría haberme apaciguado la bilis. Pero tercamente, y luego de mucho rato de “limpieza” mental, decidí darle otro chance al otrora gurú. Y definitivamente valió la pena.
Whatever Works es un guión del Woody Allen de los 70 en todo el sentido de su confección y su propuesta. Una espléndida preconcepción de “La Rosa Púrpura del Cairo” que evidentemente era demasiado amarga y misantrópica para el Hollywood de aquellos tiempos pero que es absurdamente natural en el mundo contemporáneo. Es un Woody Allen tan puro y tan corrosivo que el propio Larry David se desenvuelve dentro de sus líneas con una comodidad capaz de poner nervioso al más intenso de los devotos de ambos creadores. Y sí, ambos rompen sin temor la “cuarta muralla” cinematográfica en la primera de las secuencias, y ambos –cada cual con su aportación personal— le hablan al espectador, sin pudor alguno, sobre la futilidad, los trastornos obsesivo-compulsivos, la hipocondría, la infelicidad incontestable y el absurdo del amor y las coincidencias sin ningún tipo de filtro dramático que suavice la contundencia de todas esas racionalizaciones neuróticas. Y sin embargo, si ese espectador eres tú y tú has transitado por alguna de esas obsesiones alguna vez; y si simplemente has llegado al punto de tu vida en el que jamás podrías ser tan categórico (porque seguro ya lo fuiste) como esos personajes de caricatura biliosa que se te presentan, entonces te ríes. Y seguramente también gozas.
Y es por eso que –no la película pero sí la circunstancia pragmática que comunica— me provocó el deseo de ponerle punto final a este blog y continuar con el “whatever works” que desde hace rato rige mi vida. Abrazar la aleatoriedad. No perder la esperanza en que no hay esperanza alguna más allá de la coincidencia. Comprender la coincidencia como algo que ocurre milagrosamente. Hacer de la coincidencia el verdadero milagro. Y no despreciar el milagro por el simple hecho de que sea –precisamente- otra coincidencia, sino vivirlo: dos horas, dos días, dos años, dos veces: Whatever works.
Y esta coincidencia, sin duda –y así nomás— ya se acabó. No estuvo mal. No puedo decir que no la disfruté por un largo, largo rato. Es sólo que hoy toca el turno a la siguiente.
Hasta otra.