Lo dije ya hace mucho tiempo, pero los meses, para mí, siempre vienen entintados en cierto color. Siempre el mismo.
Es muy probable que se trate de una conducta aprendida en la infancia, pero realmente, no lo sé. Septiembre, para mí, y desde mucho antes del terremoto, ha sido un mes café. Aunque no realmente café sino más bien marrón. Un color que juguetea entre la mierda y la sangre. No es totalmente mierda, no, pero tampoco es totalmente sangre.
Sobra decir lo que ya he repetido hasta el hartazgo. Mis historias acerca del terremoto. Su gran significado en lo que resultó ser mi vida (y la cual no sé si terminará pronto, pero debo averiguarlo la próxima semana). Sobra decir un montón de cosas. Y en realidad, este blog, es un gran "sobra decir", pero lo diré de todas formas.
No, yo no viví la agonía de mi ciudad en ninguna de sus presentaciones. Mis padres, anonadados por el primero de los terremotos (porque fueron dos, y que a nadie se le olvide), tuvieron a bien (mal) dejarme en casa de ciertos parientes, mientras huían buscando un nuevo lugar para vivir, lejos del olor a muerte que pobló esta ciudad durante toda una década. Y también -sobra decir- que lo encontraron: "Allá lejos", cuando todavía el "lejos" estaba a más de una hora de distancia, en Tepoztlán, Morelos, donde -irónicamente- tuve que aprender acerca de la muerte, entre muchas tantas cosas.
Ese Tepoztlán todavía sobrevive en mi memoria. No tenía internet de banda ancha ni tampoco, siquiera, teléfonos que sonaran en cada una de las casas. Era un pueblo cuasivirgen, podría decirse, y que, sin deberla ni temerla, captó a su gran camada de forasteros justamente en aquellas épocas. Entre los que no éramos suficientemente fuertes para ver morir a la ciudad. U olerla. O paladearla. O cualquier cosa.
Viví, pues, mis años más edípicos en el aún más edípico Tepoztlán. Y hoy en día pienso en mi madre de aquellas épocas: Era una muchachita de 27 años. Los mismos años que me resultan irrisorios cuando se plantan frente a mí, empuñando su más categórico nivel.
¿Y cómo podría culpar a mi madre de todos mis males, si ella era simplemente una niñita aún más perpleja de lo que yo me encuentro ahora mismo?
Caminé mi sendero hasta la escuela rural y de vuelta, durante un tiempo que pareció interminable. Visto a la distancia no fueron siquiera tres años. Pero para mí, niño deseoso de caminar su propio sendero, resultaron imprescindibles. Sé que a mi propia madre le provoca una inmensa culpa todo aquel período de libertad que años después, ya de vuelta en la ciudad, le resultó impensable para mis propios hermanos. Pero yo, siendo absolutamente honesto, soporté felizmente toda la discriminación inversa de aquella escuela rural, donde no sólo era yo el "güero", sino también el "chancla mojada", el "miss miji", el "putito" y -a la vez- el favorito de "la profesora". Me endurecí, año tras año, mes tras mes, caminito tras caminito (de la escuela), que gracias a ello aprendí a soportar la exclusión de una vez y para siempre. Y aprendí a quererla, a tolerarla, a asimilarla y a vencerla. Por siempre jamás.
A mi casa llegaban, todos los días, un par de litros de leche bronca. Recién ordeñada de las vacas con las que peleaba -imaginariamente- de camino a la escuela. Recuerdo a Benita -mi nana y la nana de todos, en realidad- hirviendo religiosamente, todos los días, ese par de litros de leche inmasticable, cada día. Cada uno de ellos. Hasta su muerte.
En el jardín más próximo al escondite-casa que hallaron mis padres, habitaba un árbol de ciruelas. Pero no de esas ciruelas de supermercado que son tan redondas y tan perfectas como la cartera de quien las compra. Sino "de las otras". Esas esperpénticas chingaderas amarillas. Ovaladas como el universo. Suculentas siempre y cuando se les robase de su debida rama. Jugosas y sin rumbo. Las ciruelas de Atongo, las Tepoztecas, las olvidadas -a ratos- siempre y cuando no te cayeran en la cabeza. Ah, tantos y tantos días de ciruelas. Tantas ciruelas y tan poco tiempo. Tan poco tiempo y tan pocas excusas...
