No me hables de tus inclinaciones. Ten tantito pudor y no me
describas a cuántos grados sabes parar el culo. No me digas que te inclinas por
hacer dinero, si no quieres que te llame prostituto. No me digas que te
inclinas por placer. Mucho menos me digas que te inclinas sin placer. Inclínate
por lo que quieras, cuando quieras y con los codos encajados sobre la
superficie que te dé la gana.
Es difícil encontrarle sentido a la rutina. Y cuando no la
tienes, es difícil encontrarle sentido a la carencia de una. Es difícil
encontrarle sentido a cualquier cosa. Lo he sentido difícil. He sentido
encontrarle, pero no cualquier difícil día. Sólo lo he sentido en algunos. En
esos en los que las cosas –todas—cobran alguno. El mundo entero se transfigura
en un rompecabezas más sencillo que de costumbre, y difícilmente hace sentido
el no querer armarlo y tomarle una instantánea. Instantáneamente, entonces,
desaparece toda dificultad. Todo aquello difícil y que antes te hacía perder la
cabeza –y el sentido—se desmorona sobre un lienzo que tú mismo pintaste,
recortaste, revolviste y luego armaste en escasos quince minutos.
Sucinto. Sucinta. Su cinta negra en el karate del entusiasmo
y la algarabía lo espera en la ventanilla 2, señor. Su cinto no aprieta lo
suficiente, caballero. Inocuo e inoperante. Insípido e insignificante es quien se entrega de brazos abiertos a una
fórmula de éxito, para luego olvidar el propósito originario que lo empujó
hacia semejante sacrificio.
A mí esas cosas –al igual que los teléfonos de todo el puto
mundo—jamás se me olvidan. Tengo la memoria más arbitraria y pendeja “de la que
se tenga memoria”. Ironías en el pasillo de la correcta sintaxis. Cacofonías
necesarias. Y es que, si no es mediante la grotesca repetición, ¿cómo carajos
podría explicar la condena y bendición de una memoria como esta?
Hay días que me levanto, y juro que sin inclinación alguna
se me viene un número aleatorio a la cabeza. Siete u ocho dígitos, por lo
regular. Aduzco siempre que esos números “quieren decirme algo” –nada místico,
nada misterioso, pero ALGO—. Y pocas veces descubro lo que es ANTES del primer café.
Lo malo, es que por lo regular se trata de puras
estupideces. El número de teléfono que tenía mi primer celular. La cuenta bancaria de mi
proveedor de gas L.P. La cifra debajo del código de barras de mi recibo
telefónico. La talla de calcetines que Superman compró en la película serie B
que de él se hizo en 1989. Poesía desechable. Epifanía reciclable y compuesta
por cifras absolutamente inútiles. Un cadáver nada exquisito y cuya
arquitectura es más mediocre que la de los cientos y cientos de torres de Babel
que se han mitificado estúpidamente a lo largo de esa ridícula casualidad
geológica-existencial que algunos insisten –oh, ternura- en llamar “la obra de
Dios”.
Si Dios –o mejor “dios” de una vez, dado que así todos los
creyentes podrán dejar de leer estas idioteces desde ya, en función de lo
absolutamente ofensivo que para ellos resulta el uso de las minúsculas cuando
se trata de su caricaturesco creador- existiera…repito: Si dios existiera, yo
claramente tendría que ser un junior trillonario y carente de preocupaciones o
prioridades mundanas. ¿Por qué? No porque me sienta merecedor de las riquezas y
placeres incalculables que suelen acompañar a los príncipes de todos los buenos
cuentos. Y no porque yo mismo me perciba como un ser superior a los demás
subhumanos que me acompañan: nada de eso. Si su dios existiera yo sería
trillonario porque eso claramente significaría que TODOS a quienes conozco se
lo pasarían “de lujo”. Y ya sé que eso no le haría mucho bien a la humanidad,
Pues si mi vida consistiera en producir un casting permanente de amigos
yuppies, hippies, hipsters, antihipsters, losers, antilosers, artistas,
antiartistas y sencillos mundanos contándome sus aspiraciones y recibiendo
financiamiento para todas ellas (en mi propia Trump Tower de fantasía), sé que,
seguramente, de pronto y mágicamente tendría nuevos y nuevos amigos todos los
días haciendo fila. Y que probablemente botaría toda mi fortuna otorgando becas
sin sentido a las ilusiones más pendejas o más sublimes que me fuesen
presentadas cara a cara en el palacio. Sin otro requisito que el de mirarme a los
ojos y contarme sus deseos, yo, -el junior máximo—le regalaría todo mi
imaginario dinero a los valientes que supieran decirme con toda claridad qué
carajos harían con él. Y quizás entonces me frustraría no poder acompañar a todos
en sus aventuras. O constatar que quizás muchos abandonarían de inmediato esos
sueños para dedicarse a dispendiar tal dinero en sexos, drogas y rockanrroles
mucho más inmediatistas. Pero también sé que TODO eso me importaría un fresco y
absoluto bledo-comino. Nada. Niente. Not a bit.
Y es que en lugar de despertar recordando teléfonos de
extintas abuelitas (muchas veces ni siquiera mías), mi propósito sería tan
intenso y sencillo que no habría lugar a distracciones o imbecilidades
cognitivas. Y quizás dejaría a un muy bien entrenado y ejecutivo equipo de
asesores que se encargara de decirle que sí a todo el mundo, y me largaría a
cualquier parte, en cualquier momento y sumamente decidido a hacer cualquier
cosa. Podría, finalmente, vivir en intervalos de quince minutos. Preguntándome
siempre –y en toda circunstancia—si allí es donde querría estar y eso es lo que
querría hacer. Y podría decirme a mí mismo que “no” cuantas veces fuera
necesario. Y entonces, haría otra cosa.
No: muy probablemente no alcanzaría jamás el Nirvana. Y difícilmente
tendría chance, deseo o INCLINACIÓN por volverme un gurú de nadie. Porque
precisamente no juzgaría fantasía alguna: Las patrocinaría todas. Sería –no un botarate—sino
EL botarate. Y –si acaso fuera posible—el botarate más anónimo de entre todos
los botarates. Para así poder seguir desayunando paupérrimos tacos de canasta
en cualquier esquina, comiendo fresquísimas angulas en cualquier templo del
dispendio, y cenando besos y champaña entre las piernas de la Atenea que besos
pidiera, o la Afrodita que champaña requiriese.
No me culpen pues,
por mis fantasías. Culpen a su Dios. Él, el omnisciente, omnipresente y
omnipotente –bajo su lógica de insectos culpígenos y obedientes—tiene que ser también
el creador de todos estos desvaríos, ¿no? Y si no él, entonces su palero
demoniaco: da igual. Lo cierto es que si hay un Dios –así, con mayúsculas— ha
de ser francamente aburrido y convencional. Pues en lugar de estarlos becando a
todos, lo que me queda es inclinarme
por las palabras. Las palabras dulces. Acompañadas de licor, si es posible.
Seguidas por los párrafos: los más pendejos, los más sublimes, los más perversos. Parafraseando a Les Luthiers.
Es difícil no inclinarse en estos días -apelmazados de
dioses y delirios- y en los que ya no hay siquiera un Melate incorruptible que pudiera
salvarnos a todos de la mañana siguiente.
Mañana. Mañana. ¿Cuál será el sueño detrás del número y
detrás de la rutina que me atormente mañana?
Habré de preguntárselo a mi taza de café. Aunque nunca sea ella la que me responde.