La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

septiembre 22, 2010

Terremotos (larguísimo post previo a la Gran Respuesta)

Lo dije ya hace mucho tiempo, pero los meses, para mí, siempre vienen entintados en cierto color. Siempre el mismo.

Es muy probable que se trate de una conducta aprendida en la infancia, pero realmente, no lo sé. Septiembre, para mí, y desde mucho antes del terremoto, ha sido un mes café. Aunque no realmente café sino más bien marrón. Un color que juguetea entre la mierda y la sangre. No es totalmente mierda, no, pero tampoco es totalmente sangre.

Sobra decir lo que ya he repetido hasta el hartazgo. Mis historias acerca del terremoto. Su gran significado en lo que resultó ser mi vida (y la cual no sé si terminará pronto, pero debo averiguarlo la próxima semana). Sobra decir un montón de cosas. Y en realidad, este blog, es un gran "sobra decir", pero lo diré de todas formas.

No, yo no viví la agonía de mi ciudad en ninguna de sus presentaciones. Mis padres, anonadados por el primero de los terremotos (porque fueron dos, y que a nadie se le olvide), tuvieron a bien (mal) dejarme en casa de ciertos parientes, mientras huían buscando un nuevo lugar para vivir, lejos del olor a muerte que pobló esta ciudad durante toda una década. Y también -sobra decir- que lo encontraron: "Allá lejos", cuando todavía el "lejos" estaba a más de una hora de distancia, en Tepoztlán, Morelos, donde -irónicamente- tuve que aprender acerca de la muerte, entre muchas tantas cosas.

Ese Tepoztlán todavía sobrevive en mi memoria. No tenía internet de banda ancha ni tampoco, siquiera, teléfonos que sonaran en cada una de las casas. Era un pueblo cuasivirgen, podría decirse, y que, sin deberla ni temerla, captó a su gran camada de forasteros justamente en aquellas épocas. Entre los que no éramos suficientemente fuertes para ver morir a la ciudad. U olerla. O paladearla. O cualquier cosa.

Viví, pues, mis años más edípicos en el aún más edípico Tepoztlán. Y hoy en día pienso en mi madre de aquellas épocas: Era una muchachita de 27 años. Los mismos años que me resultan irrisorios cuando se plantan frente a mí, empuñando su más categórico nivel.

¿Y cómo podría culpar a mi madre de todos mis males, si ella era simplemente una niñita aún más perpleja de lo que yo me encuentro ahora mismo?

Caminé mi sendero hasta la escuela rural y de vuelta, durante un tiempo que pareció interminable. Visto a la distancia no fueron siquiera tres años. Pero para mí, niño deseoso de caminar su propio sendero, resultaron imprescindibles. Sé que a mi propia madre le provoca una inmensa culpa todo aquel período de libertad que años después, ya de vuelta en la ciudad, le resultó impensable para mis propios hermanos. Pero yo, siendo absolutamente honesto, soporté felizmente toda la discriminación inversa de aquella escuela rural, donde no sólo era yo el "güero", sino también el "chancla mojada", el "miss miji", el "putito" y -a la vez- el favorito de "la profesora". Me endurecí, año tras año, mes tras mes, caminito tras caminito (de la escuela), que gracias a ello aprendí a soportar la exclusión de una vez y para siempre. Y aprendí a quererla, a tolerarla, a asimilarla y a vencerla. Por siempre jamás.

A mi casa llegaban, todos los días, un par de litros de leche bronca. Recién ordeñada de las vacas con las que peleaba -imaginariamente- de camino a la escuela. Recuerdo a Benita -mi nana y la nana de todos, en realidad- hirviendo religiosamente, todos los días, ese par de litros de leche inmasticable, cada día. Cada uno de ellos. Hasta su muerte.

En el jardín más próximo al escondite-casa que hallaron mis padres, habitaba un árbol de ciruelas. Pero no de esas ciruelas de supermercado que son tan redondas y tan perfectas como la cartera de quien las compra. Sino "de las otras". Esas esperpénticas chingaderas amarillas. Ovaladas como el universo. Suculentas siempre y cuando se les robase de su debida rama. Jugosas y sin rumbo. Las ciruelas de Atongo, las Tepoztecas, las olvidadas -a ratos- siempre y cuando no te cayeran en la cabeza. Ah, tantos y tantos días de ciruelas. Tantas ciruelas y tan poco tiempo. Tan poco tiempo y tan pocas excusas...

