Todavía no regreso a la realidad del todo. Enfrentar la desaparición de las personas siempre me ha costado largos períodos de adaptación y readaptación. De cabildeos internos entre la tristeza, el asombro y la estupefacción.
Es así que hoy no tengo mucho qué decir. Solamente les dejo otra probada, como hace más de un año lo hice, del comediante más valiente de Estados Unidos y su discurso en la cena de corresponsales de la casa blanca en 2006.
No tiene subtítulos. Estoy trabajando en unas versiones en español. Los que entiendan bien el inglés, disfrútenlo. Son 15 minutos que han dejado boquiabierto a medio mundo.
Ah, y busco voluntarios para integrar los mentados subtítulos en el video. Interesados escríbanme al mail.
PARTE 1:
PARTE 2:
Salud.
La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.
agosto 28, 2007
agosto 17, 2007
Soprano no es soplano.
En un mundo en el que la televisión es la gran educadora de las conciencias, además de ser la gran ejemplificadora de la idiosincrasia de uno u otro país, yo -sencillamente- me confieso rendido ante su poder. Soy -en efecto- un temible consumidor de televisión local y foránea. Desde pequeño, muy a pesar de la censura jipiteca de mis padres, drené mi potencial infantil durante largas horas de caricaturas incalculables y series detectivescas dobladas al español. Y como (casi) toda mi generación, crecí bajo los modelos y estereotipos que el canal 5 -y muy posteriormente la televisión por cable- bombardearon sobre una inexpugnable masa de púberes y adolescentes cansados del anacronismo del "chavo del ocho" o del "canal de las estrellas", y que encontraron su sino en los patéticos territorios de Michael Knight, Magnum P.I., MacGyver, Hunter, la "reportera del crimen" y poco después, abrumados por sus hormonas, descubrieron las delicadezas de la tensión sexual junto a Kevin Arnold y Winnie Cooper en "Los Años Maravillosos".
Lo malo, en mi caso, es que esa ansiedad mitificadora -mal o bien sublimada a través de la televisión- no sólo no terminó con el hartazgo que producía la eterna repetición de aquellas series televisivas que cruelmente dibujaron mi pubertad. El ritual, en lugar de terminar, se hizo aún más fuerte entre mis hábitos cotidianos, y entonces la "tele" se volvió una de las más inofensivas pero persistentes drogas que jamás se asomaron por mi vida. Aún hasta el día de hoy. Y sin los más mínimos hard feelings.
Mi trabajo entre las insondables y repetitivas arterias de la investigación de mercados se convirtió en la mejor excusa para seguir participando del ritual televisivo sin la menor culpa intelectual. Aun en mis más altas crestas inspiracionales de puro y llano esnobismo filosófico, siempre me tomé cuando menos unas horas cada semana para "mantenerme fresco" respecto a la basura mediática en turno, y -desde luego- frente a la fidelidad que alguna u otra serie me ha provocado durante mis concurrentes años de esta, mi supuesta edad "adulta. Era y "es" mi trabajo. De otro modo sería incapaz de confrontar las respuestas casi autómatas de los "grupos" que de cuando en cuando "estudio". No sabría diferenciar a George Clooney de la "Banda Machos" y -peor aún- no podría conocer inmediatamente el alto contenido discursivo de cada una de sus propuestas.
Es así que, excusas hechas y bien afincadas, hoy sigo siendo un feliz couch potato que conoce perfectamente las minucias de la producción televisiva, nacional y gringa, junto con todos los detalles estadísticos y económicos de cada éxito y fracaso televisivo. Y, no sin sentir algo de culpa, debo confesar que el fenómeno de "Los Soprano" nunca había trascendido hasta el ámbito de mi interés hasta este preciso momento. Consciente de su temática y su narrativa, pero incapaz de pagarle a HBO los 25 dólares que cuesta incorporar su programación a mi menú de opciones, nunca estimé importante hacerle caso a esta serie de mafiosos de New Jersey que -muy equivocadamente- consideraba una mala copia de las incontables aproximaciones que del fenómeno mobster se han realizado en cine y televisión. Y debo decir muy; MUY equivocadamente.
