Hace pocos días subí una escalera situada en plena Sexta
Avenida de Nueva York. “Avenue of the Americas”, como le llaman los estadounidenses desde
hace un tanto. Porque claramente America (sin acento) se refiere siempre a su
país, el glorioso gran imperio. Y “Americas” (también sin acento, pero en plural)
es siempre una referencia a todos los nosotros-demás. No me pesa tanto como a
otros esta particularidad lingüística de este singular país. Si se han
apropiado de America para referirse a sí mismos, eso es meramente un síntoma y
no un origen patológico de todos los problemas de nuestro lastimado continente.
El asunto es que salí de esa estación del subterráneo, en
pleno día azul en el otoño neoyorquino, y situada a escasas dos calles de
Central Park. Central Park es, entre muchas otras cosas, la apología perfecta
de lo que los “americanos” piensan de América. Un rectángulo perfecto e inmenso
que simboliza lo que ellos piensan de sí mismos: La verdadera encarnación del
orden y el espacio que su “imperio” percibe de sí mismo. (Imperio de clóset,
claro, dado que calificarlo así muchas veces resulta una afrenta para muchos de
ellos). Y aun así, connotaciones políticas a un lado, es un parque imponente y
grandioso.
Nunca había llegado a Central Park desde la sexta avenida.
Tampoco es que pueda culpárseme: apenas lo he visitado un manojo de veces. Y en
esta ocasión singular, lo primero que pude ver al acercarme al centro meridional
de este majestuoso parque, y una vez
sorteadas las calandrias, los turistas, los vendedores de gafas para el sol y
los falsos guías expertos que prometían un paseo inigualable por esas praderas
a cambio de un buen manojo de dólares, fueron dos estatuas harto grandiosas y
particulares: A la izquierda, José Martí. A la derecha, Simón Bolívar. Ambas,
me parece, donadas por los gobiernos de Cuba y Venezuela hace ya bastante
tiempo. Y no quiero ni siquiera rozar la ironía que hoy supone tener ese par de
obsequios situados en ese preciso lugar, considerando las circunstancias
diplomáticas que desde hace unas muchas décadas existen entre America y ese par de países americanos.
Por el contrario: antes que sentirlo como una paradoja cuasicínica y palpablemente
física en el medio de un parque tan medular como ese, lo que sobrevino en mí
fue una amarga asimilación: Y es que junto a Martí y junto a Bolívar no se
erige monumento alguno que haga homenaje al libertador de México. ¿Pero cómo es
eso posible? –pensarán algunos. ¿Qué tipo de insulto es este? –podrían ridículamente
objetar los educandos más notables de nuestro México revolucionario…
Ahí, en Central Park, no se erige una estatua que homenajeé
al libertador de México porque simplemente no existe tal. Este arrogante México
–el mismo que se jacta de haber roto con la corona española antes que nadie y
de forma tan “contundente” como la que nuestros libros de texto escolares se
empeñan en vender, no tiene ni ha tenido libertador alguno. Por lo menos, vaya,
ninguno verdaderamente logrado. Ningún Martí y ningún Bolívar. Acaso un
repulsivo Iturbide que –digno padre fundador de los métodos de cabildeo y gestión
oligárquica que hoy mismo nos rigen— consumó una simulada independencia en el
amargo día en que sus ejércitos pisaron la ciudad de los palacios y se le proclamó
–ah, ironía- primero “presidente” y pronto emperador de una patria enjuta y
convulsionada por doce años de masacres impúdicas.
México es un país que nació huérfano. Que proviene de un vientre carente de toda naturaleza y pulcritud. México es una patria sin padre y sin madre. Sin semilla y sin impulso germinal. México, pues, no nació por parto natural. México, acaso, es el producto de una cesárea brutal y sanguinolenta. Arrancado de un útero multiforme y contrahecho. Producto de una convergencia y una coyuntura sumamente breve: esa en la que ricos y pobres, mestizos y criollos, indígenas y esclavos –todos—estaban lo suficientemente estrangulados en el mismo momento histórico, y por lo tanto lucharon en busca de una bocanada de aire bajo cualquier estandarte distinto al de la monarquía novohispana. Y tras darse un respiro, o cien –unos más, y otros muchos menos—esa conjura hermanada por la desesperación comprendió, momentos más tarde, que su enemistad no había sucumbido en lo absoluto: Simplemente había cambiado de nombre. Y de apellidos.
Chocando vasos con queridos colegas y hermanos en ese nueva
York tan peculiar, comenté esta precisa observación como quien tira un cohete sobre
las ventanas de su colegio. Buscando romper ventanas, quizás, pero también
empuñando tantita rabia y desasosiego.