También robábamos tomates tiernos. Recuerdo muy bien que ahí aprendí a comerlos, porque antes -en mi vida urbana y semidigital- los aborrecía. Martín, un chico de la escuela que acabaría por apedrearme con toda la saña del mundo, fue quien me enseñó el camino. "Mira" -me dijo- "acá enfrentito de tu casa siembran un chingo de jitomates". Y mientras yo confirmaba estupefacto lo que aquel gurú me enseñaba, replicó sin pudor: "Vamos a chingarnos unos cuantos, miss Miji".

Me enseñó entonces que los alambres de púas -a los que mi madre me había hecho temer desde el principio, por aquello del tétano-, podían doblarse y moverse a conciencia. Y penetramos en el huerto de quién-sabe-quién. Cuando todavía había huertos en Atongo. Antes del hormigón y los teléfonos celulares.

Sumergidos entre las plantas, Martín miraba extasiado todos los frutos. Eran apenas lo que hoy se vendería -caro- como "tomate cherry" en los supermercados del esnobismo. Él, simplemente, comenzó a podar. Y a comer. A comer como si no hubiera mañana -valga el cliché- y porque, en realidad, no lo había.

"Ándale, putito, prueba uno. Están buenísimos...". Por la única e indefectible culpa que me había sido implantada en la infancia más remota, yo sentía culpa de cortar y comer aquellos frutos divinos que eran el pleno producto de la real revolución mexicana: "No chingues, Martín. Nos van a cachar y nos van a chingar..." - le decía.

Probé uno, dos. Una docena. Ni siquiera lo recuerdo. En aquella época quemaban pollos vivos a un lado de la casa, así que el gran pedo de los nuevos residentes consistía en no inhalar a esos pobrecitos pollos incinerados. Y ni siquiera eso: Los pollos les valían verga, pero la pinche peste no los dejaba tomar el sol a gusto entre semana.

Visto en retrospectiva -como siempre- aquella certera pedrada que Martín me propinó en la sien fue totalmente merecida. Él me enseñó a cazar ajolotes. A robar tomates. A caminar caminos. Y yo, putito preconcebido como él siempre lo vió- le respondí con mariconerías. Siempre mi pánico ante la autoridad. Siempre chingando la fiesta -vaya-.

Y sin embargo crecí en aquel entorno, y me dejé de mariconadas eventualmente. Me enamoré de dos o tres vecinitas. Aprendí a sacarle jugo a mis 20 minutos de camino hasta la escuela. Ya fuera chingando a los "bueyes" (vacunos) o escapando de los toros. Y de regreso, claro, aprendí a manipular en manos de esos primigenios tepoztizos que ya se anidaban sobre la calle de Ignacio Zaragoza (que sigue sin pavimentar, gracias a Fox).

Como todo lo sobrante, sobra decir que aquella experiencia rural fue determinante en mi vida. No sé qué sea de Martín o de Maribel, la niña que me gustaba en la escuela. Sé que, muchos años después, me enamoré de otra Maribel, y que buena parte de ese amor tenía que ver con el puro amor que le tengo al nombre en sí mismo. La maestra, Celia, ya era cincuentona en aquellos tiempos. Y hace no mucho pasé por la mercería que tenía en pleno centro y la descubrí ancianísima. Y no le dije "hola" -me arrepentí- pero su mirada perdida me desinfló todas las ganas de provocar a su memoria. Quizás me equivoqué -seguro- pero de eso, ya no más.

Mi historia con Tepoztlán es mucho más larga que esta breve introducción. Y la escribo solamente porque no sé si la muerte me esté acechando, pero me han dicho que es posible. Y sólo por eso, sin duda, quise dejar constancia de lo mucho que me forjó ese pedazo de vida "REAL". De lo mucho que extraño a un Martín que me apedree cuando estoy siendo un imbécil, una leche bronca que hierva durante horas para recordarme que nada está dado, y una maestra Celia que quizás ya está muerta desde hace años, pero que pervive -sin duda alguna- en el mismísimo centro de mi corazón. Y que apenas hace un par de días encontré el mismísimo centro. Y que lo añoro estúpidamente. Igual que a Tepoztlán. Igual que a los tiempos en los que no había teléfonos ni páginas ni otra cosa que no fueran las ciruelas. Los niños, entonces, añorábamos el tiempo de ciruelas. Y aprendíamos a trepar los árboles sólo por ello.

