A la salud de un par de periodistas con el ego más grande que una prensa rotativa
Hace un par de días me involucré en una larga discusión alrededor de una nota periodística de bastante baja calidad. Los argumentos y la temática de la nota son poco importantes, aunque hay que reconocer que se trataba de política nacional, en la que mi postura si bien no es del todo radical, sí que es bastante incomprensible para izquierdas, derechas y lamehuevismos incorporados.
Pero el punto aquí no es tanto la nota en sí tanto como el acto de escribir en este país. Conforme pasan los días, los meses, los años, sigo recibiendo palmaditas en la espalda y sugerencias en distintos ámbitos para dedicarme plenamente a este ejercicio, arte, oficio o modo de vida.
Y es que precisamente ahí radica mi reticencia al respecto.
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Sobre qué es escribir para mí, en realidad, y cómo es escribir en este y otros países, estrictamente, está erigido todo mi asco. Puedo decir que escribir para mí es un ejercicio, una evacuación necesaria de ideas: a veces en forma de un acto de seducción, a veces a manera de exorcizar la tristeza. No siempre lo mismo ni con la misma intensidad, ni con la misma línea lógica, ni con la misma temática.
Eso, para los efectos prácticos de escribir como oficio, sería un primer e insalvable problema.
Por otra parte está el periodismo, al que ya he dedicado un par de añitos escribiendo alguna que otra tontería sobre mi oficio actual, en pasquines empresariales de bastante poco interés para mí. Debo decir que era bastante sencillo. La nota periodística, la crónica, o cualquier texto que pueda construirse sobre cierta temática transitoria, como la realidad nacional o una película, es un ejercicio de escritura simple y no por ello menos interesante. Imagino que con los años uno descubre formas de hacerse el trabajo menos repetitivo, y que los buenos periodistas mutan hacia otras formas narrativas menos fútiles que el papel periódico, o las revistas que se apilan en las peluquerías. Y sin embargo, no todos lo hacen.
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Hay algo sobre escribir que sigue sin gustarme: El mundo de los escritores. Y no se me malentienda. Conozco ya muchos, y muchos de ellos grandes y consagrados. Casi todos ciertamente agradables para conversar sin que ello no implique siempre estar bajo un halo de superioridad moral que les otorga el hecho de que su dominio de las palabras es reconocido por las convenciones sociales de la época, y que por ello sus palabras cuentan más que las de un simple mortal. Es el síndrome del gurú, presente en todas partes, y que practican los médicos, los sacerdotes, los intelectuales, los pequeños mesías y todos aquellos grupos en los que ese "liderazgo" supone ser ejercido. En el caso de los escritores, sin embargo, es siempre un liderazgo constituido por materia muy ambigua. Porque un científico puede hacer grandes descubrimientos, un político provocar grandes cambios, un médico salvar muchas vidas, pero un escritor -curiosamente- lo único que puede hacer es escribir. Y el valor de lo que escribe está siempre otorgado por una maquinaria de hilos mucho más finos que los que ponen pedestales para casi cualquier otro arte u oficio.
Y todo esto ocurre, evidentemente, porque las palabras -como ya lo he dicho constantemente a lo largo de años- son las putas más suculentas y monumentales y perversas que nos han sido otorgadas -a todos- por la condición humana. Y es así que si las palabras son meretrices (sin ningún tipo connotación gesto misogínico, ya que la cualidad femenina de las palabras sólo es culpa de la lengua castellana, en mi caso), y entonces los escritores y las escritoras son los grandes padrotes de ese burdel.
Y aunque la subjetividad de la palabra debiera ser menor a la de una sinfonía, o de un acto dancístico o de cualquier guiño que insinúa significado sin reposar en signifcantes, en la realidad no es así: El Nóbel de unos es el imbécil de otros, y siempre existen las palabras correctas para demostrar y redemostrar lo cierto y lo falso de cualquier argumento. Ese miedo me abruma cuando pienso en escribir: el ruido. El ruido de las palabras mientras se leen. El ruido de la contradicción. El barullo interminable de los que aman y odian lo que dices o dejas de decir, y las disertaciones interminables sobre las comas y los puntos que faltaron para que la obra de tal o cual pudiera ser considerada magistral. A Mozart nadie le ponía comas y puntos sobre la partitura, ¿o sí? Ni siquiera al Buki. ¿Por qué es que con las palabras nos creemos todos capaces y nos ensañamos tanto frente a la urgencia del entendimiento?
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Porque es posible. Con las palabras es "posible" entender y que cualquiera nos entienda si las decimos o las escribimos correctamente (vaya joda). Entonces, ante la duda, la gente arremete contra libros, escritores, interlocutores, periodistas...vienen las discusiones y otra vez los ruidos y las romerías y...yo termino por decir basta. De pronto en pronto, se antoja callar un rato. Callar y morder, besarse, follar, coger o no coger, pero dejar de hablar, pensar, verbalizarlo todo...
En ese mundo del escritor nacional, del periodista nacional, del "artista" nacional, todo funciona igual -o peor- que en la normalidad. Escriben para sí mismos. Es una orgía de caníbales que se van comiendo, felizmente y los unos a los otros, en pedacitos. "Señor", "Maestro", "Excelentísimo su último libro" - "Igualmente". Es como ver a los senadores convertirse en diputados -y viceversa- cada 6 años. Siempre las mismas caras, los mismos libros, las mismas ideas. Algunos verdaderamente geniales. Otros viviendo de olerle los pedos a los geniales. Algunos geniales felices de tener un séquito de huelepedos para cuando necesitan escribir algo mediocre, sin que nadie recrimine nada. El cuento -literalmente- de nunca acabar.
Yo prefiero disentir con todo eso. Disentir con los periodistas, con el establishment del escritor wanna-be y con el establishment de las vacas sagradas. Por eso, y no por otra cosa, jamás ingresé a la facultad de letras y pretendí que me interesaban las conferencias sobre gramemas perdidos. La vida académica, la ostentación, el uso de la palabra con el puro afán de convertirse en gurú, o hacerse de un séquito de arpias y gusarapos, me parece un afán somnífero y por demás arrogante. Pocos escritores que conozco escriben porque lo necesitan. E incluso, dentro de ese grupo, hay algunos que lo necesitan por motivos también ulteriores. Disiento entonces. Me dejo escribir en paz. Escribir y publicar, afortunadamente, no son la misma cosa. Publicar, quizás como John Twelve Hawks o como Pessoa o como Traven, je, podría ser interesante. Perdido en la neblina. Escupiéndole ilusiones al mundo. Jugando al espejismo.
Si no, francamente, prefiero seguir haciendo lo que me place. Y que venga un buen amigo a recoger el disco duro el día que muera en el intento.
Salud.