-
“Pancho Villa” –se dijo en la mesa—
Y no fue sólo el hecho de saltarse 100 años para equiparar a
Bolívar o a Martí con un hábil y ambicioso forajido analfabeta lo que motivó mi
inmediata respuesta. Fue, más bien, la honesta admisión de que Pancho Villa,
Emiliano Zapata, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón e
incluso el gran republicano que alcanzó a ser Juárez –por momentos—tampoco
liberaron a nadie con la contundencia ideológica que sí tuvieron Martí y
Bolívar en sus respectivos momentos históricos. Quizás la constitución de 1857.
Quizás la de 1917. Sin duda fueron ambas un incontestable avance político para lo que en cada uno de esos
momentos era la “patria” mexicana. Y claro, también podría decirse que Martí no
hizo a Cuba. O que el sueño de Bolívar no impidió que pronto la oligarquía
sudamericana diera marcha atrás a los preceptos originarios de su doctrina
libertaria. Pero en México, como siempre, la multiplicidad de las facciones y
la codicia de los grandes jugadores han pesado mucho más que cualquier bandera,
en cualquier momento. Pocas veces se ha arropado, se ha agremiado, se ha
estrechado esta nación consigo misma. Y siempre – SIEMPRE—han sido los grandes y
codiciosos jugadores de la burguesía local (con apoyo de imperios foráneos o
corporaciones globales, como hoy) quienes han ganado la batalla.
-
“Lázaro Cárdenas” –replicó entonces la mesa—
Ciento y pico años después de cualquier sueño Bolivariano,
vino el Tata. Y sí: sería una mentira histórica negar que alrededor de su
figura se entrelazaron enormes segmentos de la sociedad mexicana. Ahí están las
ya mitológicas fotografías de las gallinas y las cabezas de ganado que “el
pueblo” ofreció al Tata para consumar su lucha. “Quizás –dije—podría ser Lázaro
Cárdenas el que acompañase a Bolívar y a Martí en Central Park, sólo porque su
lucha sí logró apropiarse de una inmensa mayoría de las lealtades de los
mexicanos. El problema es que a muchos se les olvida que después de él vino
Ávila Camacho. Y que el sueño Cardenista de una nación con sentido social –o socialista,
si así se le prefiere ver—terminó sepultado por los industriales y los jerarcas
que inmediatamente después “exiliaron” al Tata a labores de “consultoría”, para
luego, con el gobierno “civil” de Alemán, dejarlo en la congeladora mitológica hasta
su muerte; situación que él mismo aceptó de algún modo pues –cuando tuvo oportunidad
de rehacerse del poder, prefirió ser parte de las monografías y los libros de
texto, en lugar de recuperar a ese México que vislumbró en sus años más
vigorosos…”
No espero que en Central Park se erija una estatua con
Andrés Manuel López Obrador. Mucho menos con Enrique Peña Nieto. Y –que el
diosito católico me perdone— todavía menos una de Felipe Calderón o de Vicente
Fox. Es, evidentemente, un escenario hipotético propio del peor de los teatros
del absurdo. Y es que si por tener a Aliyev en Chapultepec se armó semejante irigote, aquello es que podría provocar
en mí los más descabellados actos de vandalismo de los que se tengan noticias.
No. Ese absurdo es más que impensable, inviable. Ni “America” ni las “Americas”
–creo- tendrían estómago para ello. Mas la tragedia no radica allí.
Nuestro país el atado. Nuestro país el que aún podría ansiar
su liberación. Nuestra patria huérfana de origen, oligárquica desde tiempos
prehispánicos y hasta la fecha, verdaderamente no parece tener remedio.
Mientras más ancho es el abismo que separa a los cínicos botarates de la
oligarquía mexicana de los paupérrimos generadores de ESA riqueza que los otros gozan, el pueblo mexicano tiene menos y menos
interés por modificar –cueste lo que cueste- dichas circunstancias.
Si en 1810, un cura criollo que no poseía un iPhone ni tenía cuenta en Twitter logró desordenar mayúsculamente el orden jerárquico imperante –muy a pesar de que probablemente sus reales motivos estaban más cerca de la codicia que de la libertad—hoy la realidad es tristemente otra. Y cualquiera que enarbole un estandarte libertador en tiempos como estos, seguramente apenas y alcanzará la condición de meme en las redes sociales, si es que lo hace suficientemente bien y con gracia.
Si en 1810, un cura criollo que no poseía un iPhone ni tenía cuenta en Twitter logró desordenar mayúsculamente el orden jerárquico imperante –muy a pesar de que probablemente sus reales motivos estaban más cerca de la codicia que de la libertad—hoy la realidad es tristemente otra. Y cualquiera que enarbole un estandarte libertador en tiempos como estos, seguramente apenas y alcanzará la condición de meme en las redes sociales, si es que lo hace suficientemente bien y con gracia.
