La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

marzo 10, 2013

All in all we’re just another brick in the Facebook Wall.





No me hables de tus inclinaciones. Ten tantito pudor y no me describas a cuántos grados sabes parar el culo. No me digas que te inclinas por hacer dinero, si no quieres que te llame prostituto. No me digas que te inclinas por placer. Mucho menos me digas que te inclinas sin placer. Inclínate por lo que quieras, cuando quieras y con los codos encajados sobre la superficie que te dé la gana.

Es difícil encontrarle sentido a la rutina. Y cuando no la tienes, es difícil encontrarle sentido a la carencia de una. Es difícil encontrarle sentido a cualquier cosa. Lo he sentido difícil. He sentido encontrarle, pero no cualquier difícil día. Sólo lo he sentido en algunos. En esos en los que las cosas –todas—cobran alguno. El mundo entero se transfigura en un rompecabezas más sencillo que de costumbre, y difícilmente hace sentido el no querer armarlo y tomarle una instantánea. Instantáneamente, entonces, desaparece toda dificultad. Todo aquello difícil y que antes te hacía perder la cabeza –y el sentido—se desmorona sobre un lienzo que tú mismo pintaste, recortaste, revolviste y luego armaste en escasos quince minutos.

Sucinto. Sucinta. Su cinta negra en el karate del entusiasmo y la algarabía lo espera en la ventanilla 2, señor. Su cinto no aprieta lo suficiente, caballero. Inocuo e inoperante. Insípido e insignificante  es quien se entrega de brazos abiertos a una fórmula de éxito, para luego olvidar el propósito originario que lo empujó hacia semejante sacrificio.

A mí esas cosas –al igual que los teléfonos de todo el puto mundo—jamás se me olvidan. Tengo la memoria más arbitraria y pendeja “de la que se tenga memoria”. Ironías en el pasillo de la correcta sintaxis. Cacofonías necesarias. Y es que, si no es mediante la grotesca repetición, ¿cómo carajos podría explicar la condena y bendición de una memoria como esta?

Hay días que me levanto, y juro que sin inclinación alguna se me viene un número aleatorio a la cabeza. Siete u ocho dígitos, por lo regular. Aduzco siempre que esos números “quieren decirme algo” –nada místico, nada misterioso, pero ALGO—. Y pocas veces descubro lo que es ANTES del primer café.

Lo malo, es que por lo regular se trata de puras estupideces. El número de teléfono que tenía  mi primer celular. La cuenta bancaria de mi proveedor de gas L.P. La cifra debajo del código de barras de mi recibo telefónico. La talla de calcetines que Superman compró en la película serie B que de él se hizo en 1989. Poesía desechable. Epifanía reciclable y compuesta por cifras absolutamente inútiles. Un cadáver nada exquisito y cuya arquitectura es más mediocre que la de los cientos y cientos de torres de Babel que se han mitificado estúpidamente a lo largo de esa ridícula casualidad geológica-existencial que algunos insisten –oh, ternura- en llamar “la obra de Dios”.

Si Dios –o mejor “dios” de una vez, dado que así todos los creyentes podrán dejar de leer estas idioteces desde ya, en función de lo absolutamente ofensivo que para ellos resulta el uso de las minúsculas cuando se trata de su caricaturesco creador- existiera…repito: Si dios existiera, yo claramente tendría que ser un junior trillonario y carente de preocupaciones o prioridades mundanas. ¿Por qué? No porque me sienta merecedor de las riquezas y placeres incalculables que suelen acompañar a los príncipes de todos los buenos cuentos. Y no porque yo mismo me perciba como un ser superior a los demás subhumanos que me acompañan: nada de eso. Si su dios existiera yo sería trillonario porque eso claramente significaría que TODOS a quienes conozco se lo pasarían “de lujo”. Y ya sé que eso no le haría mucho bien a la humanidad, Pues si mi vida consistiera en producir un casting permanente de amigos yuppies, hippies, hipsters, antihipsters, losers, antilosers, artistas, antiartistas y sencillos mundanos contándome sus aspiraciones y recibiendo financiamiento para todas ellas (en mi propia Trump Tower de fantasía), sé que, seguramente, de pronto y mágicamente tendría nuevos y nuevos amigos todos los días haciendo fila. Y que probablemente botaría toda mi fortuna otorgando becas sin sentido a las ilusiones más pendejas o más sublimes que me fuesen presentadas cara a cara en el palacio. Sin otro requisito que el de mirarme a los ojos y contarme sus deseos, yo, -el junior máximo—le regalaría todo mi imaginario dinero a los valientes que supieran decirme con toda claridad qué carajos harían con él. Y quizás entonces me frustraría no poder acompañar a todos en sus aventuras. O constatar que quizás muchos abandonarían de inmediato esos sueños para dedicarse a dispendiar tal dinero en sexos, drogas y rockanrroles mucho más inmediatistas. Pero también sé que TODO eso me importaría un fresco y absoluto bledo-comino. Nada. Niente. Not a bit.

Y es que en lugar de despertar recordando teléfonos de extintas abuelitas (muchas veces ni siquiera mías), mi propósito sería tan intenso y sencillo que no habría lugar a distracciones o imbecilidades cognitivas. Y quizás dejaría a un muy bien entrenado y ejecutivo equipo de asesores que se encargara de decirle que sí a todo el mundo, y me largaría a cualquier parte, en cualquier momento y sumamente decidido a hacer cualquier cosa. Podría, finalmente, vivir en intervalos de quince minutos. Preguntándome siempre –y en toda circunstancia—si allí es donde querría estar y eso es lo que querría hacer. Y podría decirme a mí mismo que “no” cuantas veces fuera necesario. Y entonces, haría otra cosa.

No: muy probablemente no alcanzaría jamás el Nirvana. Y difícilmente tendría chance, deseo o INCLINACIÓN por volverme un gurú de nadie. Porque precisamente no juzgaría fantasía alguna:  Las patrocinaría todas. Sería –no un botarate—sino EL botarate. Y –si acaso fuera posible—el botarate más anónimo de entre todos los botarates. Para así poder seguir desayunando paupérrimos tacos de canasta en cualquier esquina, comiendo fresquísimas angulas en cualquier templo del dispendio, y cenando besos y champaña entre las piernas de la Atenea que besos pidiera, o la Afrodita que champaña requiriese.

 No me culpen pues, por mis fantasías. Culpen a su Dios. Él, el omnisciente, omnipresente y omnipotente –bajo su lógica de insectos culpígenos y obedientes—tiene que ser también el creador de todos estos desvaríos, ¿no? Y si no él, entonces su palero demoniaco: da igual. Lo cierto es que si hay un Dios –así, con mayúsculas— ha de ser francamente aburrido y convencional. Pues en lugar de estarlos becando a todos, lo que me queda es inclinarme por las palabras. Las palabras dulces. Acompañadas de licor, si es posible. Seguidas por los párrafos: los más pendejos, los más sublimes, los más perversos. Parafraseando a Les Luthiers.

Es difícil no inclinarse en estos días -apelmazados de dioses y delirios- y en los que ya no hay siquiera un Melate incorruptible que pudiera salvarnos a todos de la mañana siguiente.

Mañana. Mañana. ¿Cuál será el sueño detrás del número y detrás de la rutina que me atormente mañana?

Habré de preguntárselo a mi taza de café.  Aunque nunca sea ella la que me responde.

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