La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 30, 2007

Porque no es tan obvio como parece... (Manifiesto de la desesperanza)

Este post está inspirado en un camión de basura al que no me dio tiempo de tomarle una foto. Plagado de mierda y de basureros embarrados hasta el cuello con nuestros desperdicios, no reparaba en tener una estampa enorme, en el parabrisas frontal, y que rezaba: "VAMOS CON JESÚS"

Y sí, este post también está en el
blog político, y que Groucho me salve...


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Para todos los que nos sabemos de izquierda (porque aquí siempre se trata de una convicción inamovible -y que a veces se cuenta entre las pocas CONVICCIONES que algunos tenemos-) la cuestión no está en quién tiene o no tiene la razón, ni mucho menos entre quién nos dará más o menos en términos políticos de "calidad de vida". La respuesta siempre es una y la conocemos: Somos de izquierda porque la izquierda es la postura lógica. O porque quizás la culpa -en un único acto de sapiencia y gratitud- nos hace saber que el mundo y sus bondades no pueden repartirse del modo en que se hace hoy en día. No es justicia mientras somos unos pocos los que, en detrimento de los muchos, llevamos una vida apenas decente y justificable.

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No. En la izquierda están los de izquierda. Y los de izquierda no tienen muchas alternativas, ni tampoco mucho margen de maniobras. La ecuación que nos define es tan sencilla como dificultosa le resulta a quienes siguen creyendo que acumular capital les garantiza el futuro del mundo. Una sencilla división: Arriba: los recursos del mundo. Todos, sin diferenciación. Todos, sin fronteras ni garantías. Abajo: las personas. La población que compone este planeta singular y caótico. Todas ellas: las ricas y las pobres, las paupérrimas y las moribundas, las plurales y las singulares. ¿El cociente? Todavía positivo. Porque todavía el mundo alcanza para todos, y quizás de muy buena forma. A pesar de contarnos en los rangos de los 6,500 millones, el mundo sigue teniendo suficiente para que podamos comer. Todos, no unos cuantos. Mucho, no unas migajas. Con la debida sobriedad de algunos. Sin la palpable desesperación de los que cada minuto se mueren de inanición, de sed o de injusticia.

Para todos hay. Es sólo que los que llevan las riendas del mundo no lo quieren así.

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Día a día habemos muchos, entre la izquierda, que nos vemos señalados por los débiles de corazón. ¿Cómo te atreves a comer si tanto te duelen los que no comen? ¿Cómo te atreves a sufrir si te he visto sonreír, codo a codo, en los eventos "chic" en los que semanalmente concurrimos? ¿Cómo se te ocurre abogar por los moribundos, si no te cuentas entre ellos?

Todas esas preguntas retóricas construyen el gran puente del sofisma en el que viven quienes no pueden -o no quieren- darse cuenta. Todos los hombres son mortales. Todos los hombres requieren comer para vivir. Si no comes, no opinas, porque estás muerto. Y si estás muerto, no te escuchamos, porque yo soy un mortal con más tiempo en mi carnet. Patrañas individualistas. Mierda en los ojos de quienes eligen no mirar pero sí señalar con una saña terrorífica. Y, peor aún, resulta que por el otro lado, la popa del barco, el lado ciego del vehículo, la retaguardia de la nave interestelar, hay un mundo que se nos viene encima vertiginosamente. El mundo que se seca y que se muere. El mundo que sobreexplotamos y a la vez desechamos todos los días. El agua que se termina y que en cualquier esquina alguien tira y escupe, desde el extremo de la manguera, para lavar las manchas de su banqueta, o para regar las flores in vitro que mantiene en su balcón, en cualquier ciudad alejada del hambre inminente, o de la sed devastadora, sin que le pasen por la cabeza todas esas gargantas que desfallecen en mitad del Sahara pues no tienen una gota para beber.

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Y digamos que es posible escaparse del sofisma. Digamos que se puede sobrevivir y también hablar de los casi muertos. Digamos que nuestro punto es tomado en serio, y que no requiere credenciales para validarse frente a los ojos de todos aquellos a quienes nada les importa más allá de su condominio y la plusvalía de sus bienes raíces. Pensemos en esa izquierda, casi diminuta, y que montada en una comodidad, larga como mansión o minúscula como quincena tercermundista, se atreve a mirar fuera de la burbuja.