De un lado del abismo están 60 millones (o más) de mexicanos
en condiciones de pobreza. Unas peores que las otras, pero ninguna “bonita”.
Del otro, cuando mucho 10 millones de personas viven ciertas opulencias. Unas
más insultantes que las otras. Y entre uno y otro extremo de ese Gran Cañón de
la ignominia, yacen –literalmente—50 millones de mexicanos en la medianía. Unos
recién llegados por su propio pie, otros caídos en desgracia desde la vertiente
más estrecha del cañón. Y los más, nacidos y criados desde siempre allí. En esa
telaraña que une y balancea incomprensiblemente ambos lados del paisaje.
Telaraña porque es delgada. Flexible. Se contonea desde arriba hasta abajo. Y
viceversa. En ocasiones lanza a algunos de un lado. En otras, simplemente los
exilia a la miseria que persiste en el otro. Y mientras del lado más estrecho y
opulento se han construido enormes murallas para no ver nada de lo que ocurre
más allá del acantilado, desde el otro se cuentan por millones a quienes
quieren jugar al equilibrismo y caminar sobre la telaraña con la ridícula
ilusión de que realmente existe forma alguna para integrarse al territorio de
la abundancia. Cueste lo que cueste. Todos simulando. Simulando,
principalmente, que la “movilidad social” está “al alcance de todos”. Que “hay
que seguir adelante”. Que “hay que trabajar” pues “trabajando todo se puede”.
Vaya película de locos, honestamente opino.
Esta carrera de ratas. Estos juegos del hambre. Esta ilusión
de que el progreso y la superación y la bonhomía están a una decisión o a mucha voluntad y esfuerzo de
distancia es verdaderamente nauseabunda. Es una zanahoria del tamaño del mundo.
Y no sería tan tristemente vomitiva si quienes están ligeramente más cerca de
la muralla de la opulencia no fuesen tan repulsivamente cínicos e inhumanos
como lo son cada vez que le llaman “indio”, “naco” o “jodido/asalariado” a
quienes –por circunstancias ajenas a su voluntad--nacieron y crecieron en los
agujeros más jodidos de todo el maldito paisaje.
Este país ya no está oprimido. Ya no existe la opresión.
Está simple y sencillamente preso. Y su aprisionamiento no es necesaria o
simplemente un efecto de lo que sus políticos o sus oligarcas deciden. Está –muchas
veces—aprisionado por sí mismo. Ya no hace falta una STASI o una GESTAPO o una
CIA para contener rebeldías mayúsculas o circunstancias insostenibles. Hoy, los
que sí poseemos los iPhones o los equipos de cómputo y las redes sociales,
sencillamente nos esposamos contra la verja de la placidez casi que
voluntariamente. Reclamar nos es sinónimo de incorrección. Protestar es un
signo de malevolencia. Y así como millones de televidentes paupérrimos pueden adorar
los programas cómicos que hacen burla
de su léxico y sus manerismos y les parece graciosa esa parodia, desde la clase
media nada de eso importa porque falazmente se piensa que estamos “más cerca de
la otra orilla” y que “no es conveniente mirar atrás”.
No mire hacia abajo. Le va a dar vértigo.
No mire hacia atrás. No sea que usted recuerde que existen
millones y millones de seres humanos, paisanos
–como le encanta decir en sus fiestas patrias—que no tienen para comer otra
cosa que frijoles, y eso a veces.
Y sí: puede sonar comodino y cínico el que toda esta
diatriba provenga de un momento tan burgués como puede ser encontrarse con la
orilla de Central Park. De algún modo lo es. Pero transitar por donde la
pobreza o la riqueza ocurren no siempre es una manifestación de lealtad,
conmiseración o pleitesía. No hay que estar enfermo para poder curar a alguien.
No es una condición sin equa non el
tocar el piano para gozar de un concierto. Ni tampoco hay que amputarse un
brazo para entender la pérdida y la impotencia.
La historia del hombre es la que es y no la que debiera
haber sido. La injusticia en Latinoamérica ha sido tan prehispánica como
colonial como ahora “independiente” o incluso “globalizada”. Lo mismo en el resto
de las latitudes.
Y lo lamentable, acaso, es que habiendo llegado a nociones
como las que claramente la academia ha tenido desde tiempos Aristotélicos, el
poder todavía no haya podido ser arrancado de quienes buscan perpetuar el statu
quo de la impunidad y la injusticia. ¿De qué nos sirve esta maquinaria
prodigiosa que llevamos bajo el cráneo, si con ella todo lo que podemos hacer
por el bien del mundo es describir escenarios utópicos o regodearnos en el
onanismo de nuestras ideas?
Fragmentado todo a 140 caracteres, por favor.
En las rocas.
Con un chaser de sangre.
JCLM, Octubre 2013