Para los que murieron engullidos por la tierra.
Y para quienes quedaron muertos o vivos, sobre de ella.
Y claro, para Italo Calvino, también.
No hablaré, pues el año pasado ya lo hice, acerca de las ventanas que gruñían y de los edificios que bailoteaban con violencia. Ya he contado la historia de esa bruma, y de cómo esa mañana quedó tatuada en mi futura y sólida neurosis, para siempre. Y de las calles, los niños y los muertos ya han escrito mucho mejores plumas que la que humildemente aquí se desliza, nuevamente en un 19 de septiembre, para rendir homenaje al día en que nuestro país se quebró, y a los muertos que acompañaron, como es costumbre, a nuestra catártica desgracia.
Es el hecho mágico de que las paredes hayan decidido caerse a las 7:09 de la mañana (aunque cada quien, como siempre en México, tiene una estadística distinta) lo que hoy me ha despertado en el paladar. No fueron los 8.2 o 7.9 grados Richter, que en nuestra experiencia vivencial, son tan iguales entre sí como un baile estrepitoso lo es de otro un poco más estrepitoso. No es lo curiosamente simbólico que resulta el hecho de que hayan sido las paredes y las casas, eso, es decir, aquello que oculta lo que hay en su interior y nos resguarda de la intemperie, lo que haya decidido caerse de una vez por todas, llevándose la sangre que hubiera de llevarse en el proceso, y dejando expuesta a una república desnuda, sin su toga de mentiras y concreto.
Aquí, donde nadie se dice la verdad. En un país fundamentado en la mentira y la necesidad hipócrita de parecer mejor de lo que es. De simular. Una república de empresarios, un prostíbulo de señoritas, una mesa redonda de caballeros especialistas en la usura y el deshonor: México trató de sacudirse a sí mismo de encima, infructuosamente. México se despertó temprano, y puntual llegó a la cita con su purga indiscriminada, pago sangriento de la posibilidad de cambiar. Y México no contaba con que cada mexicano lleva una hora distinta en su reloj, y que la estadística sería uno más de los territorios chuscos y torpes en los que la sociedad se movería en adelante. ¿Eran las 7.09 o las 7.11? ¿Fueron 10,000 o 200,000 mil los que murieron? ¿Fueron 2 o fueron 80 los millones de vidas las que acabarían siendo impulsadas irremediablemente hacia una adultez prematura?
México se sacudió las paredes para poder verse a sí mismo. Y cuando el espejo de una sociedad solidaria reflejó, bajo el cielo oscurecido de la ciudad -cubierta con la bruma de los muertos, los moribundos y los indiferentes- una realidad hipócrita y poco agradable, México se regodeó en la solidaridad de sus pobres, volcados en las calles y removiendo piedra a piedra sus edificios. Porque son los ricos y los pudientes dueños de las microondas y de las letras los que hoy se jactan de la "solidaridad" que nació en ese México, sí, pero fueron mayoritariamente los pobres, y más aún, los MÁS pobres los que se arrastraron por debajo de las piedras para hurgar en la tragedia, sabuesos de una esperanza que -de paso- los redimiera también de su desesperada situación social. Y al menos mediáticamente, y sin ningún afán de brillar, consiguieron salvarse del escarnio y ayudar desinteresadamente a los que pudieron ser ayudados.
Pero nadie lo dice, nadie lo habla: Como en cualquier tragedia familiar, el 19 de Septiembre de 1985 está idealizado como un día de dolor y de bondad. Enterrado bajo la consigna de un silencio políticamente correcto. Y todas las consecuencias políticas y sociales de ese terremoto están siempre bajo una cortina de autoindulgencia que -incluso 22 años después- sigue sirviendo de pedestal para que los miserables de facto, ergo, los políticos, hablen frente a los paupérrimos de condición, y en franco atole con el dedo les alaben (y de paso lo hagan consigo mismos) su condición de "mexicanos solidarios".
Solidarios. Solidaridad. Por alguna razón o por otra, esa palabra es una de las más huecas que puede pronunciar un mexicano. Salvo cuando el interlocutor se refiere a ese día de 1985, la solidaridad es un concepto vacío en la república de la simulación. A la solidaridad se le ha conferido una doble intención, una deshonestidad inherente e incuestionable, un velo de maldad y perversión que sólo las aguas benditas del 85 logran lavar una vez al año. Y es que con esa Solidaridad se construyeron los primeros ladrillos de la maquinaría que nos gobierna hoy en día, y que halló en 1988 su verdadero nacimiento, cuando el humo del temor y la vanagloria de los "solidarios" encontró su oportunidad para hacerse con el poder y terminar de enterrar a México.