The Constant Gardener:

"We can't save the world, you know that. We cannot help them all." le dice el marido a su mujer arrebatada.
"But THESE two we can help, right now. Let's take them home. It's 40 miles away. It's going to take them an entire day to get there..." -ella replica-
Luego él acelera su Land Rover, en mitad del camino entre Nairobi y cualquier parte. Y la decepciona para siempre, al punto que -cuando ella es asesinada- él no tiene idea de quién era, ni qué estaba haciendo en mitad del África bronca, junto a él.

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Y así es como opera. Todo el tiempo. Los de izquierda con su premisa y con su sensación de tener la razón. De estar en lo cierto. De creer en algo que es supuestamente obvio, pero que todos los demás no entienden por sí mismo. Incapaces de mirar a esos otros, que son muchos y muy distintos, pero que no razonan ni comprenden ni construyen sus paisajes del mismo modo en que la ingenuidad izquierdista construye los suyos. Y para colmo, están los que suponen que la conciencia social tiene grados y niveles, y que la conmiseración es mesurable al punto de que el enemigo es aquel que no tiene tantas medallas como uno. Si no has vivido en la miseria, tres puntos menos. Si no has tomado un rifle y soñado con la rebelión, seis puntos menos. Si no has besado las mejillas de una anciana paupérrima en la sierra gorda de Querétaro, diez puntos menos. Tú no perteneces aquí. Vete con los otros.

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Mientras tanto, hoy en Orange County conviven agraciados muchos de aquellos "otros". Sentados, martini en mano, a la orilla de alguna terraza de 360 grados. Gratuito su placer que reposa en la esquina de su burbuja veleidosa: pues todavía son los verdaderos acomodados amos del mundo. Los grandes ciegos. Los que suponen que en 20 años cenarán sus muchos billetes de 100 dólares, cocinados al vapor que la muchedumbre podrida les deje y que comerán cual espinacas de un cruel marino tuerto. Un Popeye que no sabe nada de nada. Sin motivos que se hallen más allá de los bonitos prados del campo de golf que quizás dentro de 20 años estará secándose o sumergido bajo el agua que el Océano Atlántico, en franca revolución, le esté regalando cinco metros por encima de cada condominio que hoy multiplica su valor en Palm Beach.

Trillonarios predecibles, lagartos lineales, jugando al Monopoly unos con otros, y seguros de que la grotesca acumulación de riqueza con la que han sido bendecidos, ya por nacimiento o por la gracia de los últimos 50 años de libre mercado, les servirá como protección contra los éxodos que el hambre, la sequía y el calentamiento global con forma de más hambre y huracanes, habrán de trasladar a esos millones de desposeídos -hoy dispersos- pero que pronto ridiculizarán las puertas de los que hoy son paraísos casi personales.

Y sin embargo, mientras el rigor de la naturaleza no sea suficientemente drástico, estos maniquíes maniqueos de la plusvalía no sólo no moverán un dedo, sino que seguirán gobernando el dinero, y de paso harán lo mismo con los gobernantes del mundo, a nivel casi general. Patrocinarán nuevos jabones en polvo -pero eso sí- con Aloe Vera para que las manos permanezcan intactas, y límpidas barras de jabón que huelan a Lavanda (L número 5 de Johnson y Johnson). Además, habrá gimnasios subacuáticos y restaurantes anaeróbicos que, 800 metros por encima de la realidad, en la punta de la torre de concreto que está por terminarse en Dubai, o cualquier otra, mirarán hacia abajo con la incredulidad que caracteriza a quienes apuestan por la existencia de lo permanente.

No, el calentamiento global no existe. La hambruna todavía es problema de los hambrientos. Y la lista de Forbes sigue siendo la pista sobre la que hay que correr. Hay que romper el récord. Récord mundial. Marca universal para el desdén.

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Estadísticamente, los amos del mundo se resumen en unos cuantos miles. Con una precisión tenebrosa, el imperialismo que los arcaícos Marx y Engels predecían hace 150 años, hoy es una realidad en la que quinientasytantas familias controlan el 60% del PIB mundial. Y mientras algunos mueren de hambre y otros de franco aburrimiento, cierta clase impredecible pulsa en el medio de quienes verdaderamente tienen en su manos el rumbo de la historia.

