Uno regularmente espera que el amor llegue vestido con cierta ropita. Uno normalmente se pone atento ante cosas por demás estúpidas e improbables. Y el tiempo tarda mucho en cachetearnos prudentemente. Se toma sus buenos lustros para decirnos "No, mi pequeño saltamontes, no era como tú lo esperabas". Y más nos toma aun reconocer nuestra ingenuidad. El único consuelo es que tarde o temprano llega ese ubicatex. Tarde o temprano aprendemos a mirar la realidad frente a frente.
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Durante un tiempo que parece interminable, nos empeñamos en reacomodar la realidad a nuestro antojo. El síntoma más universal resulta ser cuando nos enamoramos de quien evidentemente nos va a romper el corazón. Una y otra vez nos damos de topes frente a distintos personajes a los que atribuímos ese rol. Una y otra vez llega la inevitable frustración y la época de lamentos y quejidos. Y, si la suerte nos sonríe, una y otra vez asimilamos nuestras pérdidas. Una y otra vez justificamos nuestro dolor en una falla ajena a nosotros. Una y otra vez fallamos. Pero pasa todo hasta que llega el día.
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El día no tiene forma ni color. El día carece de expectativas y demandas insulsas. El día no tiene nombre. El día sucede y nada más. Es un día como cualquier otro. Es un día al que podemos tachar de insípido, carente de magia, desechable, insulso, cualquier cosa. Pero es el día. EL DÍA. Un día que se sienta ahí, frente a nosotros, como si nada. Un día que podría escurrirse si no estamos suficientemente atentos. Un día tímido como todo lo bueno. Un día introvertido como todo lo que merece la pena.
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Y entonces, al volver la cabeza, miramos ese día con una luz distinta. Iluminamos nuestro deseo con otra opacidad. Nos percatamos de lo que quiere decirnos. Nos lo dice todo. El día contiene una breve línea espacio-temporal. El día contiene un beso en las pestañas. El día supone más atención de la que pensábamos darle. Y entonces sucede. El día sucede sobre nuestras manos. El día se desborda sobre nuestras más endebles falanges. Se presenta sin pudor. El día es un día lleno de amor en contrasentido. Somos nosotros los amados. No es un día de dádivas sin reflejo. No es día de viajes de ida. Es el amor volando de vuelta a nosotros y sin boleto de regreso.
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Al mismo tiempo, existe nuestro perpetuo esceptisismo (sí, así se escribe). Y al mismo tiempo, subsiste nuestra infinita desconfianza. ¿Qué hacer entonces? ¿Repeler todo eso que suponemos irreal o inmerecido? ¿Abrazar la comodidad que acarrea el ser amado? ¿Jugar al justo medio, en el centro de la nada, y pretender que sabemos todo lo que ese amor sabe o quiere saber?
Yo digo que no. Digo que todas esas posturas son mentira. Digo que hay que desnudarse. Digo que merece la pena creer en el amor de los otros, con todas sus posibles consecuencias. Creo que hay que callar y sencillamente ser amado. Gozar de las caricias que se otorgan y se reciben. Guardar silencio y nunca más rencor.
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La vida nos tendrá muchas sorpresas preparadas, como siempre. Nos encontraremos, en el peor momento, a la peor persona. Repetiremos, en la peor de las circunstancias, el peor de nuestros arquetipos. Dudaremos, en el peor de los segundos, y gracias a la peor de nuestras debilidades, de lo mejor que nos atañe. Eso sí que es algo seguro. Y al mismo tiempo no importa. O sí. Dependerá sólo de nuestra fortaleza. Se colgará de nuestra convicción. Será vencido gracias a nuestra aceptación de lo que amamos y nos ama, venciendo, final y flagrantemente, a esa adicción tan común que significan la derrota y el escarnio.
Nada más. Nada fácil. Nada menos.
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Este es un texto que brota (brotó) sin arquitecturas ni acomodos. Es un bonche de palabras que se dicen a si mismas. Es algo que debo leer y releer yo mismo. Una autolección que sucede sin remedio. Y no me importa quien lo aguante. Y no me importa quien lo entienda, quien lo lea, quien se duerma o quien rebata. Sé que debo sembrarlo justo ahora y sin más trastabilleos. Y sé también que habré de cosechar sus huracanes mañana mismo, o quizás nunca, pero sabiéndome certero y abrigado por las caricias de quien me ama JUSTO AHORA.
No hay mejor cobija. Quien debió de amarme luego de entregarle toda mi ingenuidad, no lo hizo. Quien supuse que me daría su corazón, prefirió vendérselo a los mercaderes de la insatisfacción, o decidió seguir bailando la danza de la duda improductiva. No más. Me dejo, finalmente, caer sobre las nubes que me procuran suavidad y amor desentendido.
Enfatizo: Todo lo que no me fue dado alguna vez, resulta haberse ido para siempre. Tras el recuento de los supuestos daños, me quedan los brazos de mi amorosa amada. Y merece mi endeble amor más que ninguna.
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Aquí estoy, de pie, dispuesto a dárselo todo. Dispuesto a renegar de todas mis grandes esperanzas. Dispuesto a asesinar mi grandilocuencia y mi atesorado guión-para-la-vida, que evidentemente no existe. El arrepentimiento puede esperarme sentadito, empaladito, muerto y doliente sobre su taburete de espinas. No vuelvo más: Mi eterno regreso ha decidido tomarse un cafecito, un heladito, un interminable vaso de agua. Esta es una convicción, y ahora sucede indefinidamente.
(Y si de pronto me atreviese a volver, llámenme traidor. Todos. Cualquiera.)
Ahora es cuando más dudo de que exista un digno retorno. Lo sentimos: No más vueltas en U: The U-turn has left the building.
No seré yo quien me rompa el corazón, otra vez.
He dicho.
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