La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 18, 2005

Buenos días: Soy la vida.

Y no es un post largo, pero tampoco corto.
El que lo lea, que lo entienda.
Y el que lo entienda, mis respetos. Los acentos son imprescindibles. Más que el post mismo.
Y, aclaro, no tiene nada que ver con mi depresión. Mi depresión no existe: Es un invento. Estoy mejor que nunca. En soledad, pero clarísimo. Una delicia.




Eso me dijo. Me dijo sólo eso: Buenos días. Y no tuve que preguntar nada más: Simplemente replicó: Soy la vida. Ahí fue cuando en verdad me asusté.

Todo pasó sin preguntar, enmedio de mi cabeza, sin que nada más importase. Soy la vida: Amárrate el cinturón.

Apenas alcancé a contradecirle, en un volumen muy bajito: "Seas lo que seas, no pienso amarrarme el cinturón, cerrar el vidrio, pisar el freno. Me siento dispuesto a chocar, a morir, a permanecer, pero siempre estoy dispuesto a desaparecer para siempre. Tómate ese pleonasmo".

Y la vida no se inmutó. Estaba preparada para eso y mucho más.

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Y entonces terminó el flashback. Desperté sin haber siquiera dormido, pero siendo sumamente yo. Y más yo que nunca, con todas sus consecuencias. El ahora sobresalía de entre todo lo confuso: Y es que resultaba sumamente claro. Y no lo pedí, y no lo devolví a casa. Lo escuché sin reclamos. Escuché al ahora como nunca antes. Me sentí casi bendito. Bendito entre toda mi endeble confusión. Bendito de ser mi propio partícipe, mi propio espectador. Sólo bendito. Y eso que no creo en bendiciones.

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Entendí miles de cosas. Cosas que ya entendía, obviamente, pero que no me había podido explicar a mí mismo. Cosas que permanecían molestándome. Una de ellas, la primera, la más clara, la más conmovedora y, a la vez, la más capaz de cachetearme por sí misma:

Estar con alguien nunca debe cimentarse sobre el no querer estar con uno mismo. Sobre el no saber estar con uno mismo. Sobre el no poder estar con uno mismo. Si de verdad es que se pretende "amar", es imprescindible soportarse, cada quien a sí mismo, incluso hasta el peor de los hartazgos. Más sencillo: No quiero estar contigo para no estar conmigo. No quiero estar contigo para olvidar lo difícil que me resulta estar conmigo. No quiero estar con nadie si no me soporto ni yo. Nunca el amar debe ser narcótico, y menos aun escapatoria. Por eso es que fracasamos tan a menudo. Porque no amamos: sólo pretendemos distraernos y olvidar nuestras propias crisis. Es tan simple como eso (o tan difícil). El truco no es válido. Acaba por ser otra muy rebuscada trampa. Fin.

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Luego de golpear mi propia frente contra esa verdad, poco me quedaba por decir. Pero entonces descubrí otras cosas igual de ciertas. Incluso, y lo admito, me revolqué sobre el placer de no ser un imbécil sin remedio. Aunque no fuera gracias a mí mismo. Aunque nada tuviera que ver con ese resultado. Yo simplemente me mantuve en pie: Soy un hombre despreciable, sí. Pero también soy un hombre improbable, único, sumamente amoroso, dedicado a lo que deseo, voraz frente a lo que amo. Nadie que no sea yo podría quitarme esas certezas. Ahora es que me queda claro lo que soy. Lo que quiero. Lo que no podré ganar y lo que no estoy dispuesto a perder. ¿Qué más puede pedirse?

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Y después, por obra y gracia de los puros azares del destino, vi mi propia mirada cuando alguna vez estuvo despojada de cualquier temor. Me vi a mí mismo a los ojos. Sentí ternura por mi propia e incipiente alma. Lloré por mí, como nunca me había atrevido. Y sin lástima alguna. Sin rencor contra nadie. Y es que me quedó tan claro lo bien que beso, lo mal que beso, lo enorme que soy, lo diminuto que soy, lo eterna que es mi entrega, lo efímera que resulta, etcétera. Me quedó tan claro todo lo que ya fui y tan posible lo que todavía no logro ser, que, sencillamente, no hubo lugar para ningún reproche. Heme aquí, yo, el fustigador de los narcicistas, el despreciador de los ególatras, el imitador de los lastimeros, yo, sólo yo, yo solo y mi alma, comprendiéndolo todo. No todo (claro está), pero sí todo lo que antes me provocaba dudas inútiles. Dándome cuenta de mi valía. Dándome cuenta de mi hermosura, de mi fealdad, de mis eternas posibilidades. Respirando, por primera vez, sin pena ni gloria. Sólo respirando. Feliz.

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Y luego me pregunté de dónde venía toda esta claridad. Me encontraba sobrio. Absolutamente sobrio. Más sobrio que nunca. Más sobrio (obviously) que ahora mismo. Y me puse a recapitular sin pudor. Y le dí al césar lo que era del césar. Y a dios no le dí nada, porque (nuevamente) no se presentó a la repartición de agradecimientos y reclamos. Pero tampoco me importó. Sobreviví lo vivido. Tropecé con lo vívido. Me levanté cuando hizo falta. Y luego pensé en ella (sí, no pude evitarlo). Pensé en sus argumentos: torpemente dichos pero sólo por falta de herramientas. Pensé en lo que quería decirme, desde un principio y sin jugueteos. Pensé en lo esencial. Y de nuevo me conmoví. De nuevo sentí cosquillas en el pecho, patadas en el alma, dolor a quien dolor merece.

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Y aunque hoy la vi apenas brevemente, y aunque no pude contarle lo que me hace falta contarle, (porque estas palabras escritas no son nada frente a lo que se puede decir sin pudor), todavía no estoy satisfecho. Y aunque también sé que nunca se puede estar verdaderamente "satisfecho" (qué aburrición, por dios), sí tengo ganas de mirarle convencido. Besarle convencido (aunque no se pueda, o aunque no tenga caso, o aunque no se deje). Tengo ganas de rendir honor a quien honor merece. Y que mientras tanto, sin pena alguna, su perfume envuelva cualquier siguiente palabra: Para que ya mi boca no la diga. Para que ya mi corazón no la sueñe.



Pedo mío. Lo demás me hace feliz y me estremece.
¿Qué más que eso? ¿Qué más es lo que cualquiera quiere?

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