La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

septiembre 22, 2007

El mundo humeante

En el blog político hay mucho más. Aquí sólo descansan mis horas.

Llegan los días en los que todo carece de sentido. Las horas que por más que se acumulen, no logran importarnos. Los minutos de humo en los que nuestra insaciable y prontuita brevedad impera, y todo lo que no huele a ella, acaba por desvanecerse entre las venas de un perfume inacabado o mal llamado intenso, mismo para el que la vida es un acertijo prescindible y liviano, y todo lo que a ella se asemeja puede trazarse dentro del mismo perímetro de aburrimiento en el que concurren todas las cosas.

Llegan esos días, y no llegan. Están, y no sólo eso: lo hacen con un enfatismo digno de los dioses y de los cataclismos. Ocurren segundos que no se cuentan, y que sin desparpajo alguno transcurren, discurren y se escurren entre los dedos de una esperanza tan vana como los desechos que de los días nos dejan los impregnados de la desmemoria. Olvidados están aquellos de quienes puede tranquilamente olvidarse. Y no existe más culpa que la que impulsa el aburrimiento de quienes se nombran cansados de vivir, y luego viven para lo mismo.

Así es como llega aquel segundo de ingravidez en el que una cabeza desmemoriada se encuentra a sí misma, mirando el retrete de un baño de segunda. Y así es como todos concurrimos, cada quien con sus instantes, en los pliegos más enjutos de nuestras ganas. Luego, mirando sin mirar, orinamos largamente sobre la piscina de silencio que descansa frente a nuestros ojos. Y pensamos sobre aquellos que están medio piso abajo y descarnados, en plena pasión, tercos e ignotos: pero eso sí, vociferando. Este mundo es mundo porque bajo sus cobijas crepita una sociedad con creces.

Humeantes tarabillas que explican nuestro hastío: Soles dentro de las horas, dentro de los días, dentro de los mares.

Sílabas idiotas y ausentes, carne para el humo: argumentos insulsos que repican como campanas en un pueblo donde no les escucha nadie.

Así es como pervive esta sociedad humeante. Este mundo humeante. Esta caldera de sinfonías inconclusas, perversa y solidaria, geométrica y difusa. Esto no es nada sino todo. Y todo no es más que un apellido que se le pone a lo profundo. Demonio sin dios. Carne sin deber ni latifundios: Restringidas las manzanas, las horas y los días.



¿Libres? Libres nada más los que se salvan del gerundio.

septiembre 19, 2007

22 años después...

Para los que murieron engullidos por la tierra.
Y para quienes quedaron muertos o vivos, sobre de ella.
Y claro, para Italo Calvino, también.



No hablaré, pues el año pasado ya lo hice, acerca de las ventanas que gruñían y de los edificios que bailoteaban con violencia. Ya he contado la historia de esa bruma, y de cómo esa mañana quedó tatuada en mi futura y sólida neurosis, para siempre. Y de las calles, los niños y los muertos ya han escrito mucho mejores plumas que la que humildemente aquí se desliza, nuevamente en un 19 de septiembre, para rendir homenaje al día en que nuestro país se quebró, y a los muertos que acompañaron, como es costumbre, a nuestra catártica desgracia.

Es el hecho mágico de que las paredes hayan decidido caerse a las 7:09 de la mañana (aunque cada quien, como siempre en México, tiene una estadística distinta) lo que hoy me ha despertado en el paladar. No fueron los 8.2 o 7.9 grados Richter, que en nuestra experiencia vivencial, son tan iguales entre sí como un baile estrepitoso lo es de otro un poco más estrepitoso. No es lo curiosamente simbólico que resulta el hecho de que hayan sido las paredes y las casas, eso, es decir, aquello que oculta lo que hay en su interior y nos resguarda de la intemperie, lo que haya decidido caerse de una vez por todas, llevándose la sangre que hubiera de llevarse en el proceso, y dejando expuesta a una república desnuda, sin su toga de mentiras y concreto.

Aquí, donde nadie se dice la verdad. En un país fundamentado en la mentira y la necesidad hipócrita de parecer mejor de lo que es. De simular. Una república de empresarios, un prostíbulo de señoritas, una mesa redonda de caballeros especialistas en la usura y el deshonor: México trató de sacudirse a sí mismo de encima, infructuosamente. México se despertó temprano, y puntual llegó a la cita con su purga indiscriminada, pago sangriento de la posibilidad de cambiar. Y México no contaba con que cada mexicano lleva una hora distinta en su reloj, y que la estadística sería uno más de los territorios chuscos y torpes en los que la sociedad se movería en adelante. ¿Eran las 7.09 o las 7.11? ¿Fueron 10,000 o 200,000 mil los que murieron? ¿Fueron 2 o fueron 80 los millones de vidas las que acabarían siendo impulsadas irremediablemente hacia una adultez prematura?

