La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

febrero 24, 2012

Espejito, espejito...

Todavía recuerdo cuando abrí esta chingadera de blog en el 2004, ahogado en un dolor nauseabundo, pero también pudoroso de no vomitarlo con demasiado narcisismo (sin éxito). Y es que días antes de abrirlo, acababa de ocurrir el tsunami de Tailandia y Asia septentrional, así que mis pinches dolores semiadolescentes y pendejos de entonces parecían casi insultantes ante los 200,000 muertos (que luego fueron mucho más, creo) y que se contabilizaban por ahí de esos días.

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Muy de vez en cuando me doy una vuelta por la que era mi mente en esos tiempos. Y es que -francamente- me da bastante penita ese tour, tengo que admitirlo. No porque mi narcisismo, que aún claramente perdura, me diga que yo debí estar haciendo o diciendo otras cosas en esos momentos. Sino más bien porque reconozco, y a la vez encuentro extrañamente ajeno, a ese personaje que era yo a mis escasos 24 o 25 años. Y honestamente me caga la madre.


Eso de no querer leer al yo de antes es, no cabe duda, como cuando uno no quiere verse en el espejo, a sabiendas de que el reflejo en turno está poco menos que de la chingada. Claro que, extrapolado sobre el tiempo, el espejo que te lleva a la que era tu mente de otras épocas, en ocasiones es mucho peor y más cruel que el que pudieras encontrarte hoy (pues hoy, precisamente, ya también te das las mismas licencias y te sientes medianamente en lo cierto respecto a ti mismo). Ya me decía mi loquero que el espejo siempre miente. O que en el espejo siempre nos veremos distintos a como somos. Es lo mismo.

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Lo que empezó principalmente por las puras ganas de seguirle la corriente a mis amigos blogo-Tijuaneros y a los otros muchos blogofílicos que azuzaban mi envidia o me llevaban incidentalmente a encender mis cachondeces fantasiosas con las blogueras de aquel entonces ( y le daría la mención honorífica a una de ellas, pero lo malo es que sigue activa y "no vaya a ser" que se entere); lo que comenzó con unos párrafos malescritos en minutos y que no tenían rumbo ni coordenadas coherentes, acabó por volverse -como para todos los que estuvimos entonces- un delicioso vicio. Y por más vergüenza que hoy me dé el mirarme en las páginas de aquel entonces, sería muy hipócrita negar que durante varios -muchos- años este blog se convirtió en una extensión bastante honesta -o cuando menos congruente- de mí mismo.

Conocí, en el proceso, a mucha gente verdaderamente deliciosa, frondosa, brillante, magnífica. Y toda inmersa en ese jugo impúdico e impertinente que resultaba ser la "blogósfera" de mitad de la década pasada (y también conocí a la bloguera esa, que -por cierto- resultó ser más deseable todavía en su carne y hueso, que lo que jamás será en sus personajes digitales).

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La cosa es que cuando en aquel entonces alguien me cuestionaba por qué demonios le encontraba placer alguno al bloguerismo intensivo, yo siempre respondía que -más allá del clarísimo beneficio de andar histeriqueando sexualmente con seres virtuales más o menos apetecibles- lo que me parecía que estaba por encima de todas las chaquetas mentales, era la posibilidad que seguramente surgiría años después (por ejemplo, ahora) de "leerme en el pasado" y entonces recapitular respecto a lo mucho -o poco- que quizás habría cambiado mi forma de ver el mundo, o de vivirlo a través de mi propia descripción de esa experiencia. Decía entonces que quizás así podría tener una prueba fehaciente de mis decadencias y mis epifanías: El poder mirar atrás como quien mira su propio diario adolescente y ridículo, y encontrar los puntos de convergencia y divergencia con el self del futuro. Y así trazar más o menos claramente el rumbo por el que cada quien había llevado su vida y sus decisiones. En ese punto -justamente- debo decir que no me equivoqué: Para bien o para mal, toda esa fantasía de autoanálisis resultó más o menos cierta.

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Y no digo "para mal" porque me arrepienta de nada significativo. Digo "para mal" porque, de hecho, no sólo es que me lea a mí mismo tan estúpidamente categórico en muchos textos (los que más pena me dan, probablemente) o tan ridículamente poetuitero (valga la expresión actual) en otros. Digo "para mal" porque sin duda me genera mucha culpa y frustración el no haber persistido en la disciplina de vomitar con la frecuencia e intensidad que lo hacía entonces, y por dejar ese hábito tan inofensivo y dedicarme mejor a ser un esclavola contemporáneo. "Para mal" porque, poetuitero o no, cuando menos entonces era congruente con mi deseo de ir dejando migas de pan en el camino a casa de esa bruja antropófaga que resultó ser mi vida "adulta", tiempo después. Bruja que a diferencia de la que pensaba zamparse a los dichosos Hansel y Gretel, nunca encontró su extinción justito antes de engullirme, como en el cuento. Ésta brua me engulló y lo hizo (lo hace) varias veces (al día) y aún ahora me sigue rumiando como una cabra frenética y que no acaba por cagarme de una vez por todas en el retrete mentolado de su castillo de caramelos.