Desde entonces, son muchos más los muros. Las ciudad ha reconstruido gran parte de lo que había dejado expuesta su desnudez, y sólo algunos mausoleos del abandono permanecen en pie, en esquinas de Arcos de Belén o casas inclinadas de la Roma en las que el tiempo se detuvo y sus habitantes se quedaron para siempre desnudos frente al frío de la indiferencia política.
La ciudad ha encontrado y erigido sus nuevos tapujos, y aquellos daminificados que no alcanzaron lugar en la lista siguen llorando sus pérdidas, hundidos en organizaciones vecinales y sociales que ya no tienen otra viabilidad que la de darles consuelo y autoayuda. El país se ha volcado apoyando esta nueva "solidaridad institucional" que supone ver por uno mismo y carecer de cualquier viso de memoria histórica o conciencia social por ser "estériles y trasnochados enconos", y ahora hay que ver "hacia delante".
Este México lindo celebra la tragedia del 85, cada año, y siempre ocurre apenas tres días después de que, en una de las fiestas más hipócritas que la constitución prevee, sus presidentes suban hasta lo alto de un balcón virreinal y griten que este amasijo de desigualdad social, amnesia histórica y ultraje económico que resulta ser nuestro país debe vivir. Que viva. Que viva. Que viva.
Y así, a pesar de que como individuo siempre he ubicado el 19 de septiembre de 1985 como el día en que empezó a terminarse mi infancia (que apenas comenzaba), no puedo sino asombrarme de pensar cómo es que, a partir de ese momento, México se ha dedicado a comprar vestidos, parches y ropitas que cubran las heridas de aquella tragedia, en lugar de enfrentar su desnudez de una vez por todas, y dejar de vivir bajo la tierra.
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Y para quienes quedaron muertos o vivos, sobre de ella.
Y claro, para Italo Calvino, también.
No hablaré, pues el año pasado ya lo hice, acerca de las ventanas que gruñían y de los edificios que bailoteaban con violencia. Ya he contado la historia de esa bruma, y de cómo esa mañana quedó tatuada en mi futura y sólida neurosis, para siempre. Y de las calles, los niños y los muertos ya han escrito mucho mejores plumas que la que humildemente aquí se desliza, nuevamente en un 19 de septiembre, para rendir homenaje al día en que nuestro país se quebró, y a los muertos que acompañaron, como es costumbre, a nuestra catártica desgracia.
Es el hecho mágico de que las paredes hayan decidido caerse a las 7:09 de la mañana (aunque cada quien, como siempre en México, tiene una estadística distinta) lo que hoy me ha despertado en el paladar. No fueron los 8.2 o 7.9 grados Richter, que en nuestra experiencia vivencial, son tan iguales entre sí como un baile estrepitoso lo es de otro un poco más estrepitoso. No es lo curiosamente simbólico que resulta el hecho de que hayan sido las paredes y las casas, eso, es decir, aquello que oculta lo que hay en su interior y nos resguarda de la intemperie, lo que haya decidido caerse de una vez por todas, llevándose la sangre que hubiera de llevarse en el proceso, y dejando expuesta a una república desnuda, sin su toga de mentiras y concreto.
Aquí, donde nadie se dice la verdad. En un país fundamentado en la mentira y la necesidad hipócrita de parecer mejor de lo que es. De simular. Una república de empresarios, un prostíbulo de señoritas, una mesa redonda de caballeros especialistas en la usura y el deshonor: México trató de sacudirse a sí mismo de encima, infructuosamente. México se despertó temprano, y puntual llegó a la cita con su purga indiscriminada, pago sangriento de la posibilidad de cambiar. Y México no contaba con que cada mexicano lleva una hora distinta en su reloj, y que la estadística sería uno más de los territorios chuscos y torpes en los que la sociedad se movería en adelante. ¿Eran las 7.09 o las 7.11? ¿Fueron 10,000 o 200,000 mil los que murieron? ¿Fueron 2 o fueron 80 los millones de vidas las que acabarían siendo impulsadas irremediablemente hacia una adultez prematura?
