La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

diciembre 04, 2005

Speak Low

Habla suavemente. Dice lo preciso. Cubre su tristeza con un silencio dulce. Evita los cálculos. Defiende su corazón tras caudales de lágrima. Mira como un vendaval. Resiste cualquier caricia edificada sobre sus muslos de bronce. Cede, resiste, cede, resiste, cede, luego, finalmente, resiste con toda la fuerza del pudor más apetitoso.

No es su voz ni lo que dice. No es su temple, su blindaje de plumas. No es su textura, su olor frondoso, su ramaje que resulta ser una telaraña de nubes. No es un ave ni un pez. No es un ser goloso y necesitado de pedestales, micrófonos y furias. No es un vestido entallado o menos aún su talle siempre vestido de caricias mudas. No es tampoco su baile cuidadoso, en el que punta tras punta cuida siempre los helechos mustios culpables, que con sigilo de tempestad acarician el borde de sus pequeños dedos.

Es el amor que le profieren esas hierbas que pisa. Las miradas suculentas de las aves que le llueven y le llueven sobre el hambre desaliñada y tímida que sostiene su pelo salvaje. Son sus ganas de dormir, sus ganas de ser viento, sus ganas de no querer escuchar o decir o entenderlo todo a través de las palabras. Su prisa por ser causa de retoños. Sus besos diminutos. El desierto de sábanas coloridas y cobijas de piedra granito.

Mirarle es espectar la belleza en estado puro. Curiosear y preguntarse cómo es que en las fauces de la oscuridad que vomita el mundo día a día, amanecen a la par tantas pupilas tan dolientes como meritorias de ser perpetuadas. ¿Cómo es que no existen suficientes pinceles, suficientes colores, suficientes palabras para infinitar el deleite instantáneo de beberse suavemente los destellos que ocurren gracias y a pesar de la negrura?

Hay días que quisiera ser cien personas. y no las cien que ya encierra mi oscilante cabeza-cuerpo. No. Cien personas reales. Despertar cien veces. Vivir cien vidas, cien trayectos, cien incertidumbres. Rasguñar cien espaldas y morder cien entrepiernas. Oler cien mil perfumes cada veinticuatro segundos. Olvidar que se es sólo uno. Desvanecer toda frustración bajo el ruido de cien lamentos. Existir a cien entómetros por hora. Morir noventa y nueve veces antes de morir cien, y claro, extasiado por tanto y tan maravilloso ruido. Libremente. Suavemente. Sin una sóla voz cavernosa, debajo de las sienes, que recrimine con crueldad, murmullo tras murmullo, cualquier falta de coherencia.

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