También robábamos tomates tiernos. Recuerdo muy bien que ahí aprendí a comerlos, porque antes -en mi vida urbana y semidigital- los aborrecía. Martín, un chico de la escuela que acabaría por apedrearme con toda la saña del mundo, fue quien me enseñó el camino. "Mira" -me dijo- "acá enfrentito de tu casa siembran un chingo de jitomates". Y mientras yo confirmaba estupefacto lo que aquel gurú me enseñaba, replicó sin pudor: "Vamos a chingarnos unos cuantos, miss Miji".
Me enseñó entonces que los alambres de púas -a los que mi madre me había hecho temer desde el principio, por aquello del tétano-, podían doblarse y moverse a conciencia. Y penetramos en el huerto de quién-sabe-quién. Cuando todavía había huertos en Atongo. Antes del hormigón y los teléfonos celulares.
Sumergidos entre las plantas, Martín miraba extasiado todos los frutos. Eran apenas lo que hoy se vendería -caro- como "tomate cherry" en los supermercados del esnobismo. Él, simplemente, comenzó a podar. Y a comer. A comer como si no hubiera mañana -valga el cliché- y porque, en realidad, no lo había.
"Ándale, putito, prueba uno. Están buenísimos...". Por la única e indefectible culpa que me había sido implantada en la infancia más remota, yo sentía culpa de cortar y comer aquellos frutos divinos que eran el pleno producto de la real revolución mexicana: "No chingues, Martín. Nos van a cachar y nos van a chingar..." - le decía.
Probé uno, dos. Una docena. Ni siquiera lo recuerdo. En aquella época quemaban pollos vivos a un lado de la casa, así que el gran pedo de los nuevos residentes consistía en no inhalar a esos pobrecitos pollos incinerados. Y ni siquiera eso: Los pollos les valían verga, pero la pinche peste no los dejaba tomar el sol a gusto entre semana.
Visto en retrospectiva -como siempre- aquella certera pedrada que Martín me propinó en la sien fue totalmente merecida. Él me enseñó a cazar ajolotes. A robar tomates. A caminar caminos. Y yo, putito preconcebido como él siempre lo vió- le respondí con mariconerías. Siempre mi pánico ante la autoridad. Siempre chingando la fiesta -vaya-.
Y sin embargo crecí en aquel entorno, y me dejé de mariconadas eventualmente. Me enamoré de dos o tres vecinitas. Aprendí a sacarle jugo a mis 20 minutos de camino hasta la escuela. Ya fuera chingando a los "bueyes" (vacunos) o escapando de los toros. Y de regreso, claro, aprendí a manipular en manos de esos primigenios tepoztizos que ya se anidaban sobre la calle de Ignacio Zaragoza (que sigue sin pavimentar, gracias a Fox).
Como todo lo sobrante, sobra decir que aquella experiencia rural fue determinante en mi vida. No sé qué sea de Martín o de Maribel, la niña que me gustaba en la escuela. Sé que, muchos años después, me enamoré de otra Maribel, y que buena parte de ese amor tenía que ver con el puro amor que le tengo al nombre en sí mismo. La maestra, Celia, ya era cincuentona en aquellos tiempos. Y hace no mucho pasé por la mercería que tenía en pleno centro y la descubrí ancianísima. Y no le dije "hola" -me arrepentí- pero su mirada perdida me desinfló todas las ganas de provocar a su memoria. Quizás me equivoqué -seguro- pero de eso, ya no más.
Mi historia con Tepoztlán es mucho más larga que esta breve introducción. Y la escribo solamente porque no sé si la muerte me esté acechando, pero me han dicho que es posible. Y sólo por eso, sin duda, quise dejar constancia de lo mucho que me forjó ese pedazo de vida "REAL". De lo mucho que extraño a un Martín que me apedree cuando estoy siendo un imbécil, una leche bronca que hierva durante horas para recordarme que nada está dado, y una maestra Celia que quizás ya está muerta desde hace años, pero que pervive -sin duda alguna- en el mismísimo centro de mi corazón. Y que apenas hace un par de días encontré el mismísimo centro. Y que lo añoro estúpidamente. Igual que a Tepoztlán. Igual que a los tiempos en los que no había teléfonos ni páginas ni otra cosa que no fueran las ciruelas. Los niños, entonces, añorábamos el tiempo de ciruelas. Y aprendíamos a trepar los árboles sólo por ello.
Y tras bajar, con las manos llenas de aquel estúpido tesoro, nos enamorábamos -y enamorábamos- a las niñas, a las madres, a los viejos. El mundo era más simple y yo...
Yo no me sentía viejo.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
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1 comentario:
¿Cuál es el equivalente a "putito preconcebido" en las niñas? Yo también tenía eso del miedo a la autoridad, además, seguro no me hubiera comido los tomates sin desinfectar, je. Besos. V.
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