Pues, como siempre, y por obra y gracia de la imperfección democrática, es la superviviente clase media la que en el mundo occidental tiene el poder tácito y la palabra palpable que podría corregir -o reforzar- el destino de la humanidad como colectividad política.

La misma clase media que defiende con todas sus pezuñas esos pequeños logros de comodidad que ostenta frente a los desposeídos. La misma clase mierda que resulta ser el mayor mercado de todo el marketing del mundo. El target máximo de los publicistas, los publirrelacionistas, los bares, la urbanidad y todos los placeres de occidente juntos.

Porque los ricos, los verdaderamente ricos, no se mezclan ni con vinagre ni con aceite. Viven un mundo aparte.
Esas peleas las dejan para los que no están en ningún lado de la trinchera. Nacos con potencial. Ricos en declive.

En el justo medio, llana se ve la pista de ese circo romano donde los leones híbridos de la mercadotecnia están siempre dispuestos a perseguir, ajustar o engullir la voluntad de esas minorías-mayoritarias, ilustradas y pendejas, pero que acaban por ser las depositarias de esos votos definitorios que construyen el poder de la "democracia".

Demogracia. Jo, qué gracia.


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He ahí la pelea. En esa clase media que es más mieda que media. Clasemiederos. Clasemierderos. Defensores de migajas. Cortesanos que se comen lo que sus monarcas dejan caer por las comisuras de sus bocas de muérdago podrido. Débiles de mente, débiles de corazón, débiles de ansia porque el ansia sube y baja como sale y entra una pastilla de viagra. Drogados, dormidos, entretenidos. Depositarios de los cuentos y de los albedríos. Pusilánimes vástagos que por el hecho de no sentir hambre ya se creen saciados. Y peor aun: también creen saciado al mundo. Heces sin remedio. Antenas repetidoras de cualquier discurso capaz de alimentar la desmemoria. Desmemoriados por ende. Padres e hijos del olvido. Carentes de coherencias más grandes que las que otorgan los monosílabos. Padrotes de la justicia. Putas de sus propias carencias. Incapaces. Amputados. Muertos aún más que los muertos. Empequeñecidos.

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Ese es el cazo en donde se cuecen la verdad, dura e implacable como el hambre de los hambrientos, junto con la conformidad y la transigencia que -víctimas de tantos leones- se deshacen al primer hervor y sin mirar las consecuencias. Y ahí es donde algunos que vivimos en esa -diminuta- izquierda tenemos que desdoblarnos y resplandecer para seguir vivos, meritorios de algo mejor que el malvivir o la hambruna, y desesperanzados observadores del mundo de malvavisco que a lado nuestro pasa y pasa, todos los días. Ese es el campo de batalla. No el de Miami, Manhattan o Santa Fé. No el de Palermo, Palermo Hollywood o las Lomas de Chapultepec. No tiene caso predicar el hambre entre los hambrientos, ni la saciedad entre los satisfechos dentro de tanta insatisfacción. Ninguno escuchará la voz del verdadero mundo, al menos no ahora, antes de que el pseudoequilibrio se rompa y no haya otra cosa que masacres y desgracias sobre el piso del planeta. La batalla está entre quienes tienen oídos pero eligen no escuchar. Con los que tienen nombre pero prefieren callárselo. Entre aquellos que todavía es posible conmover y conmoverse sin pecar de tramposos ni llamarlos superfluos.

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La historia, hasta hoy, parece confirmar que la sinrazón que Thomas Hobbes suponía como punto de partida del hombre, ese "Estado Natural" de cavernícolas hambrientos y mierderos, se ha traducido, con mucha sofisticación -hay que decirlo- en estas razones a medias que la sociedad y el mundo viven como axiomas en su vida. Somos seres envidiosos y repulsivos por naturaleza, y este cuento positivista que entre Smith, Keynes, Churchill, Stalin y Nixon nos ha sido vomitado encima, es el único camino-profecía para el que -además- ya tenemos un final ultradescrito y apocalíptico. El Mad Max y no el Blade Runner. El 12 Monos y no el Star Wars. El nuevo planeta Marte, desértico e inescrutable, en lugar de la sociedad armónica y progresista que el poder del lenguaje podría ayudarnos a crear.