Y tras bajar, con las manos llenas de aquel estúpido tesoro, nos enamorábamos -y enamorábamos- a las niñas, a las madres, a los viejos. El mundo era más simple y yo...

Yo no me sentía viejo.

septiembre 08, 2010

Intervalos epifánicos desechables.

Mis muchos años de psicoanálisis ecléctico todavía no me han provisto de una sana respuesta. Y es que, por más que pretenda alejarme de lo que el universo del cliché persiste en llamar "las femme fatale", dichos personajes siguen siendo los que más provocan mis reacciones, conocen mis botones, y me llevan al delirio.

Atrás quedó el tiempo en el que supedité a mis congéneres (entendiendo esta palabra como se debe. es decir, compartientes de género sexual, ergo, hombres, varones o changos con pito entre las patas). Y es que hace mucho proclamé mi fascinación por mis no congéneres y su cuasigenética capacidad para construir laberintos pertinentes. Más allá de lo freudiana que podría ser la explicación, yo simplemente hallo a las mujeres mucho -pero mucho- más interesantes que a los hombres (y por ende, que a mi mismo). Sin calificativos de bien o mal. Sin maniqueísmos, pues. SImplemente más interesantes.

Pensé en escribir un post lisonjero, apapachador, suave. Y no por que ella necesite menos, sino porque en mitad de la noche me resultaba adecuado. Y todas las imágenes y los abrazos metafóricos que se suscitaron en ese punto, no dejan de tener validez, pero tampoco van aquí.

Aquí sólo mi propia fustigación. Mi pequeño instrumento de tortura. Por lo menos hasta mañana. Mañana -con ella, quizás, o sin ella, lo más probable- habrán reposado todas las lisonjas. Y se habrán despojado de cualquier elemento cursipendejo whatsoever.

Esperaré hasta entonces. Sin contar los minutos. Pero eso, claro, no es gracias a mí o a la noche. Ahí habría que agradecerle a Pfizer y su adorado Alprazolam. El mismo que me pondrá a dormir en breves minutos, y del que quisiera tener -algunas veces- un cierto ducto pirata para ordeñar de las benzodiazepinas, toda la calma que me hace falta.


Espero que el ostracismo al que estoy a punto de suscribirme, haga las veces de semejantes drogas. Y si no, pues

les pido

Ayúdenme a callar. (Pero no por fuera).

Mejor por dentro.

septiembre 06, 2010

Hombre al agua.

Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de labor, cuando sus deseos se hayan
cumplido, el Sabio, despreciando las vanidades del mundo, se aproximará a los humildes, a los
desheredados, a todos los que trabajan, sufren, luchan, desesperan y lloran aquí abajo.
Discípulo
anónimo y mudo de la Naturaleza eterna,
apóstol de la eterna Caridad,permanecerá fiel a su voto de
silencio.
En la Ciencia. en el Bien, el Adepto debe para siempre
CALLAR.

Fulcanelli: "El Misterio de las Catedrales"


Ayer, un viejo-amor y ahora-muy-querida-amiga me pidió que leyera y opinara sobre su recién cocinada página web. No me tomó más de 30 segundos encontrar los errores ortográficos y gramaticales en sus textos. Y a pesar de que creo en su idea originaria, tuve que decirle que sus "párrafos de venta" me parecían desordenados y difíciles de entender. Tal vez no para mí, porque la conozco tan profundamente que podría haberla parido, indiscutiblemente. Pero para cualquier "aventurado visitante", esa filosofía que trataba de resumir en tres párrafos era simplemente incomprensible y muy probablemente molesta.

No sé cómo. Bueno, sí sé. Pero prefiero pretender cual si no supiera cómo me volví un analista semántico enfocado a la mercadotecnia y la usabilidad de las páginas web. Acá, en mi terruño virtual, soy todavía más tortuoso e incomprensible que lo que mi amiga pretende ser en sus tres párrafos por sección. Mi prosa, tal y como le vi calificar a Álvaro Enrigue aquellos hermosos disparates de Monsiváis, es algo verdaderamente repugnante y retorcido. Sobre todo cuando quiero expresar una idea que en mi cabeza califica con un grado de certeza cuasisublime, pero que al momento de aterrizar es simplemente incomprensible e inexplicable, carente de enunciados que mi mente sea capaz de construir. Y juro que no es por las putas ganas de hacerme el hermético/interesante.

