La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

febrero 13, 2009

I've got a bike (you can ride it, if you like...)

No me tiemblan las piernas cuando asumo mi condición de ciudadano de la mediocridad. No me aterra perder partidos de futbol. No me emputa corroborar que mi madre es puta: Mejor aún. Wish she's having a great time at it.

"Ignorance is bliss, indeed. For i've known it all, yet scarcely loved few."

Hoy me trepé a una bicicleta out of the blue. Y por "out of the blue" quiero decir que me trepé a la bicicleta sin ningún plan preconcebido de dar vueltas en el parque. Simplemente ansiaba fumar, y no había cigarrillos en el lugar en donde estaba. Y luego, automáticamente, solicité mi boarding pass para la bicicleta que yacía atónita y dormida mientras reposaba sobre el árbol aledaño. Y luego la tomé y la anduve con toda la indiscreción posible. Tenía cerca de 10 años de no subirme a semejante bestia bicéfala (y bucéfala), dada mi condición de pensador sedentario, güevón, y -además- malpagado.

Pero lo hice. Y -aunque con cierto temor que no puedo negar- lo hice sin desparpajo alguno. Y la monté de igual manera. Y tras la primer pedaleada, entendí ese viejo dicho que asevera cómo es que resulta imposible olvidar el andar en bicicleta, entre otros placeres.

Y tras dos titubeantes virajes -súbitos- de manubrio, volví a entenderlo todo.

***

Sobra decir que desestimé mi propósito (inicial) durante un buen rato, mientras le daba dos furtivísimas vueltas al parque México de las 11 de la noche.

Y es que reconvenirse con las bicicletas es como reconvenirse con un amor perdido (salve marihuana, je). Pues tras un par de pedaleadas (o debiera decir pedaleos, no sé) me sentía nuevamente on top of the situation. Y por eso me la llevé a dar la vuelta al parque. Y por eso salí del parque, con total desparpajo, y al lado de la eterna patrulla que cuida -no se qué- en la esquina de Sonora y Parque México, me bajé estruendosamente del susodicho parquecillo, y encaminé hacia los Camel "regulares"(adjetivo plagiado al dependiente de la tienda).

Y ya. Luego de alcanzar el bendito OXXO y hacerme de los pitillos que seguro me acabarán matando, volví hasta la mesa de donde había partido.

Allí se hablaba del paradigma capitalista, etcétera, y por tal se entendía el usufructo que no tiene propósito. Y se hablaba también de cómo agredirle y de cómo modificarle en estos tiempos de oportuna crisis. Y también se elucubraba en el cómo hacer algo con esa futilidad que supone la existencia. (Ay, nomás)

Se hablaban palabras mayores, debo decir pa no pitorrearme. Y se hablaban de buena manera.

Sin embargo, yo, como cualquier otro niño, seguía exultante y excitado tras mi paseo en bicicleta. Seguía sobre la calle y sobre el parque. Seguía sobre los pedales y sobre el -otro- presente que ya se había marchado (aunque no de mi cabeza). Seguía embriagado de nada. Muriendo y revolcándome en el paladeo total de un puto estornudo bicicletero.

Y seguía sabiéndolo todo (pa mi desgracia). Sí -but ignorance is bliss- y para ignorancias no había otra que la mía, yo seguía valientemente absorto (cual Rolando el Rabioso -Salmón-) en la perplejidad que sólo da el desembarazarse de uno mismo y sus tortuosas costumbres.

En la ligereza pedaleante del niño que no mira otra cosa que la inmediata: La del no saber, valientemente y sin escalas.

La de la poesía. La de la eterna -pero necesariamente inmediata- poesía.



Ah, qué ganas de volar (otra vez). Qué ganas. Qué.







(Some great Pink Floyd song to portray the mood)

febrero 04, 2009

Nombrar sin ruido

Hay días que me levanto con la rodilla izquierda, y la ciudad me desagrada. El ruido que de pronto arrulla, el puesto de jugos que otras veces me parece suculento, el asfalto y el vibrato trémulo de la corredera y el estrés: Todo me desagrada, sin razón aparente.

El significado de las ciudades escapa a mi entendimiento. Comprendo que son resultado del hambre económica del pueblo humano. Comprendo que nos gusta estar juntos -y más aún- arrejuntarnos como en el metro. El sentido de multitud que da significado a las horas y a las rutinas. Una extrañísima conformación de atmósferas colectivas que buscan otorgarle un espacio acotado y sencillo a la individualidad, eso -también- puede llegar a quedarme claro (alguna mañana sin jugo y con rodilla izquierda).

Las ciudades -las visibles, no las de Calvino (al menos no todas) - parecen estar hechas para remediar el silencio. O no el silencio, sino más bien la angustia ominosa que se nutre de la ausencia de ruido humano. Esto porque en los pueblos la gente suele afirmar -categórica y orgullosa- que "no hay nada de ruido" y "todo está tranquilo". Sin embargo, esta es una afirmación que normalmente proviene de las bocas de los exiliados de las ciudades. Los que nacen, crecen y viven en los pueblos, reconocen otro tipo de partitura vivencial. Encuentran el ruido dentro de frecuencias más pequeñas, y saben discernirlo de otros ruidos. Una agudeza impensable para quienes pasamos la mayor parte del tiempo sometidos a los decibeles intransigentes de la ciudad.

Estos amados y odiados monstruos de hacinamiento proveen sentidos predigeridos a los momentos cotidianos. La constricción de significantes en sus paredes pintarrajeadas o impolutas. Sus señales claras o borrosas. Su semiótica universalizada a punta de gritos y madrazos: Todo tejido como un río de ruido simbólico sobre ruido físico. Ruido que -como bien sabemos- se vuelve costumbre y -en ocasiones- hasta se añora.

Las ciudades, paradójicamente, existen para diluir el pánico. Son los nuevos dioses y, al mismo tiempo, los nuevos altares. Hacen suave la transición entre el vacío y la acción. Ocurren para evitarnos la molestia de mirar dentro y encontrar que nos da miedo un alacrán o que nos aterra encontrar estímulos que no estén prediseñados. Son un cúmulo de plantillas para vivir. Un lugar donde se es a partir de la interacción con los demás. Un gigantesco e inconmensurable ruido que hace las veces de estática en la frecuencia modulada de vivir la vida de otros, mientras se "vive" la propia.

Pasé el fin de semana pasado en un pueblo que recuerdo con demasiadas licencias emocionales. Allí, donde el ruido es escaso (siempre y cuando uno se mantenga alejado de las hordas turísticas), me senté durante un par de horas a mirar las estrellas. Al lado de un arroyo seco, plagado de grillos y otras criaturas sinfónicas, recordé porqué me gusta el silencio que no es silencio. Recordé el valor de no usar las palabras cuando no es estrictamente necesario. Recordé que, ante la tiritante contemplación de la existencia, lejos del ruido, y alejado voluntariamente de las palabras, la pregunta hacia la respuesta de vivir puede reducirse a un aullido, o una estrella que alguien ya nombró hace mucho tiempo, o un deseo claro de dejarse reengullir por la naturaleza, y no sólo cambiar de aires, sino también, por qué no, cambiar de ruidos.

Salud.