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Nací hace 28 años. No sé cuántos me queden. Al ritmo que llevo, quizás sean unos pocos, o quizás no (pues la vida sigue dando sorpresas, a pesar de nosotros). Dudo que si la raza humana logra (y va muy bien) extinguirse, toda esta historia y estas imágenes y estas computadoras pudieran ser entendidas por la próxima raza dominante. Es decir, no creo en la perpetuidad, y mucho menos en la de nuestra historia como especie parte del universo. Y por eso apelo a quienes escuchen, a quienes quieren o quieran escuchar. A quienes se atrevan a tomarse medio segundo en este medio clasemierdero como resulta ser el blog: Si no somos nosotros, ni no es aquí, si no es ahora, el mundo probablemente acabará extinto y sin remedio. Hagamos algo. Lo que podamos. Lo que nos dé la gana. Pero algo. Convencer a un amigo no es tan difícil. Convencer a un inmune puede lograrse. Pero convencerse a uno mismo es lo más importante.

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Yo ya estoy. ¿Quién se apunta conmigo?

octubre 26, 2007

La tragedia implícita.

Mientras más lo pienso, más me doy cuenta. Mientras más trato de asirlo entre las palmas de mis manos, más se desvanece, como una vil mariposa de humo, como una mosca negra en la visión de casi todos. Como la realidad, que parece estar ahí y luego no lo parece y se difumina, y se intercala suave o abruptamente con la materia que compone el absurdo.

Vivimos una fantasía multicolor y una realidad biotecnológica como ninguna otra. Nuestros cuerpos son maquinarias, sin lugar a dudas, pero lo son a un nivel de perfección (e imperfección y fragilidad, de repente) como ninguna otra que hayamos logrado replicar hasta el momento. Y es que hay días que me levanto considerando cómo es que la biología humana parece estar tan fríamente calculada. Cómo es que esta maquinaria de órganos, fluidos e impulsos eléctricos es capaz de encontrar significados y recrearse a sí misma en ficciones tan deliciosas como trágico resulta el siempre predecible final de todo lo que vive: la muerte. Cómo es que podemos hacer poesía, sentir poesía, amar a otros, poseer y ser poseídos por el deseo más cárnico que una rebanadora, y al mismo tiempo terminar todos muertos y reciclados en los panteones de una historia que casi nadie cuenta. Cómo es que yo soy yo. Y eso es lo que me ha pasado en las últimas semanas. Esa sensación en la que, estando solo, de pronto me percibo a miles de niveles de distancia. Ese yo que mastica un taco, que besa a una mujer, que llora por la muerte o por la incertidumbre, sencillamente no soy yo del todo. Es un blackout terrorífico pero que se ha dejado suceder varias veces en los últimos meses de mi vida. ¿Estoy aquí de verdad? ¿Soy yo el que mira, el que dice esto, el que transita de la papelería hasta la oficina que malgasta mis horas?

Esta noche hablábamos de la educación y sus deficiencias utópicas. De cómo resulta fallido el argumento de enviar a un niño a cualquier "escuela", léase: lugar con el carnet que sustenta la capacidad de proveer "educación" que no es otra cosa que un extracto del amasijo de convenciones sociales que cada país cree que es. Y por milésima vez en mi vida, repetí mi terror con respecto a eso, y que no es "tener hijos", pues he conocido mujeres con las que podría replicar la especie sin mayor problema. Es el hecho de sentirme completamente inseguro e incapaz de llevarlos por la misma vía, o por cualquier otra mejor, de aquella por la que fuimos llevados casi todos los que aquí, en el siglo XXI, concurrimos irremediablemente: La escuela. ¿Cuál escuela? ¿En qué lugar cabrían mis hijos, si todo lo que soy se contrapone a la convención social que las escuelas posmodernas tratan de inyectar en sus alumnos? ¿Cómo podría dejarlos en manos de los perros, los verdaderos perros, y dejar que los volviesen temerosos de sí mismos, de los otros, del olvido, del fracaso y de todos los fantasmas que la vida occidental se ha dedicado a erigir en nuestro nombre?

