La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

junio 22, 2009

Twitter: La pesadilla globalizada.

Hay gente tan tristemente atrapada en el consumismo, que su mundo interior es un Seven Eleven. Otros, que tienen un poco más de lana, pero son igual de tristes, llevan dentro un gran Wal-Mart. O un Bloomingdale's. La misma mierda, con muros más altos. Mejores anaqueles. Un espejismo, que otros llaman estilo de vida, y que es más cómodo y adecuado para la rota y egocéntrica imagen que tienen de sí mismos.

¿Cómo es que podemos pasar por la vida reparando únicamente en las cosas que consumimos? ¿Desde cuando el beber Coca-Cola tiene el derecho a definir lo que somos? ¿Cómo es posible que, utilizando las portentosas herramientas de comunicación que nos trajo el siglo XXI, lo único que sabemos decir es cuánto amamos consumir tal o cual cosa, o cuánto amamos a las propias herramientas?

Tengo cerca de un año utilizando el dichoso Twitter. En principio, me resultaba absurdo. Inútil. Absolutamente prescindible. Y aunque durante los primeros meses tenía en "mi red" sólo a gente que conocía en el "mundo real", usar la susodicha herramienta era más bien una excusa para el ocio. Un lugar para compartir con amigos "reales" cualesquier pendejada que estuviera haciendo en ese momento, o el chistorete espontáneo que acababa de surgir en alguna conversación que sí me estaba haciendo reír en la dimensión humana.

Por diversos azares me hallé añadiendo nuevos personajes. Y de entre toda la incontable paja que todavía hoy mantengo en mi "timeline", aparecieron -como siempre- algunas gemas. Individuos que no solamente malgastaban su día "chateando" en lo que termina siendo un gigantesco chat globalizado al que no entras y del que no sales. Esto último me quedó clarísimo cuando un muy apreciable conocido preguntó, en su primer día, que "cómo cerraba esta cosa". Ahí me descubrí diciéndole: "Tú tranquilo, esta madre no se cierra ni se abre...nadie sabe si estás o no estás realmente ahí..."

Con todas las implicaciones que esto último tiene en la supuesta herramienta de comunicación que resulta bien-o-mal ser Twitter, hoy me descubro asustado de lo terriblemente real que este hecho resulta. Twitter no es un chat porque su chat-room es el mundo tecnificado. Y los Twitters no son chateros porque nadie tiene una lista de nombres avisándole si están ahí, si medio están, si están "nomás milando" o si se acaban de morir atropellados por un autobús. Exactamente igual de terrorífico e impredecible que el mundo "real", sólo que en voz alta.

Es así que Twitter resulta una gran humareda. Miles -o probablemente millones, ya para estas fechas- de "personas" virtuales soportadas -casi todas- por personas "físicas" (y no en el argot tributario, sino en el literario). De entre todas ellas, uno mismo. Uno y su creciente o decreciente lista de followers. Muchos, tristemente, pensando en voz alta la mayoría del tiempo:

- Tengo hambre
- Él debería de llamarme
- Eso también.

No es que sea yo quién para decirlo o que el "mundo" (de Twitter) esté para escucharlo pero hacer públicas tus pulsiones vitales, sin otra intención que la de otorgarle validación a tus pensamientos a través de su exhibición pública, es absolutamente pendejo y prescindible. Y es, además, sintomático de lo que ocurre al mundo en la última década: La posibilidad que nos otorgan las nuevas herramientas de comunicación para ser "escuchados" (o entendidos, o leídos, etc.) no es un bien en sí misma. Esto se hace aún más evidente en las mal llamadas "redes sociales" y en los inacabables gadgets que se idean y producen todos los días, para estar cada vez más cerca de ellas. Aún cuando -ilusoriamente- nos hagan sentir más cerca de "nuestra gente", cuando la geografía no lo hace propicio.

Lo único que ha hecho patente este novedoso poder de lanzar oraciones al poblado viento de la información, es que son muy pocas las personas que tienen "algo" que decir. Y no me atrevo a asegurar que cada vez sean menos, porque -quizás- lo único cierto es que la posibilidad de saber lo que la gente dice sólo hace evidente una realidad que por siglos había permanecido silenciada por la inaccesibilidad de los medios de comunicación, y que es algo muy simple: La gente es pendeja. Hoy simplemente es pendeja Y ruidosa. Y su ruido se entreteje vertiginosamente hasta convertirse en vanguardia. Y entonces, le ponemos Twitter al niño. Santo remedio.

No me detendré demasiado en enumerar la cantidad de vaguedades que se dicen a diario en Twitter. Los estereotipos son pocos, sin embargo, y como parte del medio me tengo que colocar en alguno de ellos, para no pecar de "larger than life" (aunque con mi panza bien podría). Digamos, a grandes rasgos, que los tuiteros se resumen en las siguientes categorías:

  • El hermenauta (que no hermeneuta) de la pendejez: Dícese del grupo más grande de Twitter. Ellos dedican el 90% de sus aportaciones al "pensamiento básico en voz alta". El hambre parece ser tan cruenta en este casillero, que uno podría creer que viven en Ruanda, si no fuera porque tienen computadoras y luego "bajan al OXXO" a saciarla.

  • El "Compro, luego soy": En este lugar encontramos a un gran número de chavitos bien adoctrinados por la publicidad, y que gran parte de lo que comparten es su amor por el innumerable cúmulo de productos y servicios que facilitan su existencia. Cocacolas, cervezas, perfumes, grupos de rock, gadgets re-innovadores y escuelitas que pretenden ser universidades son sus temas favoritos.

  • El "Mi relación tortuosa es TU relación tortuosa": Aquí encontramos a un gran grupo de seres que, incapacitados para actuar o tomar decisiones en sus relaciones interpersonales, se dedican a publicar sus dudas, satisfacciones y desagrados emocionales, sexuales o familiares con el resto del mundo. Entre sus miembros se cuentan muchos gays de clóset, bisexuales necesitados del show-off y heterosexuales altamente frustrados. De cuando en cuando son divertidos.

  • El "Computín rabioso": Acá fácilmente ubicamos a muchos de los primeros usuarios asiduos de Twitter. Aunque mucha de su comunicación gira en torno a plataformas computacionales que ni su puta madre entiende, de repente se vuelven humanos y -a veces- hasta resultan agradables.

  • El "one-hit-twitter": Grupo por demás copioso en el que hallamos a mucha gente que no entendió un pito de cómo usar el twitter o simplemente le pareció inútil porque no supo añadir a sus amigos. También aquí aplican todas las cuentas "temporales" que generan los políticos, los "famosos" y los restauranteros de tlalpan que fueron estafados por el siguiente grupo.

  • El "Experto en Social Media": Este muy particular grupo de engendros está conformado por seres cuya vida real suele ser bastante pusilánime. En retorno, su vida virtual es copiosa y excitante. Su conocimiento -casi siempre- apenas mayor a la media de Twitter y otras herramientas virtuales los lanzó en una búsqueda frenética de identidad. De ahí que ejercen como "gurús" para muchos, a pesar de que el 98.5% de todo lo que "tuitean" está, absurdamente, relacionado con Twitter o cualquier otra "curiosidad" virtual. Son particularmente patéticos pero -en algunos casos- logran convencer a muchos incautos de que saben "algo" acerca de lo que sea.

  • El "Nihilista codependiente virtual": En este heterogéneo grupo se encuentran los contados personajes que no dependen pero sí dependen del medio para lanzar su mensaje. En su favor podemos decir que TIENEN un mensaje y que el mensaje en cuestión no siempre redunda en el medio, la coca-cola o su vasto conocimiento sobre nada. Son capaces de mostrar distintas caras según su estado de ánimo, lo que los hace menos robóticos y lineales que el resto, aunque de pronto abusen del medio y terminen exhibiendo cosas que ni sus mamás hubieran querido saber. Su principal valor es que, sin dejarlo, de cuando en cuando saben despotricar del medio. Y que, cuando quieren, pueden ser todos los anteriores sin dejar de ser ellos mismos.


No hace falta que diga en cuál de los estereotipos me ubico a mí mismo. Y no hace falta tampoco decir que el resto de los usuarios de Twitter, son simples "bots" programados para venderte al partido verde, las chichis de Britney Spears, algún tipo de noticia inútil o todas las anteriores.

Tampoco profundizaré sobre lo absurdo que me resulta notar cómo tanta gente deja de ser gente si no la conforman sus consumos. Desde el ejercicio frenético hasta la Coca-Cola que llueve clichosísimamente (sic) sobre sus bocas abiertas. Desde su profundo sentido de la bisexualidad, entendida como una moda que hay que exhibir torpemente, hasta su profundo amor por McLuhan y el medio (Twitter) que se superpone al mensaje (Propio).

Alguien debería decirles a todos ellos que la Cocacola es rica y nada más. Y que ser bisexual está chido si no necesitas que nadie lo valide. Y que el medio no es el mensaje. Es meramente el masaje. Cuyo final feliz -o infeliz- pones tú mismo. Si puedes.

Y ya. Snif.

junio 10, 2009

La futilidad de lo aleatorio.

De alguna manera, probablemente aleatoria y biológica, el ser humano se convirtió en una entidad regida por el lenguaje. De eso, hace mucho tiempo. Pero son tantas y tantas las generaciones que han sido engendradas bajo el poder de otorgar nombres, que ya ni sabemos cuántas deberíamos nombrar. Primera ironía: El poder de nombrar lo infinito, y sin embargo, persistir en las ganas de enumerarle.

Nos empecinamos en nombrar, y luego lo llamamos naturaleza humana. Nacidos sabiéndolo, crecemos entusiasmados con fantasías que no tienen perímetro ni posibilidad. Dios, para algunos. Santa Clós, para otros. Horóscopos y Zodiacos acompañan nuestro tránsito hacia la edad adulta. O a veces, incluso, la ciencia. Todos nombres para explicar otro nombre, aún más absurdo que sí mismo: La realidad de lo aleatorio. La aleatoriedad. The randomness. Or the futility of its very thought.

Evidentemente resulta frustrante aceptar que no hay una explicación para nada de lo que nos rodea. Siempre es mejor poder acudir a nuestros porqués de temporada. Es que es el clima, es que es que soy Tauro. Es que Darwin nos hizo capaces de abstraer y nombrar: Ni madres. No sirve para nada. Somos la especie intergaláctica de hormiga rabiosa que vino con la misión avanzada de nombrarlo todo. O no. O quizás, no somos nada. ¿No será eso precisamente lo que nos aterra?

Nadie, sino el ser humano, tiene mayor injerencia o responsabilidad en la explosión demográfica que nos ha llevado a nacer en donde nacimos. Somos tantos y queremos ser tanto mucho, que por ello nos aterra equivaler lo mismo que cero. Pero no hay problema: para eso está la realidad sociopolítica. La necesidad de trabajar. La naturaleza olvidadiza de los pueblos y las sociedades. Basta echarse un clavado en cualesquiera de ellas, para desvanecerse en una multitud amorfa que algunos llaman solemnemente "historia": Y está bien. O mejor dicho: Es necesario.

El problema -mi querido Watson- es que una vez que has atisbado el otro lado del camino, no existe retorno posible. Si eres esclavo de tu propia angustia existencial -y nada parece calmarla- tú sólo cálmate: Nada la podrá calmar (sic).

Como un libro malhecho de Carlos Castaneda, yacemos multitudinariamente en la misma certeza: No existe cura para la ansiedad de poner nombre a las cosas. No hay manera de librarse de la tarea de querer librarse de la tarea. El lenguaje es un laberinto circular cuyo rumbo y salida está sólo en sí mismo.

Desnudos, absortos, ciertos de que no seremos supermán, Mozart o ningún otro estereotipo que alivie nuestra ansiedad egóica, transitamos como zombies sobre la vereda de los tibios. Y salimos a trabajar, con la neurosis bien puesta, y el afán de que mañana

y sólo mañana (aunque tal vez pasado)

quizás o perhaps, o precisamente puede ser que mañana

es el día que esperamos eso mismo...

pero -claro- sin esperar nada.


Salud.

junio 07, 2009

Ciudad sorpresa.

Esta fue una de esas noches en las que te encuentras a ti mismo mientras hablas. No es cuestión de la charla o el aderezo omnibulante que le otorgan el alcohol o los recovecos de adjetivos: Hablo de cuando realmente te hallas construyendo posturas (intelectuales, no vayan a pensar) que antes -a pesar de ser tuyas- te eran desconocidas o simplemente inconexas. Conforme las palabras salen de tu boca, tú te escuchas a ti mismo pensando ordenadamente. Y luego asumes tus propias reflexiones, y sí -quizás- te sorprendes de lo simples y atinadas/subyacentes que te resultan, toda vez que ya las has emitido.

Para que ello ocurra -claro está- es necesario que el interlocutor te adjudique todos esos adjetivos. Cuando eres sólo tú el que los impone, probablemente estaríamos hablando de una peda ególatra como tantas, o de un brote de autoaceptación súbita y propiciada por ciertas drogas, o -simplemente- por una muy buena semana (en general).

Sin embargo, no todos los días uno repara en explicar lo que supone que es la historia de "México", desde la conquista hasta la globalización, y con tan poquitas palabras. Y cuando el interlocutor es un cuasiturista absolutamente atento a tus debrayes estructurados, uno suele poner especial empeño en mantener el nivel de asertividad (sí, con "S") lo más alto posible.