Pero como todo lo que llega a México (y esta es una excusa muy vil), "Los Soprano" llegaron a mí tras casi 7 u 8 años de haber despedazado los convencionalismos mediáticos de la televisión gringa. Inmerso en una depresión epopéyica, y azuzado por los paralelismos que mi querido Frank Goldman no repara en hacer acerca de Dr. Melfi (suculento personaje de la serie) y su situación personal propia (terrible tragedia de la vida real), me vi en la oportunidad de insertar cuatro temporadas en mi DVD y recetármelas intensivamente. Es decir: una insuperable chance de obtener mi degree en "Los Soprano", sólo para maravillarme del poder dramático de su propuesta televisiva, y de la magistralidad de sus guionistas y realizadores.
Sería absurdo y enteramente somnífero recetar, en estos prescindibles párrafos, la inmensa cantidad de líneas y parlamentos que me han resultado sublimes en estos pocos días de sobredosis soprana. La serie es sencillamente cautivadora y avasallante. Y lo es porque es capaz de seducir a todo tipo de espectadores, tal como "El Padrino" de Scorsese lo hizo en su tiempo. Está, obviamente, esa lineal pero también adictiva trama gangsteril, plagada de suspenso y violencia casi gratuita, capaz de fustigar las exigencias de más de un 80% de los fieles seguidores de la propia serie. Esa es cosa juzgada, y los números, y las consiguientes temporadas, y los innumerables premios de todo tipo hablan realmente por sí solos, al menos en lo que respecta a lo inteligible y seductora que resulta la fórmula en sí para el espectador promedio. Pero detrás de su éxito hay un universo entero de sutilezas casi teatrales, y que -para mí al menos- resultan ser lo verdaderamente mágico acerca de "Los Soprano" y su aparentemente "naca" (en términos de New Jersey) historia. Y es, por sobre todas las cosas, una magia inteligente y creativa. Forjada a través de signos tan sutiles como una mueca, una mirada, una suspicacia fílmica retratada en cierto personaje, y que termina por llenarte la cabeza de una infinidad de historias que no son necesariamente regaladas mediante frases o palabras. Pero que sin embargo, desde el primer momento, te son inferidas mientras la propia serie te educa acerca de los valores y el "way of life" de un débil pero despiadado ghetto como resulta ser el de la mafia italo-americana.
Y es que hay otras muchas cosas que debiera admitir. Por ejemplo, el hecho de ver a un Tony Soprano sentado en el sillón de una terapia pseudo-psicoanalítica -muy al estilo control freak americano- y ser partícipe de su renuencia y su temible encabronamiento frente a la interpretación pura y dura que sólo un buen terapeuta (hail, Dr. Melfi) puede hacer. Y luego mirar cómo este anti-héroe se abre camino entre la comodina y autoindulgente sociedad americana para convertirse en un personaje de culto. Todo en menos de una década. Todo porque -siendo honestos- este antihéroe tiene y ejercita su capacidad para ofender, herir y también matar. Y todo porque, en un arrebato de genuina genialidad creativa, los guionistas de "Los Soprano" tuvieron a bien el colocar, con toda su cruda humanidad, a un personaje que suave y mucho más inteligentemente que cualquier gringo promedio, representa a la propia sociedad americana y a su odio/fascinación por "il capo di capi", todo esto comprimido frente a la cámara, bajo un guión, dentro del alma de una actriz prodigiosa, y resuelto en una estrecha falda de lana cruda que responde al nombre de -la adorable y perversa doctora- Jennifer Melfi.
Soy un adorador de las historias. Y soy aun más adorador de las buenas historias. Y resulto ser un implacable fanático de las historias que son además metahistorias: historias dentro de las historias que, a su vez, están dentro de "Otras" historias. Y esto escasamente puede verse en la televisión norteamericana. Sí, se ve frecuentemente en grandes filmes. Particularmente en los que escribe Charlie Kaufman, o en algunos que ha fraguado Woody Allen, o en otros que ha dirigido Terry Gilliam. Pero no suele verse tan a menudo en la soberana televisión. Poniendo el caso de la multicelebrada pero paupérrimamente vista "Huff", otra serie de una inteligencia superior a la de sus espectadores, Los Soprano ha logrado sobrevivir gracias a sus múltiples capas e interpretaciones. Gracias a que toca una fibra que le compete, de algún modo o de otro, a cualquiera que le ponga la debida atención. Y esa es una verdadera magia. Una magia que no se palpa todos los días.