No. No tengo miedo del hombre ni de la mujer. No tengo miedo de occidente y no podria tener miedo de oriente, porque sencillamente no le conozco. Es otra cosa. Otro sistema racional que escapa a las palabras que ahora mismo escribo. Tengo miedo de esta necesidad de miedo. De esta necesidad de tragedia que parece significar todo lo que hacemos de este lado del abismo. Los médicos ya no quieren ser médicos. Ya no interesa curar, ya no interesa ser mejores. Todo se acomoda en pos de hacer dinero, y mientras más enfermos, mejor es la paga. Todo es cuestión de buscar el sufrimiento y hacerse insensible a él. Encontrarle utilidad al dolor ajeno. Restarle importancia a los hallazgos, a las epifanías, a los logros de cada uno de los robots biológicos que conviven con nosotros. Pues hay que sobrevivir. Y por cada uno que sobrevive, tendrá que haber esos otros que no prevalezcan. Tragedia implícita. Terror facturable. Miseria que no soy capaz de recrear, al menos no con una sonrisa en el rostro.


Yo no miro ni espero nada del mundo. Bueno, sí lo miro, como todos lo miramos. Pero no espero nada que no sea capaz de darme. Cuando el mundo me contradice, he aprendido a aguantar, como si se tratara de un ring de boxeo, y esperar el próximo asalto, o el momento en el que sin ninguna vergüenza pueda disponerme a tirar la toalla. No pretendo más ajustar la realidad a mi script, sino que, mientras puedo, trato de ajustar mi script a la realidad lo más posible. Y entiendo que hay una tragedia implícita. Entiendo que en el África mueren muchos más de los que viven. Entiendo que en mi cuadra apenas sobreviven los que pueden, y que en la siguiente sucede lo contrario. Mas no me peleo con lo irrevocable. Porque no puedo, porque dicha pelea es estéril y no acarrea otra cosa que tristeza e incertidumbre. Y sin embargo, se mueve.

Creo en el chance que supone morir en el intento. Creo en la posibilidad de posibilitar y hacer de esta maquinaría biológica lo mejor que me sea posible. Creo en ciertas sonrisas, en ciertas voces, en ciertas palabras. Y creo en el descrédito y en el desazón, pero también creo en la luz y en la euforia. En la oportunidad que supone desalojar a las palabras y reubicar los sentidos. Y que venga. Y que venga aún más.

Ya no quiero cambiar el mundo. Pero mientra el mundo logre cambiarme, minuto a minuto, me doy por satisfecho.

Sin culpa. Sin miedo. Por siempre.

octubre 20, 2007

Decir nada.

Y es que decir nada es todo lo que se puede hacer. Decir la misma nada, una y otra vez. Buscarle nuevas y más seductoras curvas a las mismas caderas que te han hipnotizado desde siempre. Escuchar a Paté de Fuá, un grupo tan lleno de clichés como su propio nombre, pero que es vasto como una geografía que ningún Google Earth sería capaz de llenar.

Y es que cuando entras a Paté de Fuá, rompes viento derecho hasta topar con pared. Ahí, las farolas son francesas, casi parisinas, gardelianas, si se puede decir. Y luego la tarantela. Una curva y estás a 300 kilómetros, entre los Puccinis y los arrabiatos. Más luego los linyeras te llevan por buen camino. El camino del que no tiene camino, pero que sabe gozar todos y cada uno de los trayectos.

Y gracias al vicio, al sacrificio, a las muñecas y a las colegialas. Gracias a Yayo Gonzáles y -por supuesto- al virtuosísimo Guillermo Perata, director musical y debrayador oficial de cualquier instrumento musical que le hayan acomodado frente al rostro en los pasados treinta y pico de años. Un ser sin ego, pero que toca el mejor tango, el mejor jazz, y el mejor todo que se haya producido en décadas.

Y salud por la geografía. La vasta geografía. El enorme y delicioso silencio que, previo al aplauso, sólo Paté de Fuá sabe producir en sus escuchas. Y que vengan muchos más.






Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del Talar
junto a las vias, van los linyeras
llevando como el caracol la casa a cuestas y al azar
van los gitanos todos los dias..
Ellos no saben de dolor y en cada boca hay un cantar
y a gritos dicen sus alegrias indiferentes al amor
y en el eterno trajinar, ellos desechan melancolía.
Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del Talar
van los linyeras todos los dias
y al pasar se oye un peon entonar esta cancion:

Linyera soy, corro el mundo
y no se donde voy,
linyera soy, lo que gano
lo gasto, lo doy.
No se llorar, ni en la vida
deseo triunfar...
No tengo norte, no tengo guia...
para mi, todo es igual..

octubre 17, 2007

Sicko (Michael Moore, 2007)






















Tengo que admitir que hasta antes de la ceremonia del óscar del 2003 (parecen tantos miles de años, sin embargo) no tenía la más puta idea de quién era el señor Michael Moore. Y a pesar de que en el año 2000, e incluso en el 96, y todavía aún en el 92, seguía de una forma un tanto enferma las elecciones de un país que finalmente ni conozco y que me vale rotundamente verga (a.k.a. Estados Unidos), tengo que conceder que no fue hasta después de ver Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002) y posteriormente Fahrenheit 9/11 que me convertí en un verdadero anglófono preocupado y políticamente cuasiactivo con respecto al imperio americano que tan poco me importa, pero que tanto resulta incidir en mi vida y en la de tantos que conozco. (Si no me creen, pregúntele a la internet).

Luego de presenciar en vivo y a todo color ESTE acto de huevos



Y mirar cómo la mitad de la sala le abucheaba, mientras la otra mitad no podía hacer otra cosa más que admirar su valentía, me convertí irremediablemente en un acérrimo fanático de su manera "americana" de mirar el "mundo" ""americano"" (las doble comillas son a propósito).

Tras de esto, decidí mejorar radicalmente mi manejo del idioma inglés, y lo conseguí. Tras de esto, decidí involucrarme activamente en el espectro político gringo, cuando menos para poder presenciar lo que para el resto del mundo resulta inverosímil: ¿Cómo una sociedad tan rica en recursos humanos, económicos, militares y productivos, puede ser tan manipulable e iletrada a la vez? ¿Cómo es que en 2004, aun después del maravilloso despliegue de este señor Moore y su avasallante documental, las elecciones generales resultaron tan cómodamente favorables para el lunático que hoy todos -incluyendo a los gringos- desprecian públicamente?

Es así que debo declararme un fanático irremisible de Michael Moore. Y no me importa si es millonario, billonario o trillonario. Menos ahora, 3 horas después de haber pagado los incipientes 5 dólares que en México cuesta ver su más reciente trabajo. Y menos aún cuando he leído los varios libros que respaldan su punto de vista, y que permiten ver al Moore que sus películas respaldan pero también ocultan. A ese "god damned commie son of a bitch" (maldito comunista hijo de puta) que realmente es, pero que, sin embargo, tiene más fe en su país que la que muchos de sus correligionarios y detractores podrían tener luego de once vidas.

Sicko podría catalogarse como "un documental más" de este poderoso realizador, a pesar de que su temática principal no está realmente dirigida a otro público que no sea el estadounidense que resulta directamente perjudicado por la realidad que plantea. Debo decirlo: Un par de buenos amigos se aventuraron a ver Sicko hace menos de una semana, y cometieron el imperdonable pecado (y es que yo no lo he cometido ni siquiera con Critters, o cosas peores) de salirse de la sala aburridos por su propia desentendimiento de la trama. Sin embargo, hoy, hoy que fui a ver ansiosamente esta nueva película del único gringo mediático y huevudo que conozco, nadie salió de la sala. Todo fue anonadamiento. Todo fue estupefacción.

A grandes rasgos, Sicko es un documental que habla de lo inverosímil que resulta la inequidad y los sistemas que operan alrededor del servicio médico en el país más rico del mundo. Un sinfín de historias terroríficas, siempre aderezadas por la ironía de Moore, pero no por ello menos trágicas, desfilan ante los estupefactos ojos de un país con dos grandes sistemas de salud cuasipúblicos, pero que llevan años expuestos a la presión de ser privatizados porque -según nos dicen- eso los hará mejores.

Es así que durante un par de horas, quizás un poquito más, Moore evidencia el sinfín de ridiculeces que rodean al sistema de salud de la "Land of the free" (Tierra de los libres), y cómo es que mueren, empeoran y joden las estadísticas mundiales todos aquellos desafortunados que resultan excluídos por el propio sistema, y que no pueden hacerse ni siquiera de unas cuantas píldoras por menos de unos cuantos miles de dólares, día con día.