México se sacudió las paredes para poder verse a sí mismo. Y cuando el espejo de una sociedad solidaria reflejó, bajo el cielo oscurecido de la ciudad -cubierta con la bruma de los muertos, los moribundos y los indiferentes- una realidad hipócrita y poco agradable, México se regodeó en la solidaridad de sus pobres, volcados en las calles y removiendo piedra a piedra sus edificios. Porque son los ricos y los pudientes dueños de las microondas y de las letras los que hoy se jactan de la "solidaridad" que nació en ese México, sí, pero fueron mayoritariamente los pobres, y más aún, los MÁS pobres los que se arrastraron por debajo de las piedras para hurgar en la tragedia, sabuesos de una esperanza que -de paso- los redimiera también de su desesperada situación social. Y al menos mediáticamente, y sin ningún afán de brillar, consiguieron salvarse del escarnio y ayudar desinteresadamente a los que pudieron ser ayudados.

Pero nadie lo dice, nadie lo habla: Como en cualquier tragedia familiar, el 19 de Septiembre de 1985 está idealizado como un día de dolor y de bondad. Enterrado bajo la consigna de un silencio políticamente correcto. Y todas las consecuencias políticas y sociales de ese terremoto están siempre bajo una cortina de autoindulgencia que -incluso 22 años después- sigue sirviendo de pedestal para que los miserables de facto, ergo, los políticos, hablen frente a los paupérrimos de condición, y en franco atole con el dedo les alaben (y de paso lo hagan consigo mismos) su condición de "mexicanos solidarios".

Solidarios. Solidaridad. Por alguna razón o por otra, esa palabra es una de las más huecas que puede pronunciar un mexicano. Salvo cuando el interlocutor se refiere a ese día de 1985, la solidaridad es un concepto vacío en la república de la simulación. A la solidaridad se le ha conferido una doble intención, una deshonestidad inherente e incuestionable, un velo de maldad y perversión que sólo las aguas benditas del 85 logran lavar una vez al año. Y es que con esa Solidaridad se construyeron los primeros ladrillos de la maquinaría que nos gobierna hoy en día, y que halló en 1988 su verdadero nacimiento, cuando el humo del temor y la vanagloria de los "solidarios" encontró su oportunidad para hacerse con el poder y terminar de enterrar a México.
Desde entonces, son muchos más los muros. Las ciudad ha reconstruido gran parte de lo que había dejado expuesta su desnudez, y sólo algunos mausoleos del abandono permanecen en pie, en esquinas de Arcos de Belén o casas inclinadas de la Roma en las que el tiempo se detuvo y sus habitantes se quedaron para siempre desnudos frente al frío de la indiferencia política.

La ciudad ha encontrado y erigido sus nuevos tapujos, y aquellos daminificados que no alcanzaron lugar en la lista siguen llorando sus pérdidas, hundidos en organizaciones vecinales y sociales que ya no tienen otra viabilidad que la de darles consuelo y autoayuda. El país se ha volcado apoyando esta nueva "solidaridad institucional" que supone ver por uno mismo y carecer de cualquier viso de memoria histórica o conciencia social por ser "estériles y trasnochados enconos", y ahora hay que ver "hacia delante".

Este México lindo celebra la tragedia del 85, cada año, y siempre ocurre apenas tres días después de que, en una de las fiestas más hipócritas que la constitución prevee, sus presidentes suban hasta lo alto de un balcón virreinal y griten que este amasijo de desigualdad social, amnesia histórica y ultraje económico que resulta ser nuestro país debe vivir. Que viva. Que viva. Que viva.

Y así, a pesar de que como individuo siempre he ubicado el 19 de septiembre de 1985 como el día en que empezó a terminarse mi infancia (que apenas comenzaba), no puedo sino asombrarme de pensar cómo es que, a partir de ese momento, México se ha dedicado a comprar vestidos, parches y ropitas que cubran las heridas de aquella tragedia, en lugar de enfrentar su desnudez de una vez por todas, y dejar de vivir bajo la tierra.