Termino mi apología con una de las innumerables frases que, dentro de todo ese universo maravilloso y no verbal que tienen "Los Soprano", ha logrado cautivarme un poquito más que lo acostumbrado. Esta es, obviamente, una conversación entre Tony Soprano -jefe en turno de la mafia italiana en New Jersey- y su valiente y aterrada siquiatra, mientras discuten acerca de la inclinación de Anthony Junior, hijo de Tony, hacia ciertas ideas existencialistas que de pronto ha dejado caer sobre el desayunador de su casa. Y esta es Doctor Melfi hablando sobre el existencialismo:
Dr. Melfi: "When some people first realize that they're solely responsible for their decisions, actions and beliefs, and that death lies at the end of every road, they can be overcome by intense dread."
Tony Soprano: "Intense dread?"
Dr. Melfi: "A dull, aching anger that the only absolute truth--is death."
Tony Soprano: "I think the kid's onto something..."
Lo malo, en mi caso, es que esa ansiedad mitificadora -mal o bien sublimada a través de la televisión- no sólo no terminó con el hartazgo que producía la eterna repetición de aquellas series televisivas que cruelmente dibujaron mi pubertad. El ritual, en lugar de terminar, se hizo aún más fuerte entre mis hábitos cotidianos, y entonces la "tele" se volvió una de las más inofensivas pero persistentes drogas que jamás se asomaron por mi vida. Aún hasta el día de hoy. Y sin los más mínimos hard feelings.
Mi trabajo entre las insondables y repetitivas arterias de la investigación de mercados se convirtió en la mejor excusa para seguir participando del ritual televisivo sin la menor culpa intelectual. Aun en mis más altas crestas inspiracionales de puro y llano esnobismo filosófico, siempre me tomé cuando menos unas horas cada semana para "mantenerme fresco" respecto a la basura mediática en turno, y -desde luego- frente a la fidelidad que alguna u otra serie me ha provocado durante mis concurrentes años de esta, mi supuesta edad "adulta. Era y "es" mi trabajo. De otro modo sería incapaz de confrontar las respuestas casi autómatas de los "grupos" que de cuando en cuando "estudio". No sabría diferenciar a George Clooney de la "Banda Machos" y -peor aún- no podría conocer inmediatamente el alto contenido discursivo de cada una de sus propuestas.
Es así que, excusas hechas y bien afincadas, hoy sigo siendo un feliz couch potato que conoce perfectamente las minucias de la producción televisiva, nacional y gringa, junto con todos los detalles estadísticos y económicos de cada éxito y fracaso televisivo. Y, no sin sentir algo de culpa, debo confesar que el fenómeno de "Los Soprano" nunca había trascendido hasta el ámbito de mi interés hasta este preciso momento. Consciente de su temática y su narrativa, pero incapaz de pagarle a HBO los 25 dólares que cuesta incorporar su programación a mi menú de opciones, nunca estimé importante hacerle caso a esta serie de mafiosos de New Jersey que -muy equivocadamente- consideraba una mala copia de las incontables aproximaciones que del fenómeno mobster se han realizado en cine y televisión. Y debo decir muy; MUY equivocadamente.
Pero como todo lo que llega a México (y esta es una excusa muy vil), "Los Soprano" llegaron a mí tras casi 7 u 8 años de haber despedazado los convencionalismos mediáticos de la televisión gringa. Inmerso en una depresión epopéyica, y azuzado por los paralelismos que mi querido Frank Goldman no repara en hacer acerca de Dr. Melfi (suculento personaje de la serie) y su situación personal propia (terrible tragedia de la vida real), me vi en la oportunidad de insertar cuatro temporadas en mi DVD y recetármelas intensivamente. Es decir: una insuperable chance de obtener mi degree en "Los Soprano", sólo para maravillarme del poder dramático de su propuesta televisiva, y de la magistralidad de sus guionistas y realizadores.
