La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

abril 30, 2009

Epicentros II: La ciudad amordazada

One FLU over the cuckoo's nest: Atrapados sin salida.

Mi ciudad de tibios tiene la boca tapada. Mi país de ambivalentes está paralizado por la maquinaria de la mordaza. Atado por un miedo racional, aunque inexplicable. Un terror estúpido a morirse en el tintero. (Y es que, si gran parte de tu vida todavía no se consuma ¿qué tanto puedes perder?)

Mi país de automedicados, mi colonia de vendedores ambulantes y taqueros líricos. Mi calle de edificios plagados de cicatrices: Todos juegan, atentamente, la misma sinfonía de terror y de resguardo.

El tapabocas -finalmente- se ha materializado. Lo que 500 años de sumisión habían concebido como una realidad puramente metafórica, hoy es perplejo pedazo de tela azul (placebo) que se acomoda y estira sobre las bocas de millones de nosotros: La eterna mordaza, la sonrisa tras escondrijos, el gesto velado y la hipocresía de la máscara epidemiológica.

Tímidos espectadores del "enciende la peste/apaga la peste", los chilangos guardamos un ramadán cibernético, una vida cuasifuturista detrás de la pantalla, enganchados como nunca al internet o la caja idiota, que con los ratings por los cielos nos sigue alimentando con la papilla estupidizante del terror y el amarillismo. Y nosotros, temerosos de morir sin haberlo vivido todo, nos quedamos quietecitos: atentos únicamente a lo racional, y acordándonos de nuestro cuerpo cada que hace hambre, o hay que desechar lo ingerido.

He salido a la calle unas cuantas veces desde que este cataclismo abstracto estalló en locación aún indeterminada. Nuestra ciudad, súbitamente ordenada y obediente, transita montada en un estupor surrealista, sin ambulantes y sin gritos, sobre una armónica carretera de especulaciones e histeria muda. Los amigos se sugestionan y cada ardorcillo en la garganta es una señal de alerta o un momento de contemplación y duda: ¿Me estaré muriendo? ¿De verdad seré yo el elegido por esta peste informática? ¿Viviré para contarlo?

Me pregunto si la guerra del golfo o el 9/11 provocaron situaciones similares. Me pregunto si la "doctrina del shock" de la imponente Naomi Klein es una hipótesis plausible para explicar esta metamorfósis súbita de la geografía urbana. Me pregunto si valdrá la pena engancharse al cateter informativo y continuar en un encierro que cada hora se vuelve más tedioso.

El mezcal sigue casi intacto sobre la mesa del comedor. Carstens habla en la televisión sobre la gripe porcina y jura no haber tenido nada que ver con la recombinación genética del virus (ni él ni su esposa, la pájara Peggy, tienen tos alguna). Nuestro secretario de salud, connotado médico de provida, todavía no ha sugerido que nos abstengamos de respirar para no contagiarnos del virus. Y Calderón, jocoso como siempre, nos sugiere comer puerco para expiar a la industria del marrano volador (Carstens on a jetpack).

Cuando Philip K. Dick imaginaba escenarios aPORCAlípticos, hace ya unas cuantas décadas, no contaba con el elemento surrealista del híbrido chilango. Un imaginario frankensteiniano, como el propio virus, y en el que el encierro ha puesto énfasis y acento en esa deliciosa y epidémica locura de vivir...en la Ciudad de la Fluria.

Seguir esperando, pues.

Salud.

abril 27, 2009

Epicentros.

Por si la epidemia de influenza no fuese suficiente, el dios cristiano decidió recordar a sus feligreses chilangos -y de paso a sus detractores también- su infinita lección de amor y piedad, propinándole a la ciudad un terremoto de 6.0 grados Richter (5.7 según los instrumentos mexicanos, que en últimas fechas tienden a maquillar cifras -paradójicamente- a la baja).

Obligados por la necesidad -y la necedad- muchos tuvimos que salir a la calle. en manojos multitudinarios escasamente recomendables por la OMS, para escapar del pánico telúrico y luego -inmediatamente- acceder al epidemiológico.

Somos el epicentro del apocalípsis. El corazón del mal. El ojo del huracán que se llevará el mundo. La raíz del bien bautizado por Renato, Aporcalípsis.

El que nace y crece en esta ciudad siente que cabalga en el lomo de los cancerberos del infierno. Acostumbrado al terremoto, a la tragedia, a los contrastes, hoy el habitante de este limbo polimorfo está preocupado. Y por justa razón.

Sin embargo, no todo es oscuridad o incertidumbre. El terror de morir suele hacer a la gente resignificar su experiencia de vida. Valorar fugazmente, con una puntualidad cinematográfica digna de su propio cliché, lo importante que es vivir y gozar de la vida. Un hedonismo-golpe-de-realidad que sólo sobreviene cuando el mundo se está derrumbando. (Y es que, cuando lo piensa más de dos veces, resulta un tanto patético temerle la muerte cuando la vida no te satisface).

Es así que la epidemia no sólo ha desatado la tranquilidad en las calles, el silencio en las tardes, la hueva como un opiáceo favorecido por el gobierno, aterrado de su propia negligencia, sino que también la gente se toma más de 2 pensamientos al día, y en ocasiones se declara el amor, la amistad o la simpatía con la menor provocación.

Como en un cuento de Boris Vian, en el que la ciudad está cubierta de niebla y limo, y todos -ciegos como en otra historia posterior de Saramago- vencen su miedo a no verse y comienzan a tocarse, la ciudad está afinada en otra nota. Salir a la calle es una aventura. Ir al supermercado es una experiencia extrema. Besar a tu mujer, cuando llega del trabajo, es un acto de riesgo mortal pero con un sentido implacable. Imposible no hacerlo, más cuando el mundo se tambalea en su tripié de entelequias progresistas, líderes tuertos y futurismos esperanzados por la propaganda.

Coquetear en la caja registradora es un acto doblemente clandestino y canibalístico, y por eso, imagino, la chica del supermercado, como el resto de la ciudad, parecen algo desatados por compartir más de un par de miradas de desprecio con sus semejantes. La gente quiere hablar. La gente se habla, se cuenta cosas y se solidariza. Extraño de ver. Más extraño aún, de vivir. Una especie de Amelie meets 28 days later que no me había tocado ver en la edad adulta, pero que recuerdo de 1985, a pesar de que los terremotos ocurren en minutos y las epidemias tienen este elemento de suspense tan desagradable.

Y así, empujados al pánico por una recombinación genética que sólo podría haber empezado en un sitio tan desorganizado -y libre- como es el México profundo, navegamos a la deriva en espera de las cifras correctas, las muertes finales, la hora de salir a la calle.

Ojalá que alguien tenga una gran idea y -cuando todo esto acabe, si acaba bien- se organice una gran fiesta. Que se honren a los que mueran -o muramos, si nos toca- y que celebren los supervivientes. Y cuando pase el bailongo y se curen todos la cruda, ojalá que los mexicanos se tomen esos mismos dos pensamientos para indagar en los porqués y en los cómos. Y que los negligentes se vayan. Y que los que esconden las escasas 3 millones de dosis de antivirales disponibles en el país, paguen lo que deben. Claro, todo ello después de la fiesta, como en un cuadro de Shakespeare en el que nadie se espere el final.

Será curioso ver a la gente volver a su habitual pudor o a su habitual desprecio juicioso. O quizás, aún mejor, verla no volver. Verla caminar por otra vía y, en el universo del esperanzado,
cambiarle el rostro a este país de máscaras y cicatrices, tan hermoso y también, tan en peligro.


Salud, esta vez con más sentido que nunca.