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septiembre 13, 2007

Vistazos al terror...

Desde hace ya unos buenos años, he tenido muchas fantasías mortuorias, la mayor parte conmigo mismo.

Invariablemente, cada vez que me veo detrás de un volante, conduciendo -como hace unos días- en la escarpada carretera libre a Toluca, o en cualquier otra, y viéndome mantener mis manos firmes sobre el volante, sobre la recta, entre las curvas, mientras piso el acelerador para alcanzar una velocidad sabrosa y estable, imagino lo fácil que sería morir en ese momento. Lo fácil que sería enviar una señal hasta mi mano izquierda y que esta jalara violentamente el volante en dirección contraria a las manecillas del reloj. El auto entonces acometería contra la orilla de la carretera y quizás se volcaría, estrellándose estrepitosamente contra los árboles que hay en el centro, mismos que aplastarían el toldo -junto con mi cráneo- y entonces yo, y toda esta patética fantasía, dejaríamos de existir. Y en esa negrura inconcebible ya no puedo pensar, porque en principio está privada de mi conciencia de ser, y ya estoy muerto, y nunca volveré a vivir.


Cuando pienso todo esto, mientras mi narcisismo me obliga a mantener las manos aún más firmes sobre el volante, no puedo dejar de considerar ridícula toda relación con el pensamiento- mágico religioso y el afterlife. Para los innumerables creyentes religiosos, esotéricos o fanáticos, unos segundos o nanosegundos después de habérseme destrozado el cerebro y muerto mi cuerpo, comenzaría una nueva existencia, en otra dimensión, en la que dios se dispondría a darme una visa para el cielo, el infierno o el afamado purgatorio. Y durante miles de años y/o el resto de la eternidad (que es lo mismo y que sigo sin comprender porque se le llama "el resto"), ese yo etéreo deambularía en una experiencia vivencial pero mortuoria de la que ya no habría ninguna escapatoria. Ridículo. Ingenuo. Hilarante, si se le toma con la suficiente ironía.


Y es que, desde que Aura murió, pero también cuando han muerto otros personajes importantes que han poblado mi experiencia de vida, mi reacción emocional inmediata es sentir la presencia pertubadora de la muerte, con una frecuencia espeluznante, y en momentos tan disímiles como simbólicos. Defecando, comiendo, follando con firmeza o con displiscencia, no puedo dejar de pensar en que la muerte está ahí, mirando, y en que podría exhalar su vapor terminal sobre mi cabeza en ese preciso instante, y en que mi vida, como la conozco, no habría sido suficientemente buena. Suficientemente completa. Suficientemente interesante. Suficiente.

Porque cuando la gente muere, casi siempre mueren con ella sus historias y sus proyectos. No todos tienen un galante culminador de sus pendientes, y -aunque ese ingenioso hidalgo los culmine- uno ya no está ahí para cosechar las lágrimas, las bofetadas o las risas. Y no es lo mismo. La vida no es lo mismo sin uno.


¿Qué pasaría mañana si muriese en los próximos sesenta segundos? ¿Qué ocurriría si un arrebato sistémico aniquilara mi corazón y dejara de existir para siempre ahora mismo? ¿Estaría muriendo satisfecho de mí? ¿Pensaría, como Aura, en todo lo que no he tenido tiempo de hacer por comerme una hamburguesa o por decirle buenos días a la persona que menos me interesa en el mundo, mientras tiro la basura cada mañana? ¿Moriría amablemente, o acaso un dejo incontroloable de rencor me haría morir sumido en una amargura erigida sobre todo lo que aún tengo inconcluso y que podría forjar cerros del tamaño de huracanes en mis últimos segundos de existencia?

Porque, cuando alguien muere, se convierte siempre en un espejo. Y en ese espejo me miro y pienso: Mañana no daré los buenos días. Mañana no esquivaré las olas de tráfico por nada. Mañana viviré a tope. Mañana intentaré caminar un paso más sobre el porcentaje de satisfacción versus insatisfacción de mi vida. Bullshit. Se acaba el tiempo, siempre, en cada momento. Y los paradigmas no sirven para nada. Bondad, belleza, amor: Todo es tan relativo como un beso. Como el próximo beso. Así que cínica y honestamente, me dejaré besar y ser besado en paz.

Porque no soy Van Gogh, ni cortarme una oreja serviría de nada: Tomaré lo que pueda ahora. De quien se deje. Vil vampiro.


Porque mañana, mañana podría estar muerto.