Para la lumocana, y su abrupta aparición.
¿Sabes una cosa? Las historias más bellas, son las que hacen trampa. No. No creas que estoy pretendiendo convencerte de odiar al cine dogma, o de que los trucos mágicos, con todo y su prestige son mejores que la realidad. El asunto, querida dulciloca, es que la realidad no tiene muchas trampas más allá de las que ofrecen las historias. Y que es ahí donde existe ese único territorio desde el cual podemos pretender que la muerte no existe, o que la vida -en general- no es predominantemente mierda. O que de pronto, en una convergencia casual o causal o como se crea, uno puede encontrar su CORTE, y aparecer entonces en otra escena en la que ya han pasado todas las fricciones insulsas y tortuguescas como son el levantarse al baño, o el estar crudo, o el odiar -otra vez- al mundo entero, y en donde se puede aparecer en ese -nuevo set - donde todo es sencillo y maravilloso, como cuento de hadas -sí- aunque no necesariamente tiene que estar matizado por los efectos especiales.
No sé si me entiendas. No planteo una cosa sencilla, pero tampoco estoy suponiendo ninguna ciencia nuclear e impenetrable. Hablo de jugar y de lo lúdico. Hablo del amor, pero del amor despojado de todos los revestimientos de expectativa, aceptación y confianza y seguridad y buen sexo, etcétera. Hablo del amor sin eso que el mundo se empeña en poner sobre sus nuevos y sofisticadamente estúpidos ideales.
Hablo de poderse encontrar el amor en una alcantarilla (remember?), y no en un palacio. Hablo de poder construir verdaderos palacios coloniales con los más ilusorios y pendejos palillitos chinos, o de madera, o de humo. Hablo de construir con espejismos, en lugar de querer siempre erigir a partir de concreto ladrillo y abstracta solidez.
Hablo de olvidarse del deber ser y de aceptar que es la tierra magra la que nos conforma y que además es esa misma a la que volveremos alguna vez. Tan pronto dejemos de creernos mejores que ella.
Hablo de recular frente a la sociedad occidental, y frente a la oriental, y frente a cualquier conglomerado de expectativas que hayamos elegido a partir de nuestra debilidad de cachorros. Porque no elegimos ser lo que somos ahora, ni cuando éramos niños. Pero definitivamente estamos encadenados a una idea, a un supuesto y a un tránsito -mesurable o inconmensurable- pero que nos define insatisfechos. Y al que no hacemos otra cosa que regresar, una y otra vez, y a cada momento en el que nuestra cortina de humo cobra solidez y se desploma como una tonelada de plomo sobre nuestras imberbes e imbéciles espaldas.
Hablo, querida y melancólica ruda, querida y displiscente mujer que se empapa sobre una sábana ajena, pero que también se sabe mujer, y querida idea recóndita de hace 120 años, hablo acerca de mi cama del sábado pasado. Hablo sobre dejarse de idioteces y vivir. Hablo de no andar dibujando al carbón el mundo del que -finalmente- deseamos escapar.
Hablo de aflojar los músculos del corazón, como diría Sabines, y de volver -con la frente marchita- como diría Sabina, hasta la cueva, hasta el habitáculo de la piedad, hasta el lugar donde sólo somos uno, aunque seamos quizás dos -como digo yo- y aunque diga mal.
Y no genitocéntrico ni reverberante. Nada de ruido ni de presunción. Solamente en paz y tranquilos. Cansados de buscar lo que no obtendremos. Hartos de mirar la pantalla no tramposa del mundo, y haciéndole trampa nosotros. Corte, se queda: Esta escena puede ser pusilánime o puede ser perdurable. Y si existe un director, que entonces decida...
(Y qué importa. Es la que hay. Es la que queda. Es la de hoy.) Y es -siempre- la mejor que se puede. La mejor que se pueda. La única. CORTE...
y...salud.