Sería absurdo y enteramente somnífero recetar, en estos prescindibles párrafos, la inmensa cantidad de líneas y parlamentos que me han resultado sublimes en estos pocos días de sobredosis soprana. La serie es sencillamente cautivadora y avasallante. Y lo es porque es capaz de seducir a todo tipo de espectadores, tal como "El Padrino" de Scorsese lo hizo en su tiempo. Está, obviamente, esa lineal pero también adictiva trama gangsteril, plagada de suspenso y violencia casi gratuita, capaz de fustigar las exigencias de más de un 80% de los fieles seguidores de la propia serie. Esa es cosa juzgada, y los números, y las consiguientes temporadas, y los innumerables premios de todo tipo hablan realmente por sí solos, al menos en lo que respecta a lo inteligible y seductora que resulta la fórmula en sí para el espectador promedio. Pero detrás de su éxito hay un universo entero de sutilezas casi teatrales, y que -para mí al menos- resultan ser lo verdaderamente mágico acerca de "Los Soprano" y su aparentemente "naca" (en términos de New Jersey) historia. Y es, por sobre todas las cosas, una magia inteligente y creativa. Forjada a través de signos tan sutiles como una mueca, una mirada, una suspicacia fílmica retratada en cierto personaje, y que termina por llenarte la cabeza de una infinidad de historias que no son necesariamente regaladas mediante frases o palabras. Pero que sin embargo, desde el primer momento, te son inferidas mientras la propia serie te educa acerca de los valores y el "way of life" de un débil pero despiadado ghetto como resulta ser el de la mafia italo-americana.
Y es que hay otras muchas cosas que debiera admitir. Por ejemplo, el hecho de ver a un Tony Soprano sentado en el sillón de una terapia pseudo-psicoanalítica -muy al estilo control freak americano- y ser partícipe de su renuencia y su temible encabronamiento frente a la interpretación pura y dura que sólo un buen terapeuta (hail, Dr. Melfi) puede hacer. Y luego mirar cómo este anti-héroe se abre camino entre la comodina y autoindulgente sociedad americana para convertirse en un personaje de culto. Todo en menos de una década. Todo porque -siendo honestos- este antihéroe tiene y ejercita su capacidad para ofender, herir y también matar. Y todo porque, en un arrebato de genuina genialidad creativa, los guionistas de "Los Soprano" tuvieron a bien el colocar, con toda su cruda humanidad, a un personaje que suave y mucho más inteligentemente que cualquier gringo promedio, representa a la propia sociedad americana y a su odio/fascinación por "il capo di capi", todo esto comprimido frente a la cámara, bajo un guión, dentro del alma de una actriz prodigiosa, y resuelto en una estrecha falda de lana cruda que responde al nombre de -la adorable y perversa doctora- Jennifer Melfi.
Soy un adorador de las historias. Y soy aun más adorador de las buenas historias. Y resulto ser un implacable fanático de las historias que son además metahistorias: historias dentro de las historias que, a su vez, están dentro de "Otras" historias. Y esto escasamente puede verse en la televisión norteamericana. Sí, se ve frecuentemente en grandes filmes. Particularmente en los que escribe Charlie Kaufman, o en algunos que ha fraguado Woody Allen, o en otros que ha dirigido Terry Gilliam. Pero no suele verse tan a menudo en la soberana televisión. Poniendo el caso de la multicelebrada pero paupérrimamente vista "Huff", otra serie de una inteligencia superior a la de sus espectadores, Los Soprano ha logrado sobrevivir gracias a sus múltiples capas e interpretaciones. Gracias a que toca una fibra que le compete, de algún modo o de otro, a cualquiera que le ponga la debida atención. Y esa es una verdadera magia. Una magia que no se palpa todos los días.
