Esta fue una de esas noches en las que te encuentras a ti mismo mientras hablas. No es cuestión de la charla o el aderezo omnibulante que le otorgan el alcohol o los recovecos de adjetivos: Hablo de cuando realmente te hallas construyendo posturas (intelectuales, no vayan a pensar) que antes -a pesar de ser tuyas- te eran desconocidas o simplemente inconexas. Conforme las palabras salen de tu boca, tú te escuchas a ti mismo pensando ordenadamente. Y luego asumes tus propias reflexiones, y sí -quizás- te sorprendes de lo simples y atinadas/subyacentes que te resultan, toda vez que ya las has emitido.
Para que ello ocurra -claro está- es necesario que el interlocutor te adjudique todos esos adjetivos. Cuando eres sólo tú el que los impone, probablemente estaríamos hablando de una peda ególatra como tantas, o de un brote de autoaceptación súbita y propiciada por ciertas drogas, o -simplemente- por una muy buena semana (en general).
Sin embargo, no todos los días uno repara en explicar lo que supone que es la historia de "México", desde la conquista hasta la globalización, y con tan poquitas palabras. Y cuando el interlocutor es un cuasiturista absolutamente atento a tus debrayes estructurados, uno suele poner especial empeño en mantener el nivel de asertividad (sí, con "S") lo más alto posible.
Y es que resulta extraño reflexionar -públicamente- acerca de un país tan surreal como este (mío y de quién sabe cuántos más). Y resulta -también- demasiado fácil recurrir a las etiquetas, y dejarlo todo en una aproximación -tipo bosquejo facilista de Miró- a todo aquello que conforma la razón por la cual los mexicanos somos tan absurdos, inexplicables y -a su vez- atractivos para los espectadores ajenos a nuestra idiosincrasia. Claro que se puede decir que somos un pueblo multicultural y por ello complicado. O que nuestra mezcla demográfica es la causa y el efecto de esa total destornilladería cultural que nos hace tan absurdos. Pero no es así.
México es un acto de fe dibujado sobre sí mismo: Un malabarista bailando en la cuerda floja que une dos acantilados que separan -a su vez- un par de ecosistemas totalmente antagónicos, para colmo. O más fácil, si se quiere: Un abanico-cliché de contrastes y diferencias que añoran -rabiosamente- ser descritos. O mejor aún: una narrativa que cuenta eso mismo: la añoranza de la descripción, la necesidad de nombre, la explicación de un Octavio Paz que ironizaba sobre sí mismo, mientras ironizaba sobre todos los demás. Ese país en búsqueda perpetua de mejores nombres (y que no de mejores hombres), pero que alcanzó siempre -de una u otra manera- sus oscuros y necesarios objetivos que nunca tuvieron rumbo. México: Siempre fiel. "México": Siempre lleno de "méxicos". Ilegible pero inspirador.
En este contexto en el que lo multicultural resulta prodigioso, yo me atrevo a decir que en el caso de mi México es precisamente lo contrario: Ha sido -precisamente- esa diversidad de razas, pueblos, destinos manifiestos y supuestos poderes la que nos ha llevado a ser conquistados por un prodigioso pescador de ríos revueltos (alas, señor don Cortés), y luego por todos los demás.
Y fue (y es) esa persistente disonancia -muy remunerable- la que esos mismos pescadores subsecuentes, desde don Cura Hidalgo hasta don Fecal, han sabido convertir en un mito harto provechoso: El mito de México. El mito de los mexicanos y nuestra surrealidad seductora. El caparazón que sobrevuela nuestra primigenia versión de la Cenicienta latinoamericana: El lugar en el que no hacen falta revueltas, ni muertos, ni extraviados para "sentir" el "progreso".
Que no se me malentienda: Como ya lo he dicho muchas veces, encuentro adorable -e incluso adictivo- el hecho de vivir y "montarme en los lomos" de una ciudad como el D.F. Recurriendo una vez más a la eterna analogía, asumo que ser chilango y estar enamorado de la Ciudad de México equivale a engancharse con la mujer más complicada que has podido -medio- saciar en toda tu -insulsa- vida. Todas las otras entelequias de mujer/ciudad/camino resultan entonces sumamente predecibles. O quedan chicas. O terminan siendo tan domésticas como tu "street wisdom" (sabiduría callejera) te lo impone.
Y, sin embargo, asumir semejante grado de chilanguedad (o chilanguez, o chilangonería, o chilanguismo -who knows-) supone muchas y muy profundas facturas:
Esa consecuencia es -curiosamente- casi esotérica: Descifrar esta ciudad implica nunca volver a encontrar un "camino a casa". El dichoso ejemplo de "casa" termina siendo siempre otra cosa: Muchas veces es sólo la ansiedad de permanecer buscando -casi perdido- mientras esperas imberbe eso que, se supone, es la "nueva cara" de la misma casa. Es este un laberinto metamórfico infestado de seres que desean profundamente tener nombre. Nombre y -además- que sea propio: Significado, destino, apellido y -si se puede (¿por qué no?)- también un final predestinadamente feliz.
¿Cómo no amar semejante incertidumbre-bien-delimitada? ¿Cómo anclarse a cualquier otra megalópolis prolija del primer mundo, cuando queda claro que el "bien vivir" anula siempre los contrastes?
Multiculturalmente loca. Racista y clasista como pocas. Inacabada tanto como inacabable: No puedo dejar de no-amarla (cosa que no es, ni de lejos, igual a odiarla).
Abrázame, hoguera. Incinérame, PINCHE laberinto.
Que mi desprecio exacerbado a toda adhesión política-pendeja que casi siempre te habita, nunca me haga abandonarte. Y que mi deseo neurótico de normalidad, no lo haga tampoco.
O al menos no del todo.
O cuando menos no siempre.
Salud.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario