La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

octubre 04, 2013

Simulacro de rebeldía



Hace pocos días subí una escalera situada en plena Sexta Avenida de Nueva York. “Avenue of the Americas”, como le llaman los estadounidenses desde hace un tanto. Porque claramente America (sin acento) se refiere siempre a su país, el glorioso gran imperio. Y “Americas” (también sin acento, pero en plural) es siempre una referencia a todos los nosotros-demás. No me pesa tanto como a otros esta particularidad lingüística de este singular país. Si se han apropiado de America para referirse a sí mismos, eso es meramente un síntoma y no un origen patológico de todos los problemas de nuestro lastimado continente.

El asunto es que salí de esa estación del subterráneo, en pleno día azul en el otoño neoyorquino, y situada a escasas dos calles de Central Park. Central Park es, entre muchas otras cosas, la apología perfecta de lo que los “americanos” piensan de América. Un rectángulo perfecto e inmenso que simboliza lo que ellos piensan de sí mismos: La verdadera encarnación del orden y el espacio que su “imperio” percibe de sí mismo. (Imperio de clóset, claro, dado que calificarlo así muchas veces resulta una afrenta para muchos de ellos). Y aun así, connotaciones políticas a un lado, es un parque imponente y grandioso.

Nunca había llegado a Central Park desde la sexta avenida. Tampoco es que pueda culpárseme: apenas lo he visitado un manojo de veces. Y en esta ocasión singular, lo primero que pude ver al acercarme al centro meridional  de este majestuoso parque, y una vez sorteadas las calandrias, los turistas, los vendedores de gafas para el sol y los falsos guías expertos que prometían un paseo inigualable por esas praderas a cambio de un buen manojo de dólares, fueron dos estatuas harto grandiosas y particulares: A la izquierda, José Martí. A la derecha, Simón Bolívar. Ambas, me parece, donadas por los gobiernos de Cuba y Venezuela hace ya bastante tiempo. Y no quiero ni siquiera rozar la ironía que hoy supone tener ese par de obsequios situados en ese preciso lugar, considerando las circunstancias diplomáticas que desde hace unas muchas décadas existen entre America y ese par de países americanos. Por el contrario: antes que sentirlo como una paradoja cuasicínica y palpablemente física en el medio de un parque tan medular como ese, lo que sobrevino en mí fue una amarga asimilación: Y es que junto a Martí y junto a Bolívar no se erige monumento alguno que haga homenaje al libertador de México. ¿Pero cómo es eso posible? –pensarán algunos. ¿Qué tipo de insulto es este? –podrían ridículamente objetar los educandos más notables de nuestro México revolucionario…

Ahí, en Central Park, no se erige una estatua que homenajeé al libertador de México porque simplemente no existe tal. Este arrogante México –el mismo que se jacta de haber roto con la corona española antes que nadie y de forma tan “contundente” como la que nuestros libros de texto escolares se empeñan en vender, no tiene ni ha tenido libertador alguno. Por lo menos, vaya, ninguno verdaderamente logrado. Ningún Martí y ningún Bolívar. Acaso un repulsivo Iturbide que –digno padre fundador de los métodos de cabildeo y gestión oligárquica que hoy mismo nos rigen— consumó una simulada independencia en el amargo día en que sus ejércitos pisaron la ciudad de los palacios y se le proclamó –ah, ironía- primero “presidente” y pronto emperador de una patria enjuta y convulsionada por doce años de masacres impúdicas.

México es un país que nació huérfano. Que proviene de un vientre carente de toda naturaleza y pulcritud. México es una patria sin padre y sin madre. Sin semilla y sin impulso germinal. México, pues, no nació por parto natural. México, acaso, es el producto de una cesárea brutal y sanguinolenta. Arrancado de un útero multiforme y contrahecho. Producto de una convergencia y una coyuntura sumamente breve: esa en la que ricos y pobres, mestizos y criollos, indígenas y esclavos –todos—estaban lo suficientemente estrangulados en el mismo momento histórico, y por lo tanto lucharon en busca de una bocanada de aire bajo cualquier estandarte distinto al de la monarquía novohispana. Y tras darse un respiro, o cien –unos más, y otros muchos menos—esa conjura hermanada por la desesperación comprendió, momentos más tarde, que su enemistad no había sucumbido en lo absoluto: Simplemente había cambiado de nombre. Y de apellidos.
Chocando vasos con queridos colegas y hermanos en ese nueva York tan peculiar, comenté esta precisa observación como quien tira un cohete sobre las ventanas de su colegio. Buscando romper ventanas, quizás, pero también empuñando tantita rabia y desasosiego. 

-          “Pancho Villa” –se dijo en la mesa— 

Y no fue sólo el hecho de saltarse 100 años para equiparar a Bolívar o a Martí con un hábil y ambicioso forajido analfabeta lo que motivó mi inmediata respuesta. Fue, más bien, la honesta admisión de que Pancho Villa, Emiliano Zapata, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón e incluso el gran republicano que alcanzó a ser Juárez –por momentos—tampoco liberaron a nadie con la contundencia ideológica que sí tuvieron Martí y Bolívar en sus respectivos momentos históricos. Quizás la constitución de 1857. Quizás la de 1917. Sin duda fueron ambas un incontestable avance político para lo que en cada uno de esos momentos era la “patria” mexicana. Y claro, también podría decirse que Martí no hizo a Cuba. O que el sueño de Bolívar no impidió que pronto la oligarquía sudamericana diera marcha atrás a los preceptos originarios de su doctrina libertaria. Pero en México, como siempre, la multiplicidad de las facciones y la codicia de los grandes jugadores han pesado mucho más que cualquier bandera, en cualquier momento. Pocas veces se ha arropado, se ha agremiado, se ha estrechado esta nación consigo misma. Y siempre – SIEMPRE—han sido los grandes y codiciosos jugadores de la burguesía local (con apoyo de imperios foráneos o corporaciones globales, como hoy) quienes han ganado la batalla. 

-          “Lázaro Cárdenas” –replicó entonces la mesa—

Ciento y pico años después de cualquier sueño Bolivariano, vino el Tata. Y sí: sería una mentira histórica negar que alrededor de su figura se entrelazaron enormes segmentos de la sociedad mexicana. Ahí están las ya mitológicas fotografías de las gallinas y las cabezas de ganado que “el pueblo” ofreció al Tata para consumar su lucha. “Quizás –dije—podría ser Lázaro Cárdenas el que acompañase a Bolívar y a Martí en Central Park, sólo porque su lucha sí logró apropiarse de una inmensa mayoría de las lealtades de los mexicanos. El problema es que a muchos se les olvida que después de él vino Ávila Camacho. Y que el sueño Cardenista de una nación con sentido social –o socialista, si así se le prefiere ver—terminó sepultado por los industriales y los jerarcas que inmediatamente después “exiliaron” al Tata a labores de “consultoría”, para luego, con el gobierno “civil” de Alemán, dejarlo en la congeladora mitológica hasta su muerte; situación que él mismo aceptó de algún modo pues –cuando tuvo oportunidad de rehacerse del poder, prefirió ser parte de las monografías y los libros de texto, en lugar de recuperar a ese México que vislumbró en sus años más vigorosos…”

No espero que en Central Park se erija una estatua con Andrés Manuel López Obrador. Mucho menos con Enrique Peña Nieto. Y –que el diosito católico me perdone— todavía menos una de Felipe Calderón o de Vicente Fox. Es, evidentemente, un escenario hipotético propio del peor de los teatros del absurdo. Y es que si por tener a Aliyev en Chapultepec se armó semejante irigote, aquello es que podría provocar en mí los más descabellados actos de vandalismo de los que se tengan noticias. No. Ese absurdo es más que impensable, inviable. Ni “America” ni las “Americas” –creo- tendrían estómago para ello. Mas la tragedia no radica allí.

Nuestro país el atado. Nuestro país el que aún podría ansiar su liberación. Nuestra patria huérfana de origen, oligárquica desde tiempos prehispánicos y hasta la fecha, verdaderamente no parece tener remedio. Mientras más ancho es el abismo que separa a los cínicos botarates de la oligarquía mexicana de los paupérrimos generadores de ESA riqueza que los otros gozan, el pueblo mexicano tiene menos y menos interés por modificar –cueste lo que cueste- dichas circunstancias.

Si en 1810, un cura criollo que no poseía un iPhone ni tenía cuenta en Twitter logró desordenar mayúsculamente el orden jerárquico imperante –muy a pesar de que probablemente sus reales motivos estaban más cerca de la codicia que de la libertad—hoy la realidad es tristemente otra. Y cualquiera que enarbole un estandarte libertador en tiempos como estos, seguramente apenas y alcanzará la condición de meme en las redes sociales, si es que lo hace suficientemente bien y con gracia.

De un lado del abismo están 60 millones (o más) de mexicanos en condiciones de pobreza. Unas peores que las otras, pero ninguna “bonita”. Del otro, cuando mucho 10 millones de personas viven ciertas opulencias. Unas más insultantes que las otras. Y entre uno y otro extremo de ese Gran Cañón de la ignominia, yacen –literalmente—50 millones de mexicanos en la medianía. Unos recién llegados por su propio pie, otros caídos en desgracia desde la vertiente más estrecha del cañón. Y los más, nacidos y criados desde siempre allí. En esa telaraña que une y balancea incomprensiblemente ambos lados del paisaje. Telaraña porque es delgada. Flexible. Se contonea desde arriba hasta abajo. Y viceversa. En ocasiones lanza a algunos de un lado. En otras, simplemente los exilia a la miseria que persiste en el otro. Y mientras del lado más estrecho y opulento se han construido enormes murallas para no ver nada de lo que ocurre más allá del acantilado, desde el otro se cuentan por millones a quienes quieren jugar al equilibrismo y caminar sobre la telaraña con la ridícula ilusión de que realmente existe forma alguna para integrarse al territorio de la abundancia. Cueste lo que cueste. Todos simulando. Simulando, principalmente, que la “movilidad social” está “al alcance de todos”. Que “hay que seguir adelante”. Que “hay que trabajar” pues “trabajando todo se puede”. Vaya película de locos, honestamente opino.

Esta carrera de ratas. Estos juegos del hambre. Esta ilusión de que el progreso y la superación y la bonhomía están a una decisión o a mucha voluntad y esfuerzo de distancia es verdaderamente nauseabunda. Es una zanahoria del tamaño del mundo. Y no sería tan tristemente vomitiva si quienes están ligeramente más cerca de la muralla de la opulencia no fuesen tan repulsivamente cínicos e inhumanos como lo son cada vez que le llaman “indio”, “naco” o “jodido/asalariado” a quienes –por circunstancias ajenas a su voluntad--nacieron y crecieron en los agujeros más jodidos de todo el maldito paisaje.

Este país ya no está oprimido. Ya no existe la opresión. Está simple y sencillamente preso. Y su aprisionamiento no es necesaria o simplemente un efecto de lo que sus políticos o sus oligarcas deciden. Está –muchas veces—aprisionado por sí mismo. Ya no hace falta una STASI o una GESTAPO o una CIA para contener rebeldías mayúsculas o circunstancias insostenibles. Hoy, los que sí poseemos los iPhones o los equipos de cómputo y las redes sociales, sencillamente nos esposamos contra la verja de la placidez casi que voluntariamente. Reclamar nos es sinónimo de incorrección. Protestar es un signo de malevolencia. Y así como millones de televidentes paupérrimos pueden adorar los programas cómicos que hacen burla de su léxico y sus manerismos y les parece graciosa esa parodia, desde la clase media nada de eso importa porque falazmente se piensa que estamos “más cerca de la otra orilla” y que “no es conveniente mirar atrás”.

No mire hacia abajo. Le va a dar vértigo.
No mire hacia atrás. No sea que usted recuerde que existen millones y millones de seres humanos, paisanos –como le encanta decir en sus fiestas patrias—que no tienen para comer otra cosa que frijoles, y eso a veces. 

Y sí: puede sonar comodino y cínico el que toda esta diatriba provenga de un momento tan burgués como puede ser encontrarse con la orilla de Central Park. De algún modo lo es. Pero transitar por donde la pobreza o la riqueza ocurren no siempre es una manifestación de lealtad, conmiseración o pleitesía. No hay que estar enfermo para poder curar a alguien. No es una condición sin equa non el tocar el piano para gozar de un concierto. Ni tampoco hay que amputarse un brazo para entender la pérdida y la impotencia.

La historia del hombre es la que es y no la que debiera haber sido. La injusticia en Latinoamérica ha sido tan prehispánica como colonial como ahora “independiente” o incluso “globalizada”. Lo mismo en el resto de las latitudes.

Y lo lamentable, acaso, es que habiendo llegado a nociones como las que claramente la academia ha tenido desde tiempos Aristotélicos, el poder todavía no haya podido ser arrancado de quienes buscan perpetuar el statu quo de la impunidad y la injusticia. ¿De qué nos sirve esta maquinaria prodigiosa que llevamos bajo el cráneo, si con ella todo lo que podemos hacer por el bien del mundo es describir escenarios utópicos o regodearnos en el onanismo de nuestras ideas?

Fragmentado todo a 140 caracteres, por favor.
En las rocas.
Con un chaser de sangre.



JCLM, Octubre 2013