Hace no mucho tiempo mi querido amigo Francisco Goldman me dijo, en la peda -claro- y tajantemente, que yo no soy un escritor por donde quiera que se me vea. Él me sugiere que intente el cine, la pintura, la chaqueta ilustrada: Todo menos escribir porque -según él- carezco de la disciplina que un escritor debe abrazar cada que se enfrenta a su obra. Sobra decir que semejante juicio destruyó cualquier aspiración que me quedase en el doblefondo literario de mis ansias. Y digo: Tampoco es culpa de Frank. Yo mismo he soslayado mis proyectos personales al punto que soy el mismísimo cliché del pendejo treintañero que ya no hizo lo que quizás pudo. Nada nuevo. Harto triste.

Sin embargo <-- (y con todo lo que detesto semejante expresión), hoy debo anunciar que me largo. Perdón por la rima, pero así es. Me largo y me largo al ostracismo. Me largo a donde Frank no me encuentre. (subjuntivo, carnal). Me largo a donde pueda escabullirme de mí mismo y -tarde, pero mejor que nunca- pueda comenzar a terminar (sic) todos mis textos inacabados.

No me largo de todos. O de nadie. Seguiré, posiblemente asequible, en los números que ya le compré al Big Brother desde que despertó de su letargo Orwelliano. Y no va a ser fácil. Porque no sólo huyo de mi hueva y de mi aburrimiento, sino que también estoy dejando atrás esa disponibilidad amorosa que tengo para con la mujer más significativa de mi vida (y no, Woody, no es mi madre ni tampoco mi hijastra). Y estoy seguro que me va a costar.

Pero no puedo postergar estos deseos. No se vale. No es justo, por donde quiera que se le vea. Yo no nací para encantar a los mercadólogos de ninguna parte. Puedo hacerlo, sí, y lo seguiré haciendo, también. Pero ese, perdón, NO es mi destino. Y tampoco mi destino existe, porque la vida que he llevado ya me enseñó que no hay otro supuesto "destino" que el trayecto en sí mismo. Y aunque ya sea un cliché, hoy tengo que separarme de esa convención para olisquear la soledad. Tengo que modificar el trayecto, para poderlo abrazar humildemente y sembrar sobre él cualquier posibilidad de amor.

No sé si estoy cometiendo el error de mi vida. Lo dudo. Creo que ese puede ubicarse hace más de 15 años, cuando -categóricamente- me creí capaz de hacer mi propio camino, sin haberme deshecho del que me fue implantado. Y no importa. Hoy sólo quiero pasto, frío, calor, simplicidad. Quiero no tener televisión. Quiero encontrarme lejos de todos. Y quiero acabar ese libro, ese guión, esa historia. La que sea.

Antier me enteré que Elsa Cross escribió el poemario con el que llevo trabajando desde los 16 años. Le puso el mismo nombre y escogió el mismo tema. Tengo -claro- que ir a comprarlo. Le dieron el premio nacional de poesía. A esa idea. A la misma que tengo desde que me propuse hacer poesía. Elsa Cross. La ex-mujer de Juan Tovar. El traductor de Castaneda. El Harry Potter de mi generación (y varias anteriores).

No me importa si el Nadir ya fue publicado. El Nadir no es una persona. Se escribe con minúscula: nadir. Es el punto más alto de la noche. En donde no hay atisbos del día. En donde las brujas solían bailar, y donde la muerte sirve su ensalada. Qué va. Seguro hay otros nombres para eso. Porque de nombres está hecho el hartazgo. Ay, los putos nombres.

Nos creemos tanto por el simple hecho de poder nombrar.

Uno quisiera entender la vida sin lenguaje. Pero es imposible. Y así se explica el fanatismo de todos los malditos locos del mundo. Tienen demasiadas sílabas. Demasiadas palabras. Demasiadas ideas.

Es entonces cuando uno abraza a Fulcanelli. Y sus últimas letras. Y entiende el valor de -finalmente- callar.