Termino mi apología con una de las innumerables frases que, dentro de todo ese universo maravilloso y no verbal que tienen "Los Soprano", ha logrado cautivarme un poquito más que lo acostumbrado. Esta es, obviamente, una conversación entre Tony Soprano -jefe en turno de la mafia italiana en New Jersey- y su valiente y aterrada siquiatra, mientras discuten acerca de la inclinación de Anthony Junior, hijo de Tony, hacia ciertas ideas existencialistas que de pronto ha dejado caer sobre el desayunador de su casa. Y esta es Doctor Melfi hablando sobre el existencialismo:
Dr. Melfi: "When some people first realize that they're solely responsible for their decisions, actions and beliefs, and that death lies at the end of every road, they can be overcome by intense dread."
Tony Soprano: "Intense dread?"
Dr. Melfi: "A dull, aching anger that the only absolute truth--is death."
Tony Soprano: "I think the kid's onto something..."
agosto 16, 2007
Epifanías desechables
De esas revelaciones de barro es que está llena la vida. Pero cuando uno es confrontado a la muerte (que como bien dijera alguien medianamente sabio, siempre es muerte de otros), y se muere un cachito a su vez, parecen llenar la copa con un ritmo despavorido e inescrutable. Así, uno camina por la calle y se da cuenta de cuánto tiempo ha desperdiciado en un número incontable de fruslerías tales como caminar por la calle. O de cuán inútil resulta pretender llegar a ningún lado. O de cuánto odiaba los chilaquiles de la abuela, y de cómo eso ha transtornado el curso de su vida.
La verdad es que hoy me siento enjuto, entumido. Cansado de llegar a conclusiones de todo tipo. Cansado de sumar, de restar, de sobrevivir dudando. Harto de no poder comprarme una tabla de surf dado mi reciente y permanente desprecio por las olas (las putas olas). Y lo peor es que resulta muy caro tumbarse en la palapa de la vida y seguir ordenando cervezas mientras pasa la tarde. El presupuesto es limitado, la cerveza agota, la borrachera cansa y las certezas simplemente no llegan (ni llegarán).
He invertido larguísimas horas en amores estériles, en musas de plastilina, en cantos de sirenas deformes y trasvestidas. Al llegar a casa, se quitan la ropa y detrás del sostén, donde debiera estar el alimento para las horas subsecuentas, lo único que presentan es un saco de vísceras y un montón de expectativas y un egoísmo galopante. Todo lo que quieren es cantarte un par de canciones para que luego seas tú quien le lleve serenata el resto de la vida. Patético.
Y las mujeres guerreras siguen muriéndose. Siguen desapareciendo. Siguen estando lejos de esta ciudad putrefacta y cada vez más exhaustiva. Me urge viajar. Me urge treparme en un bote y desaparecer de mi propia vista. Queda tan poco tiempo. Quedan muy pocos días.
Porque nunca sabes cuando te llega tu ola.
La verdad es que hoy me siento enjuto, entumido. Cansado de llegar a conclusiones de todo tipo. Cansado de sumar, de restar, de sobrevivir dudando. Harto de no poder comprarme una tabla de surf dado mi reciente y permanente desprecio por las olas (las putas olas). Y lo peor es que resulta muy caro tumbarse en la palapa de la vida y seguir ordenando cervezas mientras pasa la tarde. El presupuesto es limitado, la cerveza agota, la borrachera cansa y las certezas simplemente no llegan (ni llegarán).
He invertido larguísimas horas en amores estériles, en musas de plastilina, en cantos de sirenas deformes y trasvestidas. Al llegar a casa, se quitan la ropa y detrás del sostén, donde debiera estar el alimento para las horas subsecuentas, lo único que presentan es un saco de vísceras y un montón de expectativas y un egoísmo galopante. Todo lo que quieren es cantarte un par de canciones para que luego seas tú quien le lleve serenata el resto de la vida. Patético.
Y las mujeres guerreras siguen muriéndose. Siguen desapareciendo. Siguen estando lejos de esta ciudad putrefacta y cada vez más exhaustiva. Me urge viajar. Me urge treparme en un bote y desaparecer de mi propia vista. Queda tan poco tiempo. Quedan muy pocos días.
Porque nunca sabes cuando te llega tu ola.
agosto 04, 2007
Sobre lo dudoso.