Su planteamiento, desde el punto de vista "americano", es de lo más pertinente: Todo el mundo desarrollado de occidente descansa sus sistemas de salud sobre planteamientos gratuitos y universales, con excepción de Estados Unidos. Y no es por nada que los propios indicadores de la inmensa mayoría de organismos internacionales dedicados a medir los estándares de salud en el mundo "desarrollado" ubiquen a Norteamérica en el último lugar de sus inequívocos índices.

En su ya característico estilo, Moore nos lleva a través de las historias de muchos de los despechados por la seguridad médica privatizada que opera en su país, para luego cuestionarse -retóricamente- las maneras en las que el resto del mundo lidia con la enfermedad, especialmente entre los países industrializados. La respuesta, aunque predecible, resulta devastadora a los ojos de los muchos americanos que están acostumbrados a ver morir a los suyos por falta de dinero y/o condiciones para ser beneficiarios del seguro médico que año con año pagan: Francia y su impoluto sistema de salud. Inglaterra y su NHS, quizás el mejor del mundo. Canadá, con su escasa población, pero con un sistema solidario que nunca deja atrás a los caídos por la enfermedad.

Sicko es, indudablemente, y como lo confirman las propias críticas internas, el mejor documental que Michael Moore ha realizado hasta ahora. Primero, porque no conlleva ninguna agenda política evidente, como la que tuvo -aun si acertadamente- Fahrenheit 9/11. Segundo, porque plantea un problema real e inverosímil: La inmensa debilidad sanitaria del país más rico del mundo. Tercero, porque expone sus argumentos con una sencillez que resulta preclara e incuestionable. Estamos seguros de que Fahrenheit 9/11 tenía el propósito unánime de desprestigiar a cierto imbécil que muchos ya sabíamos que lo era. Sin embargo, para aquellos fieles a la cultura del miedo, aquel documental no fue otra cosa que un montón de información aderezada muy bien puesta en contra de quien sólo ha hecho daño a su país y a la humanidad entera: George W. Bush. Sin embargo, Sicko habla de aquellos problemas que no sólo atañen a la porción pseudoliberal de la sociedad americana. Sicko habla de lo patético que resulta morirse por desdén en un país en donde sobra -a creces- el dinero. Y sin hablar del grandioso final, he de decir que Michael Moore se ganó un respeto aún más colosal gracias a lo que hizo por aquellos que entrevistó en algún momento, y luego llevó hasta donde sí los tratarían como seres humanos. Digno de lágrimas -sí- pero también de misterio.

Y tratándose de los mexicanos, Sicko habla también de lo patético que resulta todo el esfuerzo político que ciertos actores se desviven por hacer en aras de privatizar la ya de por si escueta seguridad social que tenemos. Y viene Alan Greenspan, y viene Serra Puche, y viene cualquier otro muerto político en vida, y nos dice que nuestro sistema de salud sólo podrá sobrevivir si se privatiza. Mentira. Mentira redonda. Y aunque no lo fuera, es preferible esperar 18 horas en un hospital de la Secretaría de Salud, a volverse peones desesperanzados que -sin siquiera la mitad de los salarios primermundistas- tengan que enfrentar la ridícula realidad de ser desestimados por sus propias aseguradoras. Y luego morir en el intento.

Sicko es perfecta para quienes conocen de geopolítica. Sicko es interesante para quienes se involucran con los problemas reales de la sociedad industrial. Pero claro, Sicko es infame y aburrida, intolerable y repetitiva, densa y pendeja, para todos los que prefieren no saber, y que sólo se enteran una vez que están dentro del féretro.

Gran película. Gran realizador. Y que vengan más de estas.

octubre 11, 2007

Poetas de probeta.

Para quienes gusten ponerse el saco.


Vomito por deporte a quienes se enfundan en el traje del poeta. Y no me refiero a los estudiantes universitarios, ya de letras o de cualquier cosa parecida, que con total romanticismo consideran a la poesía como un concurso de acumulación de palabras complejas y eminentemente musicales. Nah, ellos son inofensivos. Después de los 4 o 6 años de mala educación institucionalizada, las noches sin dormir, los años de aprenderse el alfabeto fonético, las reglas gramaticales y lenguas más muertas que la de García Lorca, suelen salir del establo educativo con una actitud bastante más doméstica o con una megalomanía galopante que los hace muy fáciles de distinguir de entre la fauna intelectualoide local.

