La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

septiembre 25, 2005

Ah, pero qué pendejo estoy.

De pronto caigo en cuenta: Estoy hecho un grandísimo pendejo.

Mi vida siempre gira, y ha girado, en torno a las mujeres de las que estoy o, paréntesis, he estado enamorado. Y eso es una gran pendejada.

Ni mi vida, ni la de cualquiera, debiera jamás redundar sobre lo que ama. Y digo: atreverse a amar ya está, de por sí, harto cabrón. Por eso mismo es que es estupidísimo vivir a partir de eso. Digo yo. Y tal vez me equivoco.
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Recuerdo tiempos antiquísimos. Lo recuerdo todo. Tatiana, por sobre todo, y luego el resto. El castigo, la libertad, la transgresión, el amor entero, el amor bajo la cama. Pocas mujeres: Eso seguro. Jamás me jactaré de haber tenido o lastimado más mujeres de las que me he podido enamorar.

Pero también puedo decir que han sido más que suficientes. A duras penas he podido lidiar con tanto aprendizaje. Apenas he logrado enamorarme de todas y cada una. Un placer que nadie podrá quitarme jamás. Un dolor, uno por uno, y que nunca se me ha olvidado. Ni tampoco lo cambiaría por nada.
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Sólo quisiera dejar de vivir a través de ellas. Existir por mí mismo. Poder encontrar ganas para cualquier cosa, sin que ellas o nadie tuvieran nada que ver con ello. Caminar sin sus motivos. Desear sin sus sombras. Ser yo y sólo yo, lejano a todas ellas.

Todavía no he podido. Pero ya casi.
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Y es que soy tan comodino. Tan autocomplaciente, carajo. Si no es por ellas, no cambio. Permanezco. Me estatizo. Me apendejo. Qué cabroncete salí.

Pero ya aprenderé. Y como siempre, tendrá que ser a posteriori. Ni modo.

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