Hay una parte mala en el escepticismo. De hecho, es muy mala. Es más mala que cualquier cosa. Es malísima. Es tremenda. Y su maldad tiene que ver con cómo es que lidiamos con las cosas, con la vida, con la muerte. Con esas "cosas" que no son cosas. Con esa "muerte" que nunca acaba de posarse sobre sus víctimas, ni termina tampoco siendo muerte. ¿Qué demonios podríamos hacer todos los que no tenemos dioses para explicarnos como es que algo vivo puede dejar de estarlo de un momento a otro? ¿Cómo, sin un dios, es que mi cuerpo podría explicarse algo? ¿Y cómo, finalmente, es que cualquiera podría creérselo?
Soy un escéptico consagrado y consumado. Soy un absoluto renegado de toda esperanza. Soy un minuto que desprecia, argumentativamente, todo aquel otro minuto que se suponga a sí mismo existiendo más allá de la muerte. Soy un desesperanzado. Soy una línea en blanco sobre la página 4 de la burocracia de la muerte. Soy la vil y más mundana huella de la desaparición. Soy un pedazo de nada que, por supuesto, tampoco tiene nombre. Soy la negritud y el espacio vacío. Soy el fotograma, velado por el hambre y sin sentido, y al que este mundo quiere darle sustantivos además de historias. Soy la muerte, que siempre es muerte de otros. Soy la nada, que siempre es nada ajena y que trasciende más allá del punto y aparte.
Soy la rendición. Soy el eterno contrario de todo milagro. Soy la negación que no se niega. Soy el vil final que nadie quiere y que nadie tampoco riega. Soy yo, el cero. Heme aquí, el cero absoluto. El "no soy" que, por lo tanto, es nomás la nada. Soy quien no soy. Soy el que de mí mejor habla mi viejo hermano el silencio. Soy sin ser nada.
Desde el lado de los hombres todavía puede verse un montón de humanidad. Todavía hay mil afanes. Todavía se revienta en sus pestañas la injusticia. Siguen húmedos. Siguen sin mirar atrás. Siguen reposando en el prodigio de sus mentes y persisten todos repletos de una intensa rabia. Siguen, sin más, atornillados a cierta e irrefutable desdicha. Prosiguen, y lo hacen buscando explicaciones: como si lo inexplicable tuviera realmente una salida.
No les importa: siguen relinchando. Siguen irascibles y rabiosos. Siguen retorciéndose. Siguen sin ver brisa. No hay un lugar donde haya nombres que ayuden a aliviarse. No hay resonancias que no duelan. No hay resquemores que se salven. Este es un hogar escéptico, y para los escépticos no consuela ningun dios, ni tampoco resisten o persisten esas menores coincidencias, cuasimísticas, cuasibellas. Todos los sin-dios están sometidos al escrutinio de la crueldad, realidad, camino sin señales ni designios. Y desde que están vivos simplemente lo están hasta que desaparece la carne. No hay tregua. No hay destino. No hay sentido más grande que el que ofrece el albedrío.
Pero supongamos que nadie sabe nada. Supongamos que todos aquí estamos igual de despojados. Y supongamos que todo el frío es nuestro frío. ¿Qué podríamos esgrimir frente a la muerte de un ser vivo? ¿Cuál de todas las historias podría aguantar el poder de la nada? ¿Quién se atrevería a renunciar a estar vivo?
Soy un escéptico consagrado y consumado. Soy un absoluto renegado de toda esperanza. Soy un minuto que desprecia, argumentativamente, todo aquel otro minuto que se suponga a sí mismo existiendo más allá de la muerte. Soy un desesperanzado. Soy una línea en blanco sobre la página 4 de la burocracia de la muerte. Soy la vil y más mundana huella de la desaparición. Soy un pedazo de nada que, por supuesto, tampoco tiene nombre. Soy la negritud y el espacio vacío. Soy el fotograma, velado por el hambre y sin sentido, y al que este mundo quiere darle sustantivos además de historias. Soy la muerte, que siempre es muerte de otros. Soy la nada, que siempre es nada ajena y que trasciende más allá del punto y aparte.