Nah, por poetas me refiero más a los que viven con un halo profético en la mochila. Dispuestos a sacar su pequeño cuchillo de mantequilla y mirarte ferozmente, mientras de su boca supura un aliento a ron que sólo sus mujeres les soportan. Luego se abalanzan sobre ti y a dentelladas de hormiga pretenden mostrarte como ellos no se creen poetas, ni se llaman poetas, sino que lo son. Y para ello habrán de seducir a tu mujer, violar a tus hijos o contarte la historia más inverosímil del mundo con una frialdad expresiva digna de un betabel cocido.

En la cotidianidad, suelen ser maestros del disfraz. Incluso hasta el punto de engañarse a sí mismos durante ocho horas al día, y de verdad "SER" -en un sentido histriónico profundo como, ja, Al Pacino- ese gutierritos de los números, la publicidad, las cuentas y la vida empresarial que impresiona a propios y extraños por su increíble capacidad para no decir nada en muchas palabras. Luego llegan a casa, y su escueto sueldo -que dispendian en tabaco, alcohol, putas y otros muchos vicios orales, nasales o anales- les permite guardar una cava discreta de la que se cuelgan las restantes horas de su día, y tras la séptima ronda -la metamórfica- y luego de escribir muchos versos buenos o malos, comienzan a babear sobre la mesa y a perder esa humildad con la que se embalsaman todas las mañanas. Ahí se proclaman poetas. Profetas de probeta. Maestros, gurús y hechiceros del lenguaje. Hombres irresistibles que se merecen un mundo mejor al del gris departamento, la misma mujer de diario y la triste realidad del anonimato literario al que están sujetos porque nadie los ha "descubierto" de verdad.

Y sí. De pronto ya no son hombres o mujeres con ganas de decir algo sin la constricción que les supone la prosa. Ya no son huerfanitos en busca de amor, o antenas parabólicas de imágenes rabiosas que se les cuelan hasta los dedos, sobre el papel, y hasta la orilla de la cama. Ya no quieren seducir a nadie más que a sí mismos, y bautizarse merecedores, grandiosos, dignos de algo mejor que toda la mierda que cosechan. Y es ahí en donde he sacado mi preciosa cámara polaroid imaginaria, y tomado muchas fotografías de estos seres tan simpáticos como patéticos resultan a la hora de llorar o de dormir. Llamaradas de petate, dirían algunos. Que se prenden, brillan, apestan y huyen cíclicamente, hasta llegar a algún nuevo lugar donde la admiración de unos poquitos les signifique la posibilidad de reinventarse. Y una y otra vez reinventan el mismo personaje, con las mismas huellas, con el mismo olor y la misma y recurrente necesidad de impresionar a los otros para sentirse un poco mejores.

Tengo un álbum completo, un museo de estas gárgolas de ceniza, incapaces de la lealtad y la hermandad como pocas, pero claro, imponentes pedazos de roca siempre que se les mire desde la calle y hasta la punta del altar que se han autoerigido. Me gusta verlas un rato. Me gusta reconocerlas, escuchar lo poco bueno que tienen que dar y saber de antemano que habrán de dar un coletazo traicionero en el momento en el que encuentren un espacio más amplio y profundo, en el que a la medianoche se salgan de su piel de piedra, y puedan seguirse dedicando a volar en círculos por la ciudad gótica que sus palabras oscuras y tremendas viven para describir.

Lo malo, claro está, es que tal como las palomas, estas gárgolas de humo también cagan. Y por eso es mucho mejor mirarlas en las páginas del álbum, que reparar en ellas, atónitos de boca abierta, mientras defecan por encima de tu cabeza.

No hay nada malo en ser sólo un ser humano. Pusilánime, cursi, lastimero, fuerte, seguro o audaz, cualquier cosa. Pues no es la prosa la que constriñe el lenguaje, sino la mitología. Y uno nunca será capaz de escribirse su propia leyenda, a menos que su ceguera sea tal que le impida ver todo lo demás que hay en el mundo. Que es vasto.

Basta.