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A todos los que fuimos criados con una pizca de Hansel y Gretel, nos queda claro que las migajas ingenuamente vertidas por Hansel sobre el sendero del bosque en que iban a abandonarle para siempre, no eran más que una ilusión muy bien intencionada y bastante estúpida por volver a los brazos de esos mismos abandonadores que le habían traicionado. Y claro: los buitres, los cuervos y los otros muchos animales del camino bucólico aquel, siempre estuvieron (y estarán) esperando al que pretenda dejarse indicios a sí mismo para encontrar el camino de vuelta a un lugar que no existe.

Cuando leí el "Viaje a Ixtlán", en el clímax de mi apetito mágico de la adolescencia temprana, obviamente no entendí del todo ese final tan aparentemente lúgubre en el que el ficticio Castaneda descubría -amargamente y siendo objeto de todas las posibles burlas de su "gurú" Don Juan- que no había tal cosa como el regreso. A ninguna parte. Y que una vez que se tomaba esa senda, no importaban las migajitas y los signos que uno quisiera dejarse a sí mismo en el trayecto, pues luego de partir no existía más la vuelta a casa (guiño casi psicodélico a los pobres chanchos de engorda que resultaban ser Hansel y Gretel) pues uno no puede volver a esa "casa" ni a ese lugar que resultaba ser uno mismo, años atrás, porque sencillamente, luego de muchas decisiones, todo lugar previo cesa de existir para hacerle espacio al próximo. Y al próximo.

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Lo mismo pasa ahora, con el blog y con sus migajas. No han sido propiamente engullidas por nadie, y sí, permanecen ahí, pero ya prácticamente han perdido todo significado capaz de devolverme a quien fui yo al momento de vertirlas. Y no, no es que nostalgice en lo absoluto respecto a volver a ser tan ridículamente categórico como lo era hace seis o siete años. Todo lo contrario: es más una nostalgia de esas estériles pero frecuentes y sabrosas, y que se vienen cada vez que uno siente ganas de haber sabido más cuando no supo, o de haber podido ser un tanto más parecido a como es ahora, pero justo mentalizándose como pasajero de esos pasados imberbes en los que hizo mal todo aquello que hizo porque simplemente lo consideró cierto y "natural" respecto a sí mismo. Esa sí una gran chaqueta mental (sin duda mi término favorito en todo el caló chilango que jamás haya existido). No mamadas.

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No es que a nadie de los que nunca leerán esto, le importe un pepino mi postura actual. Pero hoy sí que me siento mucho más claro que entonces, aunque no escriba tanto sobre ello y sin duda ya no lo haga de forma tan medida y tan "bonita" como en alguna u otra ejecución lo logré cuando este blog aún respiraba. Y sin escribirlo tanto, hoy más bien lo vivo mucho más y mucho mejor. Congruente con la noción de que todos esos aparentes "clichés" que entonces le atribuía a los treintas y a los treintones, son mayormente ciertos: Las crudas sí son mucho peores. Las pedas son también, mucho menos frecuentes e intensas. El sexo es notablemente más escaso, aunque no por ello peor. Los maestros que detestaba en la adolescencia, muchos son ya figuras que introyecté felizmente en mi cabeza y que hoy respeto con una nostalgia muy agradecida. Procuro no sentir o comportarme como si lo supiera todo o como si aquello que siento tuviera que ser, necesariamente, lo que debieran sentir los otros. He descubierto también los famosísimos "pequeños placeres", pero no por ello me considero un conformista que haya abandonado sus motivaciones, aunque quizás sí sus ideales más grandilocuentes y narcisistas. He aprendido a amar ciertas partes de mi trabajo, ciertos procesos de mi propio pensamiento. Tengo menos miedo a equivocarme porque sé que me equivoco bien y con frecuencia y aún así me lo permito y me lo perdono. También sé pedir perdón. Y no a la virgen, los ángeles ni a ningún otro amigo imaginario, sino a las personas. A las personas que como yo, también se equivocan y equivocándose todavía se sienten en lo correcto. Todo bien, vaya. Sin querer escribir libros de superación personal y todavía desdeñándolos, pero otorgando el beneficio de la duda y la cortesía de la disculpa tanto a los otros, como a mí mismo.

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Me falta hacer y me falta vivir un montón inenarrable de cosas. Y sin llevar una lista de ningún modo precisa, hoy sé seguir mucho más mi propia pasión. No está aún en el lugar ni en el momento que me gustaría. Todavía me restan (si se puede) varios años de "vivir una juventud medio infame con tal de lograr una vejez digna". Pudiera parecer claudicación, pero no lo es. Porque debajo de las formas de hoy y del escaso chance que me dejo para sentir, gozar o escribir disciplinadamente y en un puñetero blog todo aquello que me pasa por la cabeza, la realidad sigo siendo el mismo, pero no. Soy el mismo que es también otro. El espejo presente que se pone de acuerdo con el otro espejo pasado. Y es que los espejos, si algo, saben hacer, es ponerse de acuerdo.

Aunque (se) mientan.

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