Soy la rendición. Soy el eterno contrario de todo milagro. Soy la negación que no se niega. Soy el vil final que nadie quiere y que nadie tampoco riega. Soy yo, el cero. Heme aquí, el cero absoluto. El "no soy" que, por lo tanto, es nomás la nada. Soy quien no soy. Soy el que de mí mejor habla mi viejo hermano el silencio. Soy sin ser nada.
Desde el lado de los hombres todavía puede verse un montón de humanidad. Todavía hay mil afanes. Todavía se revienta en sus pestañas la injusticia. Siguen húmedos. Siguen sin mirar atrás. Siguen reposando en el prodigio de sus mentes y persisten todos repletos de una intensa rabia. Siguen, sin más, atornillados a cierta e irrefutable desdicha. Prosiguen, y lo hacen buscando explicaciones: como si lo inexplicable tuviera realmente una salida.
No les importa: siguen relinchando. Siguen irascibles y rabiosos. Siguen retorciéndose. Siguen sin ver brisa. No hay un lugar donde haya nombres que ayuden a aliviarse. No hay resonancias que no duelan. No hay resquemores que se salven. Este es un hogar escéptico, y para los escépticos no consuela ningun dios, ni tampoco resisten o persisten esas menores coincidencias, cuasimísticas, cuasibellas. Todos los sin-dios están sometidos al escrutinio de la crueldad, realidad, camino sin señales ni designios. Y desde que están vivos simplemente lo están hasta que desaparece la carne. No hay tregua. No hay destino. No hay sentido más grande que el que ofrece el albedrío.
Pero supongamos que nadie sabe nada. Supongamos que todos aquí estamos igual de despojados. Y supongamos que todo el frío es nuestro frío. ¿Qué podríamos esgrimir frente a la muerte de un ser vivo? ¿Cuál de todas las historias podría aguantar el poder de la nada? ¿Quién se atrevería a renunciar a estar vivo?
agosto 01, 2007
Repoblar el mundo.
Para Aura Estrada Curiel, y para todos los que resentimos su muerte.
Hay voces como hay personas como hay sonrisas que pueblan el mundo. Aunque no estén ahí, a tu lado. Aunque no estén todo el tiempo (y es que nada, en realidad, está todo el tiempo -bienvenida la ilusión de lo permanente- pues todas las cosas tienen siempre ratos e intervalos). Pero, refraseando: hay voces como hay personas como hay sonrisas que, aun sin habitar los territorios imaginarios de lo perpetuo, pueblan con suficiencia su pedazo de mundo. Y como todo pedazo de mundo, poblado o despoblado, existe y ES sólo en función de aquellos otros territorios con los que convive. Y en esa dialéctica multipartita entre lo vacío y lo pleno es donde cohabitamos todos: Cada quien su pedazo de mundo. Cada quien sus naipes. Pero todos jugando.
Aura era una de esas voces, personas, sonrisas que parecían desbordarse sobre la mesa de este casino de repetitivos infortunios y escasos jackpots que resulta ser la vida. Y Aura siempre lo apostaba todo, lo poblaba todo con su voz, persona, sonrisa. Aun si se tratara de algún juego eminentemente oscuro y perdido, y aun si todos parecieran dispuestos a entregar las cartas y disponerse a la derrota, Aura, maestra súbita de la esperanza, fuese o no a través de un bluff arriesgadísimo, esperaba con una paciencia milenaria (que otros llamamos terquedad) el destape de las últimas cartas. Y por lo regular, blandiendo una carcajada como las que sólo ella y su voz pobladora de planetas podían hacerlo, se llevaba el pote entero bajo la mirada estupefacta de todos los que ya nos habíamos rendido. Aura era así. Era ahora y era Aura. Mientras todos los demás tratábamos de llevarle el paso.
