The idea is to remain in a state of constant departure while always
arriving. It saves on introductions and goodbyes. The ride does not require
explanations - just occupants.
La circunstancia humana no cesa de maravillarme. Es una
condena fabulosa. Es una coincidencia apabullante. Las fortuitas variables geológicas
que favorecieron nuestra existencia son verdaderamente absurdas de tan
milagrosas. Apenas y las millas correctas respecto al Sol. La atmósfera más que
precisa. El escudo electromagnético que nos libra del poder destructivo de
nuestra estrella rectora. El momento planetario adecuado. Y esa historia que –dicen—tiene
apenas 30.000 años, en un escenario que cuando menos lleva 4500 millones de órbitas.
Estupefacción y justo ahora, cuando las teclas de plástico ceden
rítmicas y caprichosas ante mis dedos y entonces permiten que “diga” todo esto.
Decir a nadie, en realidad. Abrazado como un náufrago cósmico a ese lenguaje que
siempre es algo onanista y autorreferencial. Pues si no era suficiente
coincidencia la condición biológica que nos otorgó un espacio y un tiempo para
vivir–y para colmo, individuados-
resulta que además se nos dio, aparte, aquello del lenguaje. El código
máximo. La letra fina del Universo: Y es que por más pusilánimes que pudiéramos
sentirnos frente a las especies extraterrestres que pueblan nuestra
imaginación, nadie podría decir que no tuvimos las agallas para ponerle nombre
al infinito. A la inmortalidad. A la trascendencia. Cosas todas que nos son
evidentemente negadas por la propia circunstancia mortal, pero que aprendimos a
abstraer con total solemnidad y desparpajo, desde el principio de los tiempos.
“El principio de los tiempos”, me veo decir (escribir). Ya
sé que es un lugar común sumamente barato, pero no por ello incomprensible. La
efímera oportunidad que supone vivir provoca que todas esas palabras grandilocuentes
sean un tanto cuanto ridículas. Y ya ni hablemos de las explicaciones místicas.
¿Cómo es que hay gente que cree en dios
luego de constatar la pésima broma que supone tener un nombre para todo lo “divino”,
mientras se es asquerosamente mortal? ¿Qué no se dan cuenta de que, si el
mentado dios existiera, sería inmensamente cruel al otorgarnos escasas décadas mientras
que hay una historia que TODOS querríamos saber? Saber que vamos a morir sin la
menor posibilidad de enterarnos a dónde va y cómo es que termina la especie
humana, es casi una comprobación de que nadie “en el cielo” se preocupa por
nosotros.
En resumidas cuentas, si su “dios” realmente existe no sería
otra cosa que un sádico descarado. Dotándonos de lenguaje, de música, de poesía,
pero todo acotado a un cascarón absurdamente frágil y con fecha de caducidad
variable, pero segura.
Siempre que me asombro con esto de la individualidad y la
conciencia, no puedo evitar fantasear cómo sería existir si –por ejemplo—fuésemos
dos o tres personas en lugar de una. El que la conciencia sea una y sea única
es algo que me sobrepasa. Despertar siendo dos. Siendo cien. Siendo mil. Con
las respectivas cabezas y con los respectivos culos. ¿Quién definió que nuestra
conciencia tendría que estar delimitada por un cuerpo y sólo uno? ¿Quién dijo
que tendríamos que limitarnos a ser una sola persona, en un mundo poblado por
siete mil millones?
Y luego está la muerte. No puedo dejar de pensarla. Todos
los días. Y cada vez que lo hago me invade una angustia tremebunda. Imaginar la
muerte es imaginar la nada. El switch que flagrantemente “te bajan” y entonces
ya no hay palabras, ni poesía, ni cocina ni música. Ya no estás tú y sólo tú
percibiendo el tiempo desde atrás del escenario. Se termina todo. Incluso la
palabra “todo”. Todo.
¿Llegará esa resignación de la que se habla y se escribe
cuando alguien trata el tema de morir? ¿Será posible cerrar los ojos para
siempre, desde esa fantasía en la que todos “morimos de viejos”, y dejarse ir?
¿O cómo será morir súbitamente? ¿Qué ocurrirá en la cabeza de los que se mueren
–por ejemplo- en una explosión violenta e instantánea? ¿Alcanzarán a decir,
siquiera, “puta madre, ya fue…”?
Imagino también un
futuro recóndito. Miles. Millones de años adelante. Es clarísimo que nuestra
especie se extinguirá, como todas. Y probablemente antes de lo esperado. ¿Qué
será de los libros entonces? ¿Qué será de las pinturas? ¿Qué pensarán los
exploradores cósmicos cuando lleguen hasta nuestras ruinas? ¿Qué creerán que es
un DVD? ¿Entenderán que para verlo se requiere un lector óptico láser, o
pensarán que en realidad era un utensilio ideado para la fornicación? ¿Y nuestros iPods y nuestros mp3? ¿Sabrán los
alienígenas milenarios que ese cúmulo de ceros y unos en realidad es algo que
debe escucharse y reproducirse con total atención?
Llegarán esas formas vivientes a la superficie de nuestro
planeta. Para entonces, toda nuestra “arquitectura” ya habrá sido engullida de
vuelta por las plantas, los océanos y los ríos. Quizás los edificios más
venturosos sobrevivan a la reasimilación. Rascacielos reposarán raudos en las
ramblas perdidas de la humanidad. Y esos alienígenas, cuyas conciencias quizás
no estén encadenadas a ser individuales sino colectivas, los mirarán con
asombro. En algún lado sobrevivirán fotografías y memorias. Las mirarán
estupefactos, incapaces de entender las sonrisas o el orgullo de aquellos que
fueron retratados millones de años atrás. No entenderán el abrazo voluptuoso
del padre que es fotografiado junto a sus hijos. O la belleza de esos pezones
que se medio intuyen detrás de la camisetita que la extinta protagonista de los
retratos tuvo a bien ponerse el día en que perpetuó su imagen hasta el infinito.
Vivir no es otra cosa, pues, que la algarabía o el espanto ante
lo fútil. La resignación frente a la finitud y la brevedad. La encomienda por
hacer origami con el tiempo, pues –a pesar de que 70 o 25 años no sean sino una
brizna de existencia junto a la longevidad de las piedras- hay instantes ahí en
el medio que pueden desdoblarse, con toda calma-con toda parsimonia, y que desdoblándose logran convertirse en la mismísima eternidad.
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