Y es que resulta extraño reflexionar -públicamente- acerca de un país tan surreal como este (mío y de quién sabe cuántos más). Y resulta -también- demasiado fácil recurrir a las etiquetas, y dejarlo todo en una aproximación -tipo bosquejo facilista de Miró- a todo aquello que conforma la razón por la cual los mexicanos somos tan absurdos, inexplicables y -a su vez- atractivos para los espectadores ajenos a nuestra idiosincrasia. Claro que se puede decir que somos un pueblo multicultural y por ello complicado. O que nuestra mezcla demográfica es la causa y el efecto de esa total destornilladería cultural que nos hace tan absurdos. Pero no es así.

México es un acto de fe dibujado sobre sí mismo: Un malabarista bailando en la cuerda floja que une dos acantilados que separan -a su vez- un par de ecosistemas totalmente antagónicos, para colmo. O más fácil, si se quiere: Un abanico-cliché de contrastes y diferencias que añoran -rabiosamente- ser descritos. O mejor aún: una narrativa que cuenta eso mismo: la añoranza de la descripción, la necesidad de nombre, la explicación de un Octavio Paz que ironizaba sobre sí mismo, mientras ironizaba sobre todos los demás. Ese país en búsqueda perpetua de mejores nombres (y que no de mejores hombres), pero que alcanzó siempre -de una u otra manera- sus oscuros y necesarios objetivos que nunca tuvieron rumbo. México: Siempre fiel. "México": Siempre lleno de "méxicos". Ilegible pero inspirador.

En este contexto en el que lo multicultural resulta prodigioso, yo me atrevo a decir que en el caso de mi México es precisamente lo contrario: Ha sido -precisamente- esa diversidad de razas, pueblos, destinos manifiestos y supuestos poderes la que nos ha llevado a ser conquistados por un prodigioso pescador de ríos revueltos (alas, señor don Cortés), y luego por todos los demás.

Y fue (y es) esa persistente disonancia -muy remunerable- la que esos mismos pescadores subsecuentes, desde don Cura Hidalgo hasta don Fecal, han sabido convertir en un mito harto provechoso: El mito de México. El mito de los mexicanos y nuestra surrealidad seductora. El caparazón que sobrevuela nuestra primigenia versión de la Cenicienta latinoamericana: El lugar en el que no hacen falta revueltas, ni muertos, ni extraviados para "sentir" el "progreso".

Que no se me malentienda: Como ya lo he dicho muchas veces, encuentro adorable -e incluso adictivo- el hecho de vivir y "montarme en los lomos" de una ciudad como el D.F. Recurriendo una vez más a la eterna analogía, asumo que ser chilango y estar enamorado de la Ciudad de México equivale a engancharse con la mujer más complicada que has podido -medio- saciar en toda tu -insulsa- vida. Todas las otras entelequias de mujer/ciudad/camino resultan entonces sumamente predecibles. O quedan chicas. O terminan siendo tan domésticas como tu "street wisdom" (sabiduría callejera) te lo impone.

Y, sin embargo, asumir semejante grado de chilanguedad (o chilanguez, o chilangonería, o chilanguismo -who knows-) supone muchas y muy profundas facturas:

Esa consecuencia es -curiosamente- casi esotérica: Descifrar esta ciudad implica nunca volver a encontrar un "camino a casa". El dichoso ejemplo de "casa" termina siendo siempre otra cosa: Muchas veces es sólo la ansiedad de permanecer buscando -casi perdido- mientras esperas imberbe eso que, se supone, es la "nueva cara" de la misma casa. Es este un laberinto metamórfico infestado de seres que desean profundamente tener nombre. Nombre y -además- que sea propio: Significado, destino, apellido y -si se puede (¿por qué no?)- también un final predestinadamente feliz.

¿Cómo no amar semejante incertidumbre-bien-delimitada? ¿Cómo anclarse a cualquier otra megalópolis prolija del primer mundo, cuando queda claro que el "bien vivir" anula siempre los contrastes?

Multiculturalmente loca. Racista y clasista como pocas. Inacabada tanto como inacabable: No puedo dejar de no-amarla (cosa que no es, ni de lejos, igual a odiarla).

Abrázame, hoguera. Incinérame, PINCHE laberinto.

Que mi desprecio exacerbado a toda adhesión política-pendeja que casi siempre te habita, nunca me haga abandonarte. Y que mi deseo neurótico de normalidad, no lo haga tampoco.


O al menos no del todo.


O cuando menos no siempre.




Salud.