México se sacudió las paredes para poder verse a sí mismo. Y cuando el espejo de una sociedad solidaria reflejó, bajo el cielo oscurecido de la ciudad -cubierta con la bruma de los muertos, los moribundos y los indiferentes- una realidad hipócrita y poco agradable, México se regodeó en la solidaridad de sus pobres, volcados en las calles y removiendo piedra a piedra sus edificios. Porque son los ricos y los pudientes dueños de las microondas y de las letras los que hoy se jactan de la "solidaridad" que nació en ese México, sí, pero fueron mayoritariamente los pobres, y más aún, los MÁS pobres los que se arrastraron por debajo de las piedras para hurgar en la tragedia, sabuesos de una esperanza que -de paso- los redimiera también de su desesperada situación social. Y al menos mediáticamente, y sin ningún afán de brillar, consiguieron salvarse del escarnio y ayudar desinteresadamente a los que pudieron ser ayudados.
Pero nadie lo dice, nadie lo habla: Como en cualquier tragedia familiar, el 19 de Septiembre de 1985 está idealizado como un día de dolor y de bondad. Enterrado bajo la consigna de un silencio políticamente correcto. Y todas las consecuencias políticas y sociales de ese terremoto están siempre bajo una cortina de autoindulgencia que -incluso 22 años después- sigue sirviendo de pedestal para que los miserables de facto, ergo, los políticos, hablen frente a los paupérrimos de condición, y en franco atole con el dedo les alaben (y de paso lo hagan consigo mismos) su condición de "mexicanos solidarios".
Solidarios. Solidaridad. Por alguna razón o por otra, esa palabra es una de las más huecas que puede pronunciar un mexicano. Salvo cuando el interlocutor se refiere a ese día de 1985, la solidaridad es un concepto vacío en la república de la simulación. A la solidaridad se le ha conferido una doble intención, una deshonestidad inherente e incuestionable, un velo de maldad y perversión que sólo las aguas benditas del 85 logran lavar una vez al año. Y es que con esa Solidaridad se construyeron los primeros ladrillos de la maquinaría que nos gobierna hoy en día, y que halló en 1988 su verdadero nacimiento, cuando el humo del temor y la vanagloria de los "solidarios" encontró su oportunidad para hacerse con el poder y terminar de enterrar a México.
Desde entonces, son muchos más los muros. Las ciudad ha reconstruido gran parte de lo que había dejado expuesta su desnudez, y sólo algunos mausoleos del abandono permanecen en pie, en esquinas de Arcos de Belén o casas inclinadas de la Roma en las que el tiempo se detuvo y sus habitantes se quedaron para siempre desnudos frente al frío de la indiferencia política.
La ciudad ha encontrado y erigido sus nuevos tapujos, y aquellos daminificados que no alcanzaron lugar en la lista siguen llorando sus pérdidas, hundidos en organizaciones vecinales y sociales que ya no tienen otra viabilidad que la de darles consuelo y autoayuda. El país se ha volcado apoyando esta nueva "solidaridad institucional" que supone ver por uno mismo y carecer de cualquier viso de memoria histórica o conciencia social por ser "estériles y trasnochados enconos", y ahora hay que ver "hacia delante".
Este México lindo celebra la tragedia del 85, cada año, y siempre ocurre apenas tres días después de que, en una de las fiestas más hipócritas que la constitución prevee, sus presidentes suban hasta lo alto de un balcón virreinal y griten que este amasijo de desigualdad social, amnesia histórica y ultraje económico que resulta ser nuestro país debe vivir. Que viva. Que viva. Que viva.
Y así, a pesar de que como individuo siempre he ubicado el 19 de septiembre de 1985 como el día en que empezó a terminarse mi infancia (que apenas comenzaba), no puedo sino asombrarme de pensar cómo es que, a partir de ese momento, México se ha dedicado a comprar vestidos, parches y ropitas que cubran las heridas de aquella tragedia, en lugar de enfrentar su desnudez de una vez por todas, y dejar de vivir bajo la tierra.
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2 comentarios:
Gracias por esto. Cambio de nombre al país y me veo yo mismo, sin mucho esfuerzo, reflejado en la miseria y desesperanza de un lugar más frío que la muerte, que ni siquiera merece existir, como casi nada.
Un saludo.
Olvidamos con facilidad los seres humanos. Constantemente hay que hacer un esfuerzo para que no te cargue la historia con su repetición vacía... Por esto estuvimos en el parque de San Pedro cronometrando nuestro simulacro, completamente solos... snif..
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