Y Aura habitó el mundo con su voz, persona, sonrisa, durante muchos ahoras. Siempre anclada en el presente, siempre hambrienta, irredenta, prodigiosa y carente de tapujos y cadenas. Aura pobló su pedazo del mundo desencadenadamente, aun si con mucha mesura. Sabedora de su saber, pero también empuñando en todo momento esa modestia suya que hasta en estos tiempos posteriores a su vida le ha merecido alguna que otra saludable polémica. Frank dice que sí, Sam dice que no, Junot dice que quién sabe, y todo mientras David, el generoso e impasible David, dice que toda aquella modestia era sólo un resquicio de esa "pena" mexicana que tanto contamina el esplendor de ciertas personas, y que Aura estaba a punto de deslindarse por completo de ella.
Realmente no importa. Importa el que detrás de la marquesina y el retrato que de Aura han forjado su muerte y su tortuosa desaparición, subyace una verdad volcánica y esplendorosa, y que todos parecemos estar llegando a ella, ya en un momento o en otro:
Y es que no hay ninguna Aura. No hay Aura una. No existe más una sola Aura, sino que, por el contrario, y siguiendo en fila india los pasos de su voz (persona, sonrisa) este -aparentemente diminuto- pedazo de mundo desde el cada quien y cada cual la seguimos llorando, parece repoblarse cuasimágicamente. Las calles y las avenidas de nuestros corazones retumban bajo las botas de un amoroso ejército de Auras, tan milagrosas como distintas. Auras a medio hacer, Auras enteras, Auras microscópicas o telescópicas. Una labor de cada quien. Un cada quien que se está tejiendo para sí mismo una nueva Aura, beyond death, y cuyos estambres (que ahora son su nueva voz, persona, sonrisa) han sido hilados de memorias tan disímiles y maravillosas como pudo ser verla cantar -a grito pelado- TODO el Sergeant Pepper, o simplemente mirarla brincoteando una formidable imitación de Daniela Romo en sus mejores tiempos, o quizás escribiendo historias fascinantes y furiosamente incompartidas, todo para satisfacer sus cualesquieras ansias de un martes a las cuatro de la mañana, o de un domingo soporífero, o de su vida entera.
Hoy ya no sólo repudiamos el mar. Hoy ya no sólo le despreciamos mientras perseguimos -rompiéndonos- las olas que a ella, a su vez, la rompieron con esa estúpida e inesperada estocada final. Today our job keeps getting bigger: Pues hoy ya tampoco nos dedicamos -exclusivamente- a fiscalizar a Neptuno o a sus pútridos océanos en busca de un par de estériles respuestas, al mismo tiempo que tratamos de convencernos los unos a los otros de lo aconsejable que resulta claudicar a la fútil tarea que supone darle nombre al sinsentido de su muerte; peor aún, explicar LA muerte y -mucho peor- la de pretender rebautizar nuestra ingenua y comodina aproximación hacia la vida.
Así que ya no sólo se trata de buscar explicaciones: Hoy cada quien su Aura. Cada quien su "cyborg" personalizado y sus "Memorias de un estudiante graduado". Cada quien su robot peregrino e inmortal, forjado entre los infinitos materiales y circuitos que esa otra Aura de carne tuvo a bien dejarnos, minuciosamente, a cada uno. Y por eso nos reunimos. Y nos seguiremos reuniendo para dibujar con un esmero casi obsesivo -pero no- a esa Aura cúbica y cubista. La que su real presencia en nuestras vidas nos dejó, pieza tras pieza, entre las manos. Nos reuniremos para pintarla, repintarla, equivocarnos o acertar. Nos reuniremos para intercambiar lápices, ángulos, lienzos o pinturas enteras. Nos reuniremos, más que nada, para hacer trueques con nuestra angustia, como buenos seres mentales. Pero eventualmente, y juntos, repoblaremos el mundo. Haremos de ese deshabitado que antes ocupaba su cuerpo, una bomba que salpique su alma y acabe por empapar el mundo como un tsunami cataclísmico. Y persistiremos de apetito como también de asombro, y continuaremos viviendo siempre en su lugar. En su pedazo de mundo. Donde todavía se escucha y seguirá escuchándose el eco de su voz, persona, sonrisa. De esas que pueblan el mundo.
Ahí mismo. ¿Dónde más?
(And while we're at it, Frank, oh so dear and marvelous and divinely grieving husband Frank, you'll find a brother and sister inside each one of us.)
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