La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

febrero 04, 2009

Nombrar sin ruido

Hay días que me levanto con la rodilla izquierda, y la ciudad me desagrada. El ruido que de pronto arrulla, el puesto de jugos que otras veces me parece suculento, el asfalto y el vibrato trémulo de la corredera y el estrés: Todo me desagrada, sin razón aparente.

El significado de las ciudades escapa a mi entendimiento. Comprendo que son resultado del hambre económica del pueblo humano. Comprendo que nos gusta estar juntos -y más aún- arrejuntarnos como en el metro. El sentido de multitud que da significado a las horas y a las rutinas. Una extrañísima conformación de atmósferas colectivas que buscan otorgarle un espacio acotado y sencillo a la individualidad, eso -también- puede llegar a quedarme claro (alguna mañana sin jugo y con rodilla izquierda).

Las ciudades -las visibles, no las de Calvino (al menos no todas) - parecen estar hechas para remediar el silencio. O no el silencio, sino más bien la angustia ominosa que se nutre de la ausencia de ruido humano. Esto porque en los pueblos la gente suele afirmar -categórica y orgullosa- que "no hay nada de ruido" y "todo está tranquilo". Sin embargo, esta es una afirmación que normalmente proviene de las bocas de los exiliados de las ciudades. Los que nacen, crecen y viven en los pueblos, reconocen otro tipo de partitura vivencial. Encuentran el ruido dentro de frecuencias más pequeñas, y saben discernirlo de otros ruidos. Una agudeza impensable para quienes pasamos la mayor parte del tiempo sometidos a los decibeles intransigentes de la ciudad.

Estos amados y odiados monstruos de hacinamiento proveen sentidos predigeridos a los momentos cotidianos. La constricción de significantes en sus paredes pintarrajeadas o impolutas. Sus señales claras o borrosas. Su semiótica universalizada a punta de gritos y madrazos: Todo tejido como un río de ruido simbólico sobre ruido físico. Ruido que -como bien sabemos- se vuelve costumbre y -en ocasiones- hasta se añora.

Las ciudades, paradójicamente, existen para diluir el pánico. Son los nuevos dioses y, al mismo tiempo, los nuevos altares. Hacen suave la transición entre el vacío y la acción. Ocurren para evitarnos la molestia de mirar dentro y encontrar que nos da miedo un alacrán o que nos aterra encontrar estímulos que no estén prediseñados. Son un cúmulo de plantillas para vivir. Un lugar donde se es a partir de la interacción con los demás. Un gigantesco e inconmensurable ruido que hace las veces de estática en la frecuencia modulada de vivir la vida de otros, mientras se "vive" la propia.

Pasé el fin de semana pasado en un pueblo que recuerdo con demasiadas licencias emocionales. Allí, donde el ruido es escaso (siempre y cuando uno se mantenga alejado de las hordas turísticas), me senté durante un par de horas a mirar las estrellas. Al lado de un arroyo seco, plagado de grillos y otras criaturas sinfónicas, recordé porqué me gusta el silencio que no es silencio. Recordé el valor de no usar las palabras cuando no es estrictamente necesario. Recordé que, ante la tiritante contemplación de la existencia, lejos del ruido, y alejado voluntariamente de las palabras, la pregunta hacia la respuesta de vivir puede reducirse a un aullido, o una estrella que alguien ya nombró hace mucho tiempo, o un deseo claro de dejarse reengullir por la naturaleza, y no sólo cambiar de aires, sino también, por qué no, cambiar de ruidos.

Salud.

1 comentario:

Just Alma dijo...

Comparto también la música del silencio. Disfruto mucho esos espacios, esos momentos. Donde ni si quiera le doy cabida a mis propios pensamientos ni al eco de mis afanes diarios.

Alma