Para todos mis amigos, mis amantes,
mis amores, mis amadas,
mis borrachos pensadores y no pensadores y sus jefas y sus hermanas.
Para nadie. Para mí. Pa que lo que sigue siga. Y más nada.
mis amores, mis amadas,
mis borrachos pensadores y no pensadores y sus jefas y sus hermanas.
Para nadie. Para mí. Pa que lo que sigue siga. Y más nada.
Hace mucho tiempo que no dejaba descansar mi ansiedad bloguera durante tantos días. Y es que, por algún motivo, siempre encontraba la necesidad o el ocio suficientes para sentir unas ganas irremisibles de decir algo en este lugar. Aun enmedio de muy distintas tormentas, los dedos se me quemaban con las ganas de sacar algo, expulsar estupideces sobre lo acontecido, ordenar públicamente mis pensamientos, vaya, cualquier cosa que resultara en una multitudinaria exposición del mundo interno.
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Pero algo ha cambiado y sigue haciéndolo en estos días. Quizás el año acumulado o perdido haya tenido algo que ver, quizás no. Lo cierto es que han sido meses de una intensidad deslumbrante. Meses en los que, como ya es una paradójica costumbre, el no tener ni hacer planes ha resultado en grandes y maravillosas y vivenciales novelas épicas de las que no he podido escribir por preferir vivirlas. Semanas reconfirmantes y reconfortantes: sigo sin saber a dónde voy o si siquiera me importa. Gozo de la incertidumbre que esa falta de seguridades (de chocolate) le suele significar pánico a otro tipo de personas. Amo dejarme amar, hacia fuera o hacia dentro. Amo dejarme ir. Amo a mis amigos: mis grandiosos y disímiles amigos, que con un simple pestañeo me recuerdan que los quiero y que los tengo por el simple hecho de que son reales. Seres como estampidas incoherentes o coherentes, pero estampidas al fin y al cabo. Impertinentes, impuntuales, puntuales, proclives a la opinión o al silencio, pero siempre ocurriendo como una tempestad y siempre distintos. Sin ganas de ser dios ni de tenerlo. Cada estúpida coincidencia histórico-política-temporal que pasa, o sea, cada simbólico año, me hace más feliz el hecho de conocer y adorar a tanta gente tan inconvenientemente conveniente, y tan frugal, y tan diversa.
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Y ahora, sitiado en esta nada epidérmica que resulta ser el desempleo, me dejo vivir todo lo que sin tregua me está aconteciendo. Amigos, mujeres, músicas e historias. Sincrónicas y asincrónicas como siempre resulta ser la puta vida -este Truman show del que no tenemos control ni nociones protagónicas- y que, queriéndose portal mal, ha terminado portándose absurdamente bien conmigo. Tan bien que no me ha dado tiempo para escribir pertinentes síntesis o algunas otras sinopsis gramaticalmente adecuadas. Sólo está ahí, reconfirmándome a cada rato que los planes son falacias, y que hay que amar a quien amar se deja y se merece. Y obedientemente, así sí, yo nomás me alíneo. Todo porque me da más miedo el dejar de hacer que el hacer a medias, atado por las conjeturas y las consecuencias y las consecuencias de las consecuencias, bah (blah, blah).
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Así que nada. Aquí estoy, en uno más de mis intervalos. Contento con todo lo que me deja estar contento, y angustiado otro tanto por lo que con derecho me angustia. Viviendo sin pretensiones de resumir o proyectar una falsa maestría que reduzca a letritas todo lo que me pasa. Heme en plan de intersección y no de origen, ni mucho menos destino. Sin ganas de hacer conclusiones más grandes que una mirada, o un abrazo, o unos rizos rojos, o una piel tostada, o un mezcal glorioso o una dulce y hermosa mujer enamorada. Nada. Que se preocupen los otros miedosos, yo no. Porque mientras ellos en verdad se preocupan, yo deshebro mi vida en momentitos, insulsos o felices o espantosos, me da igual. Pero chiquitos, siempre. Siempre diminutos. Momentos para guardarse en los bolsillos, o entre los labios, o detrás de las orejas, o en los anuarios que se dejan. Segundos que se quedan como un beso o un orgasmo o un sincero gancho a la quijada. Míos como la convicción de hacerme libre. Volátiles como estar vivo, como las olas, los buenos libros, las borracheras más hermosas, los colchones tibios, las pieles mutables de la sorpresa, los ojos de las ninfas, los minutos que alcancen a sumar quince o el resto de mi vida, si es posible. Porque sólo resta lo que ocurre. Y lo que ocurre es siempre un bulgar recuerdito que no alcanza siempre a ser trama. Por eso, despojado de memoria, renegando de adjetivos, y carente de historias, historiadores, bardos y biógrafos ociosos, me permito decir esto: Hoy y ahora les amo a todos, les odio a todos, les dejo todo y les heredo pura y simple nada. Estoy completo.
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Más que nunca mi vacío me hace estar lleno. Mejor que siempre, hoy, tampoco quiero nada. Pero sólo en términos históricos y grandiosificados y grandilocuentes perplejos y estúpidos. Porque sí quiero algo cada tanto. Y ese algo es sólo un beso, una piel, un amigo sin muletas o un amor sin explanadas. Poca cosa. Pido bien poquito. Denme un simple momentito, así nomás. Y que la muerte se aguante la tos, y que durante el próximo ratito se acurruque en su frazada. Ya mientras nos reímos juntitos. O bailamos. O no bailamos. Da igual. Juntos significamos lo que entre la jungla de los ciegos resulta doloroso y estúpido. Juntos glorificamos, momentito a momentito, todo lo que a grandes rasgos termina siendo nada. La nada del jueguito social. La nada entre las nadas.
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Gracias, pues, a todos y a toditos. Grandes o de caramelo. Gracias de nuevo. Y otra, y otra, y otra vez. (Hay momentitos tan pequeños en mi saco, que si los mercados internacionales les valuaran seríamos todos libres y tranquilos, y hasta podrían salvarnos antes que nos lleve la chingada).
Pero como no es así, les dejo un mientras tanto: Mientras tanto, pues, salud.