Para N. que lo es todo
Cada
vez que miraba los ojos de los niños, pensaba en personas resplandecientes. No
le importaban ni su excesiva euforia ni su atención tan voluble como las nubes.
Le intrigaba lograr verse en esos mismos ojos que miraba. A veces lo conseguía:
con niños más bien danzarines y preguntones. Pero con aquellos que ya asomaban
las raíces de la melancolía, le costaba mucho más trabajo. ¿Y es que acaso el
tránsito entre la infancia y el olvido pasaba –precisamente—por perder la
cualidad danzarina del asombro? ¿Y si la razón por la que los adultos ya no le
intrigaban tanto era la misma por la que se sentía tan perdido y en añoranza de
la magia que él mismo había perdido hasta ese día?
Nunca
supo la respuesta a tales preguntas.
“Nadie
la sabe” –se consolaba con disciplinada constancia—
Pero
no lo sabía de cierto. No era rotunda esa noción ni tampoco pesaba como un
yunque de plomo esa convencida resignación que lo alejaba de su propia
capacidad para abrazar las delicias. Ya no tenía esos ojos de niño –y eso sí
que lo sabía bien- ni tampoco era capaz de convencerse de que ese camellón en
la calle monólogo que hoy le suponía Amsterdam, era un bosque profuso y
encantado por hechizos tan diversos como los incontables olores que solamente
los perros que por ahí transitaban a diario –atados o no, salvajes o no,
domésticos o no tanto- sabían con total certeza: Ya no eran suyos ni los olores ni los ojos. Ya no era suyo nada sino un profundo vacío incapaz de delirar sin sentir pudor o maravillarse sin sentirse estúpido.
Pero
entonces la diosa ironía caminaba en círculos concéntricos junto a él, sobre
esa misma calle, y le recordaba que un hipódromo no hace carrera, ni que por el
simple hecho de repetir la operación se perfeccionaban los resultados en la
vida.
Mientras tanto, él paladeaba el recuerdo de cómo cada vez que abordaba ese camellón, cuando niño, lo hacía de un modo distinto. Sin importar lo que hubiese alrededor suyo: fueran las jacarandas vanidosas que asomaban sus ojos en los albores de marzo o abril, o los bares y restaurantes que nacían, crecían se multiplicaban y morían debajo de sus flores purpúreas. Todo era nuevo, todo el tiempo. Todo era una epopeya en cuanto la puerta de casa se abría, y de la mano de papá o mamá o nadie –preferentemente— comenzaba la circunnavegación terrestre una tarde después de la otra.
Mientras tanto, él paladeaba el recuerdo de cómo cada vez que abordaba ese camellón, cuando niño, lo hacía de un modo distinto. Sin importar lo que hubiese alrededor suyo: fueran las jacarandas vanidosas que asomaban sus ojos en los albores de marzo o abril, o los bares y restaurantes que nacían, crecían se multiplicaban y morían debajo de sus flores purpúreas. Todo era nuevo, todo el tiempo. Todo era una epopeya en cuanto la puerta de casa se abría, y de la mano de papá o mamá o nadie –preferentemente— comenzaba la circunnavegación terrestre una tarde después de la otra.
Ni
siquiera cuando estuvo bien entrado en sus otoños logró dejar de extrañar el
tiempo en que las estaciones eran prescindibles, delicadas o sólo
imperceptibles y absurdas. Amanecer y atardecer eran simplemente un
desparramado jugo de naranjas y moras que se confundía dentro del cielo
agrietado de una ciudad desconocida. El presente era perpetuo y todo –TODO- era
tan eterno como el próximo juego.
Ojalá
sólo hubiera sido eso lo que le laceraba en forma de misterio y duda.
Ojalá que nunca hubiera sentido que haber gozado era un peso inerte de otros días. Días que -como un tormento- lo
obligaban a querer volver a cierta embriaguez inocente que tuvo -había tenido- su propósito y sentido sólo
cuando era un niño, y nunca más.
De
haber sido así, quizás habría logrado jugar a ser el mismo todo el tiempo que
fuera necesario para –en Fantasía- arañar entonces la felicidad y arrancarle
esas tiritas de certidumbre que tanto le satisfacían cuando viejo.
En
el invierno de la vida, todas las epifanías llegan mientras se caga, se come, se
fornica o se duerme. Y como tantas veces sucede que muchas (o todas) esas
antiguas aventuras se practican bajo el tempo de la automatización y la prisa,
él dirigió sus baterías a descubrir un momento incapaz de ser asido: ¿Cuándo es
que se abandona la mirada de la sorpresa para adoptar entonces la de la
aceptación social? ¿Cuándo se deja de ser niño para entonces jugar el juego de
desear o ser deseados? ¿Cuándo se intercambia la felicidad por el dinero, la
vida por el trabajo y la libertad por el yugo de los hábitos?
Todos
esos años que dedicó a la cartografía de la desilusión resultaron tan estériles
como las montañas que no llevan dentro el magma de la mutación. Nunca supo
recordar el momento preciso que lo llevó de la absorta y funámbula infancia a
la desorientada-mas-luego-convencida madurez (y que mientras moría también le
olía como a una forma muy sutil de putrefacción y resignada rendición).
El
mapa de los días que logró trazar bajo toda esa lluvia de alfileres y semillas podría –quizás, tal vez-
ser de científico interés para algunos de los más connotados criptógrafos del ahora.
Se asemeja al dibujo que sigue:
Se asemeja al dibujo que sigue:
Sin
embargo, acreditados grafólogos han desistido de toda decodificación de
semejantes trazos puesto que no ofrecen origen visible como tampoco destino
palpable. Y a estas personas les repugnan las ideas caóticas tanto como las
grafías que no parecen apuntar a ningún lado.
Podría
argumentarse que su vida fue un desperdicio. Una eterna persecución del
fantasma de tiempos mejores que nunca fueron
en realidad. La perpetua percepción de purezas perennes que poco parecerían
posibles.
Un
sinfín de pes.
Una apología a la nostalgia que se resiste a ser melancolía pero que sucumbe a la resignación.
Un abuelo más: convencido de que su primer fantasía es la única que vale y que por tanto declara una guerra absurda contra todas las fascinaciones venideras para quedarse con ninguna.
Una apología a la nostalgia que se resiste a ser melancolía pero que sucumbe a la resignación.
Un abuelo más: convencido de que su primer fantasía es la única que vale y que por tanto declara una guerra absurda contra todas las fascinaciones venideras para quedarse con ninguna.
En
el reloj del invierno, las manecillas marcaron las diez menos setenta y ocho
años. Los más complacientes dirán que vivió lo suficiente.
Pero
él, mientras moría, supo que muchas cosas vendrían después de su fallecimiento.
Todas ajenas. Todas sin él. Todas lejanas a involucrarle.
Pero
muchas.
Muchas al fin: Como las flores en el camellón.
"De poder olerlas ahora mismo -se dijo
"De poder olerlas ahora mismo -se dijo